Esta tradición con cinco siglos de antigüedad se ha ido convirtiendo en un festejo popular tan desprovisto de significado político como alejado del mensaje religioso
Los ministros Rafael Catalá, José Ignacio Zoido, Íñigo Méndez de Vigo, Juanma Moreno y Antonio Sanz. (EFE)
Todos los años reproducimos la misma polémica. Que si la bandera en los cuarteles, que si los políticos en las procesiones, que si las calles, que si el Cristo de la Buena Muerte...
He de decir que esta polémica es bastante cansina para un católico
dudoso como un servidor. He de comenzar diciendo que esto de ser
católico es solo una manera accidental de ser cristiano y que por tanto
no ha de confundirse el mensaje con el mensajero. La Iglesia católica es solo el mensajero. No conviene liarse criticando los ropajes, el burro o la alabarda del heraldo. Lo importante es leer la carta que lleva en su mano. Esté su mano sucia o limpia, opulenta o menesterosa, enjoyada o desnuda. El mensaje señores es lo importante.
La Semana Santa hispana, aunque ya existían cofradías antes, tomó impulso durante la contrarreforma como una reacción a la iconoclasta reforma protestante y como manera de contar la pasión a un pueblo mayoritariamente analfabeto. Un pueblo que no leía la Biblia y no entendía el latín de las misas, y que utilizaba la mediación de la madera policromada para entender el mensaje. Mientras los protestantes utilizaban la imprenta y la Biblia como manera personal de relacionarse con el altísimo, desechando la imaginería al tenerla por idolatría, los católicos hispanos se refugiaron en esas imágenes tan vívidas de la Pasión.
Maderas llenas de sangre y llagas, para asegurar la intermediación de la Iglesia, mantener el negocio del arrepentimiento y,
lo que era más esencial en el catolicismo, que era la unidad del
mensaje en unos tiempos confusos y convulsos. De esto trata la Semana
Santa hispana. En esta tarea estaban juntos el poder eclesiástico y el
terrenal, porque para ambos era un asunto peligroso este de las
conciencias libres de intermediarios. Recordemos que los reyes lo eran
"por la gracia de Dios". Tan peligroso era el asunto, que fueron los puritanos británicos los primeros en cortar la cabeza a un rey, más de 100 años antes que los franceses. Desde entonces lo civil y lo eclesiástico han caminado juntos en las celebraciones de la Semana Santa, salvo breves interrupciones.
Es, pues, una tradición con cinco siglos de antigüedad que, como todas, ha ido perdiendo su sentido originario y se ha ido convirtiendo en un festejo popular tan desprovisto de significado político como alejado del mensaje religioso. Las calles de hoy no se llenan mayoritariamente de fervorosos creyentes, seamos realistas, se llenan de turistas que quieren revivir un espectáculo que ancla a su país con una historia de siglos. Quieren desplazarse por unos momentos a otro mundo y a otra época, pero no mostrar sometimiento al poder de la Iglesia. La Semana Santa tiene hoy de demostración de poder eclesiástico lo mismo que Villalar de los Comuneros de celebración de sometimiento a la nobleza castellana.
Es por esta razón por la que a muchos católicos nos la refanfinfla el hecho de que los políticos vayan o no vayan a las procesiones, que la Legión desfile o no, o que la bandera ondee a media asta o permanezca en lo alto de los mástiles. Es solo una tradición. No tiene que ver con lo que nosotros pensamos, sentimos o creemos. Es más, a muchos nos gustaría ver a los políticos más alejados para que las procesiones retomaran algo de su sentido de contemplación del Misterio de la Buena Noticia y que no se redujeran a la celebración a un acto social.
De hecho, muchos políticos católicos no vamos de portaestandartes y nos limitamos a respetar la manera de vivir de los demás. Pero también nosotros creemos que solamente el pueblo puede decidir cómo celebra y cómo vive sus tradiciones y su historia. Los amantes del pueblo y de la libertad podrían simplemente, si tienen el valor suficiente, proponer cuándo se presenten a las próximas elecciones, cómo quieren que sus administraciones nacionales, autonómicas o municipales gestionen o participen en estos eventos. Tan sencillo como eso.
Por mi parte yo acudiré un año más al único acto de la Semana Santa al que procuro no faltar: la vigilia del Sábado Santo. Esa reunión de cobardes asustadizos. Hombres y mujeres esperanzados pero dubitativos. Personas que han creído, pero que también han negado tres veces… o más. Gentes que esperan, juntas y a escondidas, saber si todo era verdad o mentira. Esa celebración en la que la luz se abre paso poco a poco a través de la oscuridad. Así vivimos muchos nuestros días y nuestra fe.
Sin certezas, sin muchas luces, pero con algo de esperanza en que todo esto tenga algún sentido.
Por lo demás me gustaría dejarles con una frase de un italoargentino nacido en Buenos Aires pero residente actualmente en Roma. "Un Estado debe de ser laico. Los estados confesionales habitualmente acaban mal. Va contra la historia", Jorge Mario Bergoglio.
FRANCISCO IGEA ARISQUETA Vía EL CONFIDENCIAL
La Semana Santa hispana, aunque ya existían cofradías antes, tomó impulso durante la contrarreforma como una reacción a la iconoclasta reforma protestante y como manera de contar la pasión a un pueblo mayoritariamente analfabeto. Un pueblo que no leía la Biblia y no entendía el latín de las misas, y que utilizaba la mediación de la madera policromada para entender el mensaje. Mientras los protestantes utilizaban la imprenta y la Biblia como manera personal de relacionarse con el altísimo, desechando la imaginería al tenerla por idolatría, los católicos hispanos se refugiaron en esas imágenes tan vívidas de la Pasión.
Mientras
los protestantes utilizaban la imprenta y la Biblia para relacionarse
con el altísimo, los católicos hispanos se refugiaron en las imágenes
Es, pues, una tradición con cinco siglos de antigüedad que, como todas, ha ido perdiendo su sentido originario y se ha ido convirtiendo en un festejo popular tan desprovisto de significado político como alejado del mensaje religioso. Las calles de hoy no se llenan mayoritariamente de fervorosos creyentes, seamos realistas, se llenan de turistas que quieren revivir un espectáculo que ancla a su país con una historia de siglos. Quieren desplazarse por unos momentos a otro mundo y a otra época, pero no mostrar sometimiento al poder de la Iglesia. La Semana Santa tiene hoy de demostración de poder eclesiástico lo mismo que Villalar de los Comuneros de celebración de sometimiento a la nobleza castellana.
Es por esta razón por la que a muchos católicos nos la refanfinfla el hecho de que los políticos vayan o no vayan a las procesiones, que la Legión desfile o no, o que la bandera ondee a media asta o permanezca en lo alto de los mástiles. Es solo una tradición. No tiene que ver con lo que nosotros pensamos, sentimos o creemos. Es más, a muchos nos gustaría ver a los políticos más alejados para que las procesiones retomaran algo de su sentido de contemplación del Misterio de la Buena Noticia y que no se redujeran a la celebración a un acto social.
De hecho, muchos políticos católicos no vamos de portaestandartes y nos limitamos a respetar la manera de vivir de los demás. Pero también nosotros creemos que solamente el pueblo puede decidir cómo celebra y cómo vive sus tradiciones y su historia. Los amantes del pueblo y de la libertad podrían simplemente, si tienen el valor suficiente, proponer cuándo se presenten a las próximas elecciones, cómo quieren que sus administraciones nacionales, autonómicas o municipales gestionen o participen en estos eventos. Tan sencillo como eso.
A
muchos nos gustaría ver a los políticos más alejados para que las
procesiones retomaran algo de su sentido de contemplación del Misterio
Por mi parte yo acudiré un año más al único acto de la Semana Santa al que procuro no faltar: la vigilia del Sábado Santo. Esa reunión de cobardes asustadizos. Hombres y mujeres esperanzados pero dubitativos. Personas que han creído, pero que también han negado tres veces… o más. Gentes que esperan, juntas y a escondidas, saber si todo era verdad o mentira. Esa celebración en la que la luz se abre paso poco a poco a través de la oscuridad. Así vivimos muchos nuestros días y nuestra fe.
Sin certezas, sin muchas luces, pero con algo de esperanza en que todo esto tenga algún sentido.
Por lo demás me gustaría dejarles con una frase de un italoargentino nacido en Buenos Aires pero residente actualmente en Roma. "Un Estado debe de ser laico. Los estados confesionales habitualmente acaban mal. Va contra la historia", Jorge Mario Bergoglio.
FRANCISCO IGEA ARISQUETA Vía EL CONFIDENCIAL
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