"Frente a estas reducciones, moralista e intelectualista, la fe cristiana confiesa que el hombre se salva gracias a su relación con Cristo, que acontece en la comunidad de la Iglesia."
José Luis Restán
La Congregación para la Doctrina de la
Fe, dirigida por el jesuita español Luis Ladaria, ha publicado una
importante carta sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, que
corre el riesgo de pasar sin pena ni gloria entre la mayoría del pueblo
cristiano. Bien es cierto que la carta va dirigida en primera instancia a
los obispos de todo el mundo, pero su interés para alumbrar el camino
de los bautizados en este momento histórico la hace merecedora de
atención y de una adecuada presentación, de la que no debe ser excluida
la gente común.
La carta Placuit Deo habla del corazón de la misión de la Iglesia, es decir, de la salvación que Dios ha querido ofrecer a los hombres en su hijo Jesucristo. Y aquí encontramos ya el primer punto de radical interés: si la Iglesia no habla de esto hoy, si no lo testimonia con obras y palabras en el contexto de la profunda crisis cultural de este momento, todo lo demás que (justamente) haga y diga, no será comprendido ni acogido en su verdadero alcance. Porque lo primero que la Iglesia anuncia, desde los apóstoles hasta hoy, es que cada hombre necesita radicalmente a Dios para curar sus heridas y alcanzar el cumplimiento de sus deseos más profundos de justicia, de verdad y belleza, de vida plena en definitiva. Y afirmar esto es, de por sí, un enorme desafío en este momento histórico en que vivimos entrampados en la paradoja que componen una confianza absurda en nuestras propias fuerzas y un escepticismo ácido sobre la posibilidad de que nuestra vida pueda ser realmente buena, pase lo que pase.
El Papa Francisco se ha referido en muchas ocasiones al reverdecer de viejas herejías que la primera Iglesia hubo de afrontar con tenacidad y sufrimiento para comunicar con eficacia la vida nueva que le había confiado su Señor. En realidad la carta Placuit Deo recoge esa preocupación y la desarrolla, centrando la mirada en la pervivencia del pelagianismo y del gnosticismo, naturalmente revestidos de un ropaje cultural diferente. Estas palabras pueden parecernos exóticas pero hacen referencia a nuestra vida de todos los días.
El pelagianismo consiste en que el individuo pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer su necesidad de Dios y de los demás. Cada uno trata de construirse a sí mismo con sus propias fuerzas, sin abrirse a la novedad del Espíritu de Dios. Por su parte el gnosticismo representa una salvación meramente interior, en la que algunos, especialmente dotados, alcanzarían los misterios de la divinidad con la fuerza de su propia inteligencia. Frente a estas reducciones, moralista e intelectualista, la fe cristiana confiesa que el hombre se salva gracias a su relación con Cristo, que acontece en la comunidad de la Iglesia.
Como señala esta Carta, la mediación salvífica de la Iglesia nos permite superar cualquier tendencia reduccionista. Por fortuna para todos nosotros, «la salvación que Dios nos ofrece no se consigue solo con las fuerzas individuales, como indica el neo-pelagianismo, sino a través de las relaciones que surgen del Hijo de Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia. Y frente a la renovada tentación gnóstica, la salvación que Cristo nos da no es una salvación puramente interior, sino que nos introduce en las relaciones concretas que Él mismo vivió. Es en la Iglesia, una comunidad visible que porta consigo todos los pesos de la carne y de la sangre, donde realmente podemos tocar a Jesús».
Me parece especialmente significativo en la Carta todo lo que se refiere a los sacramentos, gracias a los cuales «los creyentes crecen y se regeneran continuamente, especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan las caídas». Como decía al principio, sería una lamentable pérdida que este magisterio no llegue a la gente sencilla. En primer lugar a quienes vivimos con mayor o menor claridad y alegría dentro de la Iglesia, pero también a los hombres y mujeres que se afanan por caminos oscuros para encontrar el sentido y la felicidad de sus vidas. Porque no la encontrarán con instrucciones de uso, sino dejándose tocar por la carne de Jesús presente.
La carta Placuit Deo habla del corazón de la misión de la Iglesia, es decir, de la salvación que Dios ha querido ofrecer a los hombres en su hijo Jesucristo. Y aquí encontramos ya el primer punto de radical interés: si la Iglesia no habla de esto hoy, si no lo testimonia con obras y palabras en el contexto de la profunda crisis cultural de este momento, todo lo demás que (justamente) haga y diga, no será comprendido ni acogido en su verdadero alcance. Porque lo primero que la Iglesia anuncia, desde los apóstoles hasta hoy, es que cada hombre necesita radicalmente a Dios para curar sus heridas y alcanzar el cumplimiento de sus deseos más profundos de justicia, de verdad y belleza, de vida plena en definitiva. Y afirmar esto es, de por sí, un enorme desafío en este momento histórico en que vivimos entrampados en la paradoja que componen una confianza absurda en nuestras propias fuerzas y un escepticismo ácido sobre la posibilidad de que nuestra vida pueda ser realmente buena, pase lo que pase.
El Papa Francisco se ha referido en muchas ocasiones al reverdecer de viejas herejías que la primera Iglesia hubo de afrontar con tenacidad y sufrimiento para comunicar con eficacia la vida nueva que le había confiado su Señor. En realidad la carta Placuit Deo recoge esa preocupación y la desarrolla, centrando la mirada en la pervivencia del pelagianismo y del gnosticismo, naturalmente revestidos de un ropaje cultural diferente. Estas palabras pueden parecernos exóticas pero hacen referencia a nuestra vida de todos los días.
El pelagianismo consiste en que el individuo pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer su necesidad de Dios y de los demás. Cada uno trata de construirse a sí mismo con sus propias fuerzas, sin abrirse a la novedad del Espíritu de Dios. Por su parte el gnosticismo representa una salvación meramente interior, en la que algunos, especialmente dotados, alcanzarían los misterios de la divinidad con la fuerza de su propia inteligencia. Frente a estas reducciones, moralista e intelectualista, la fe cristiana confiesa que el hombre se salva gracias a su relación con Cristo, que acontece en la comunidad de la Iglesia.
Como señala esta Carta, la mediación salvífica de la Iglesia nos permite superar cualquier tendencia reduccionista. Por fortuna para todos nosotros, «la salvación que Dios nos ofrece no se consigue solo con las fuerzas individuales, como indica el neo-pelagianismo, sino a través de las relaciones que surgen del Hijo de Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia. Y frente a la renovada tentación gnóstica, la salvación que Cristo nos da no es una salvación puramente interior, sino que nos introduce en las relaciones concretas que Él mismo vivió. Es en la Iglesia, una comunidad visible que porta consigo todos los pesos de la carne y de la sangre, donde realmente podemos tocar a Jesús».
Me parece especialmente significativo en la Carta todo lo que se refiere a los sacramentos, gracias a los cuales «los creyentes crecen y se regeneran continuamente, especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan las caídas». Como decía al principio, sería una lamentable pérdida que este magisterio no llegue a la gente sencilla. En primer lugar a quienes vivimos con mayor o menor claridad y alegría dentro de la Iglesia, pero también a los hombres y mujeres que se afanan por caminos oscuros para encontrar el sentido y la felicidad de sus vidas. Porque no la encontrarán con instrucciones de uso, sino dejándose tocar por la carne de Jesús presente.
JOSÉ LUIS RESTÁN
Publicado en Alfa y Omega.
Publicado en Alfa y Omega.
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