Lo que permanece es la existencia de una causa capaz de unir a todas las mujeres, por distintas que sean y por diferentes que sean sus ideologías, sus circunstancias o sus planteamientos vitales
Un momento de la obra 'Lisístrata' de Aristófanes en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. (EFE)
La primera huelga de mujeres de la historia, cinco siglos antes de
Jesucristo, todavía se sigue representando porque el objetivo de
entonces sigue siendo el mismo que el de este 8 de marzo
de 2.500 años después: demostrar que si las mujeres paran, se detiene
el mundo. En el fondo es una obviedad, pero la persistencia del mensaje,
de la reivindicación por sí misma, denota la subsistencia de un problema que no se ha resuelto,
que la igualdad del presente entre hombres y mujeres no ha conseguido
aún: las mujeres en su conjunto no se consideran escuchadas, valoradas,
comprendidas y respetadas.
La obra de Aristófanes que se sigue reponiendo en la actualidad es 'Lisístrata', la huelga de sexo, de ‘piernas cerradas’, de las mujeres para forzar a los hombres a que detuvieran la guerra entre atenienses y espartanos, y por encima de la literalidad (aunque hace tan solo unos años, una senadora socialista, Marleen Temmerman, la propuso en sentido literal hasta que se formara Gobierno en Bélgica), lo que de verdad permanece hasta nuestros días es la existencia de una causa capaz de unir a todas las mujeres, por distintas que sean entre sí y por diferentes que sean sus ideologías, sus circunstancias o sus planteamientos vitales. Eso, aunque parezca una bobada, no ocurre con los hombres, segunda prueba explícita de que entre el sexo masculino no existe esa inquietud de marginación e irrelevancia por su papel en la historia que sí existe entre las mujeres.
La guerra de las mujeres, o la rebelión de las mujeres, como se quiera, existe, por tanto, desde la antigüedad, y esas raíces sociológicas tan profundas son las que han convertido en un éxito la celebración de este 8 de marzo de 2018 en todo el mundo, con una repercusión desconocida desde que nos alcanzan la vista y la memoria. Sentado todo ello, una vez eclosionada la extraordinaria unión que provoca la causa de la mujer entre las mujeres —y, por extensión, en la sociedad actual—, lo que no debe pasar desapercibido es la paradoja de que este éxito del 8 de marzo se produce en el momento de mayor crisis del feminismo, que es el movimiento contemporáneo que ha movilizado a las mujeres.
La unanimidad que podía encontrarse hace unos años en torno al feminismo se ha roto en mil pedazos. En la actualidad, cada vez es más frecuente encontrarse con mujeres, a las que no se les podría objetar ni un solo matiz en su feminismo y en sus vidas, renegar y rechazar el feminismo institucional. Más allá todavía, se podría afirmar que muchas mujeres irán hoy a la huelga o secundarán las protestas a pesar de las feministas oficiales; las oyen hablar desde sus púlpitos variados, tribunas parlamentarias o atriles de partido, se las tropiezan en las redes sociales o en artículos de prensa, y cada vez se sienten menos representadas y más distanciadas.
Otra prueba más de la consistencia de la huelga de este 8 de marzo de 2018: la causa de la mujer sigue adelante incluso cuando ha entrado en crisis la representación. Es normal, por otra parte, que ocurra porque siempre permanece lo verdadero y se desvanecen las imposturas. Eso es lo que tendrá que suceder algún día con la deriva entre sectaria y absurda que ha adoptado el feminismo institucional y burocratizado, convertido desde hace tiempo en un fin en sí mismo y alejado de los problemas reales de la mujeres.
Hablamos del ‘feminismo estético’, ese que quiere imponer a las mujeres una forma de vestir, de comportarse; del ‘feminismo excluyente’, el del heteropatriarcado que convierte a todos los hombres en sospechosos abusadores; o del ‘feminismo de género’, la asfixiante corrección política de ‘los y las’, ‘ellos y ellas’, que después de convertir en ilegibles los textos políticos, avanza directo hacia la barbarie lingüística de las ‘miembras’ y las ‘portavozas’… ¿De verdad piensa alguna de estas feministas que las mujeres están preocupadas, o se sienten estigmatizadas porque a su órgano sexual se le llame coño, que lo consideran una palabra ofensiva y machista? Pues esas consignas se lanzan y muchas veces hasta se convierten en campañas institucionales. Como las ‘calendarias’ de cada año: enera, febrera, marza…
Todos esos movimientos son expresiones de un feminismo impostado que se retroalimenta con una sucesión interminable de inventos que solo tienen que ver con ellas mismas, con sus mundos y también, obviamente, con sus ingresos mensuales a cargo de organismos oficiales. Pero por encima de esas miserias, una protesta mayoritaria como la que ha concitado este 8 de marzo, que ha sabido trascender a todo eso, debería reconfortarnos con un tiempo mejor en el que, como se decía antes, permanezca lo auténtico y se marchite la superchería.
Entre otras cosas, porque el feminismo no es el único movimiento que se encuentra en crisis; todo esto forma parte de una crisis mayor, crisis de valores, de conceptos y de objetivos, de ideologías, que se está produciendo en las sociedades democráticas de este nuevo siglo XXI y que, como ha ocurrido siempre en la historia, se deberá superar.
Al feminismo institucional le ocurre lo que el filósofo Javier Gomá denomina la ‘paradoja de la igualdad’. Una vez que las sociedades modernas alcanzan el reconocimiento institucional de los derechos colectivos y las libertades individuales, la transgresión que condujo a todos ellos pierde el norte, pierde su motivación emancipadora, y corre el riesgo de diluirse, pervertirse y esclerotizarse asentada en despachos oficiales. La protesta de hoy es un aldabonazo en esas puertas cerradas para indicarles que la realidad de la mujer está en las calles.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
La obra de Aristófanes que se sigue reponiendo en la actualidad es 'Lisístrata', la huelga de sexo, de ‘piernas cerradas’, de las mujeres para forzar a los hombres a que detuvieran la guerra entre atenienses y espartanos, y por encima de la literalidad (aunque hace tan solo unos años, una senadora socialista, Marleen Temmerman, la propuso en sentido literal hasta que se formara Gobierno en Bélgica), lo que de verdad permanece hasta nuestros días es la existencia de una causa capaz de unir a todas las mujeres, por distintas que sean entre sí y por diferentes que sean sus ideologías, sus circunstancias o sus planteamientos vitales. Eso, aunque parezca una bobada, no ocurre con los hombres, segunda prueba explícita de que entre el sexo masculino no existe esa inquietud de marginación e irrelevancia por su papel en la historia que sí existe entre las mujeres.
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La guerra de las mujeres, o la rebelión de las mujeres, como se quiera, existe, por tanto, desde la antigüedad, y esas raíces sociológicas tan profundas son las que han convertido en un éxito la celebración de este 8 de marzo de 2018 en todo el mundo, con una repercusión desconocida desde que nos alcanzan la vista y la memoria. Sentado todo ello, una vez eclosionada la extraordinaria unión que provoca la causa de la mujer entre las mujeres —y, por extensión, en la sociedad actual—, lo que no debe pasar desapercibido es la paradoja de que este éxito del 8 de marzo se produce en el momento de mayor crisis del feminismo, que es el movimiento contemporáneo que ha movilizado a las mujeres.
La unanimidad que podía encontrarse hace unos años en torno al feminismo se ha roto en mil pedazos. En la actualidad, cada vez es más frecuente encontrarse con mujeres, a las que no se les podría objetar ni un solo matiz en su feminismo y en sus vidas, renegar y rechazar el feminismo institucional. Más allá todavía, se podría afirmar que muchas mujeres irán hoy a la huelga o secundarán las protestas a pesar de las feministas oficiales; las oyen hablar desde sus púlpitos variados, tribunas parlamentarias o atriles de partido, se las tropiezan en las redes sociales o en artículos de prensa, y cada vez se sienten menos representadas y más distanciadas.
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Otra prueba más de la consistencia de la huelga de este 8 de marzo de 2018: la causa de la mujer sigue adelante incluso cuando ha entrado en crisis la representación. Es normal, por otra parte, que ocurra porque siempre permanece lo verdadero y se desvanecen las imposturas. Eso es lo que tendrá que suceder algún día con la deriva entre sectaria y absurda que ha adoptado el feminismo institucional y burocratizado, convertido desde hace tiempo en un fin en sí mismo y alejado de los problemas reales de la mujeres.
Hablamos del ‘feminismo estético’, ese que quiere imponer a las mujeres una forma de vestir, de comportarse; del ‘feminismo excluyente’, el del heteropatriarcado que convierte a todos los hombres en sospechosos abusadores; o del ‘feminismo de género’, la asfixiante corrección política de ‘los y las’, ‘ellos y ellas’, que después de convertir en ilegibles los textos políticos, avanza directo hacia la barbarie lingüística de las ‘miembras’ y las ‘portavozas’… ¿De verdad piensa alguna de estas feministas que las mujeres están preocupadas, o se sienten estigmatizadas porque a su órgano sexual se le llame coño, que lo consideran una palabra ofensiva y machista? Pues esas consignas se lanzan y muchas veces hasta se convierten en campañas institucionales. Como las ‘calendarias’ de cada año: enera, febrera, marza…
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Todos esos movimientos son expresiones de un feminismo impostado que se retroalimenta con una sucesión interminable de inventos que solo tienen que ver con ellas mismas, con sus mundos y también, obviamente, con sus ingresos mensuales a cargo de organismos oficiales. Pero por encima de esas miserias, una protesta mayoritaria como la que ha concitado este 8 de marzo, que ha sabido trascender a todo eso, debería reconfortarnos con un tiempo mejor en el que, como se decía antes, permanezca lo auténtico y se marchite la superchería.
Entre otras cosas, porque el feminismo no es el único movimiento que se encuentra en crisis; todo esto forma parte de una crisis mayor, crisis de valores, de conceptos y de objetivos, de ideologías, que se está produciendo en las sociedades democráticas de este nuevo siglo XXI y que, como ha ocurrido siempre en la historia, se deberá superar.
Al feminismo institucional le ocurre lo que el filósofo Javier Gomá denomina la ‘paradoja de la igualdad’. Una vez que las sociedades modernas alcanzan el reconocimiento institucional de los derechos colectivos y las libertades individuales, la transgresión que condujo a todos ellos pierde el norte, pierde su motivación emancipadora, y corre el riesgo de diluirse, pervertirse y esclerotizarse asentada en despachos oficiales. La protesta de hoy es un aldabonazo en esas puertas cerradas para indicarles que la realidad de la mujer está en las calles.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
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