España tiene un nuevo
ídolo. Un cincuentón fornido, de cráneo pelado y perilla cana. Se llama
Karl Jacobi, alemán de apellido judío (aunque las lumbreras del
separatismo ya lo tachan de «nazi»).
Estudió Sociología, Psicología, Comunicación y Márketing en su Colonia natal y hace 34 años emigró a una atractiva y grata Cataluña.
Estudió Sociología, Psicología, Comunicación y Márketing en su Colonia natal y hace 34 años emigró a una atractiva y grata Cataluña.
Tipo listo, en 1989
fundó su empresa de márketing y comunicación, el ComVort Group, y le va
estupendamente. Todo un carácter, durante años fue piloto en rallies y
tocó en un grupillo amateur disfrazado de bajista de Metallica. Jacobi
nos ha conquistado por hacer lo que casi nadie hace: plantarse ante un
mandatario separatista y cantarle cuatro obviedades, que congelaron la
perenne sonrisa impostada de Torrent.
A posteriori, en una entrevista con Salvador Sostres, Jacobi repitió sus verdades en ABC: «Los nacionalistas llevan 30 años mintiendo a los catalanes». «La ley hay que cumplirla, y quien no la cumple debe ir a la cárcel si es necesario, y más si se trata de un cargo político». «Lo
que está pasando no es solo política, es una cuestión moral. Es
terrible, tremendamente inmoral, que políticos que tienen que hacer
cumplir la ley se la salten y encima digan que eso es democracia y
libertad».
Jacobi no es ningún extremista. Se trata tan solo de un ciudadano europeo que entiende cómo funciona un sistema de derechos y libertades. Sabe que el artículo 9 de la perfectamente democrática Constitución alemana establece que «están prohibidas las asociaciones cuyos fines sean contrarios a las leyes penales o estén dirigidas contra el orden constitucional o la idea del entendimiento entre los pueblos».
Jacobi no es ningún extremista. Se trata tan solo de un ciudadano europeo que entiende cómo funciona un sistema de derechos y libertades. Sabe que el artículo 9 de la perfectamente democrática Constitución alemana establece que «están prohibidas las asociaciones cuyos fines sean contrarios a las leyes penales o estén dirigidas contra el orden constitucional o la idea del entendimiento entre los pueblos».
Por tal motivo se
ilegalizó en 1952 el Partido Socialista del Reich, que pretendía
reagrupar a los nazis, o en 1956 el Partido Comunista Alemán, por
aspirar a la «dictadura del proletariado». Nada raro.
La Constitución francesa
en su artículo 4 establece que los partidos deben respetar los
principios de la soberanía nacional. En 1987, Chirac ilegalizó a los
separatistas vascos de Iparretarrak y a los corsos de Aris Corsa. Por
supuesto no ocurrió nada. Todo el mundo entendió que era lo que tocaba
en legítima defensa de Francia.
Lo anómalo es lo de España, donde toleramos -¡y subvencionamos!- a partidos cuya praxis y única razón de ser se centra en destruir la nación. La liviandad patriótica de nuestros líderes, y sus complejos por un franquismo que desapareció hace 42 años, hacen que no se defienda al Estado con firmeza.
Lo anómalo es lo de España, donde toleramos -¡y subvencionamos!- a partidos cuya praxis y única razón de ser se centra en destruir la nación. La liviandad patriótica de nuestros líderes, y sus complejos por un franquismo que desapareció hace 42 años, hacen que no se defienda al Estado con firmeza.
Resulta patente en
Cataluña, donde ya se está rearmando la revuelta: candidatos golpistas,
proclamas pro República en el Parlament, esbozos de otro referéndum
ilegal, barra libre en TV3 al odio a España.
No se puede levantar el
155 mientras los partidos nacionalistas no acaten de manera expresa que
jamás intentarán desbordar la ley, algo que hoy no ocurre. Mañana mismo,
Rajoy, Sánchez y Rivera deberían proponer juntos la prolongación
indefinida del 155.
Pero no estamos en la
Alemania de Jacobi o en Francia. Estamos en la España de los
complejines, el buenísimo suicida y los valores de goma.
LUIS VENTOSO Vía ABC
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