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miércoles, 19 de julio de 2017

40 AÑOS DE FEUDALISMO Y CORRUPCIÓN EN EL DEPORTE ESPAÑOL

Buenos conocedores de la historia aseguran que el cáncer del deporte español, que ahora estalla, tiene su origen en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992

Ilustración: Raúl Arias.
 
En 2008, Ángel María Villar llevaba dos décadas como presidente de la Federación Española de Fútbol y ya era una figura manifiestamente turbia. El entonces presidente Zapatero se comprometió públicamente a sacarlo del sillón. Para ello, el Gobierno dictó una norma que obligaba a convocar elecciones en la federación, con una prohibición de que se presentaran quienes llevaban determinado tiempo en el cargo.
Villar llamó en su auxilio al primo de Zumosol. Joseph Blatter, presidente de la FIFA, se presentó en Madrid y amenazó con expulsar al fútbol español de todas las competiciones internacionales. Era un farol evidente, pero funcionó: el Gobierno socialista se comió su reglamento y Villar, eufórico tras ponerlo de rodillas, proclamó chulescamente: “Llevo 20 años de presidente y si me da la gana seguiré 250 años más”. Hasta hoy.
Aquel episodio es un epítome de los dos males inmemoriales que aquejan al deporte español: el feudalismo en sus estructuras y la corrupción masiva e impune en su funcionamiento. A los que hay que añadir el amparo de unos organismos internacionales del deporte que son mandarinatos igualmente feudales y corruptos y una sociedad narcotizada, a la que solo le interesa que le garanticen su dosis cotidiana de espectáculo y de triunfos, adobada de retórica patriotera.
Buenos conocedores de la historia aseguran que el cáncer del deporte español, que ahora estalla, tiene su origen en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. Aquellos Juegos fueron otorgados en 1986, en una votación urdida por Samaranch, entonces presidente del COI. Coincidió con la época de las grandes transformaciones estructurales en España: todo, desde la sanidad a la educación, pasando por las pensiones, la administración pública, la industria o el sistema financiero, se reformó para adaptarlo a lo que necesita un país democrático y moderno.
La nominación olímpica operó como un paralizante de cualquier cambio en las estructuras oficiales del deporte. Todo se supeditó a la organización del evento. ¿Quién iba a emprender cambios de fondo en la gobernación deportiva cuando había que hacer frente al enorme reto del 92? Gran coartada. El poder omnímodo de Samaranch, una criatura del franquismo que caciqueaba a su antojo en el deporte mundial y en el español, tampoco ayudaba a la renovación.
Los Juegos triunfaron, y después vino un diluvio de éxitos de deportistas españoles, convertidos en estrellas mundiales. Ahí se terminaron las ganas de cualquier Gobierno —si es que alguna vez existieron— de meter mano a las podridas y obsoletas estructuras del deporte.
Sus federaciones son preconstitucionales, sus directivos son zánganos cooptados por sus pares cuya única aspiración es eternizarse en la poltrona
El deporte es el único sector de la vida pública española al que aún no ha llegado la transición democrática. Sus federaciones son preconstitucionales, sus directivos son en su mayoría presumidos zánganos cooptados por sus pares cuya única aspiración es eternizarse en la poltrona, y nada diferencia a este Ángel María Villar de aquel Pablo, Pablito, Pablete que José María García hizo tristemente famoso.
Inmediatamente después vino una riada de dinero. Con la explosión de los derechos de televisión, el deporte de competición se convirtió en un negocio fabuloso que mueve miles de millones. En un contexto de ausencia total de controles y de inhibición de los poderes públicos, floreció la corrupción.
Esto que afecta a todo el deporte se multiplica por 10 en el caso del fútbol, por obvias razones de tamaño. Una federación podrida dirigida por golfos apandadores, clubes arruinados por gestiones temerarias, fichajes fraudulentos, futbolistas multimillonarios que estafan a Hacienda y reciben tratamiento de héroes… El circo continúa y todos felices, pero su patio trasero es un gigantesco estercolero.
El fútbol español —que se alimenta, entre otras cosas, de las quinielas y de subvenciones públicas— ha llegado a acumular una deuda superior a 1.000 millones de euros sin que ningún Gobierno y ningún Parlamento se hayan sentido obligados a exigir responsabilidades. Desde 1977 ha habido 13 secretarios de Estado de Deportes: dos de UCD, cinco del PSOE y seis del PP. Por su ejecutoria, pueden clasificarse en dos grupos: cómplices pasivos y cómplices activos. Unos se han dedicado a disfrutar del cargo viajando por el mundo, forofeando gratis y colgándose las medallas que ganaban los deportistas mientras hacían la vista gorda. Otros decidieron participar del botín, y no les extrañe ver cómo más pronto que tarde alguno de ellos acompañará a Villar en su camino hacia los juzgados.
El fútbol español ha llegado a acumular una deuda superior a 1.000 millones sin que ningún Gobierno se haya sentido obligado a exigir responsabilidades
Para ser justos, hay que hacer una excepción. Entre 2012 y 2016, Miguel Cardenal y un equipo de funcionarios encabezado por Fernando Puig hicieron lo que no había hecho ninguno de sus antecesores: cumplir con su deber de supervisar el funcionamiento y las cuentas del deporte español. Investigaron, abrieron los cajones para encontrar en ellos una montaña de porquería, establecieron una colaboración estrecha con la Fiscalía, sacaron de su modorra a la Agencia Tributaria… Hoy ya no están, pero quienes los quitaron de en medio llegaron tarde, porque la maquinaria policial y judicial se ha puesto en marcha y ya no se detendrá.
Todas las revelaciones a las que hoy asistimos —y las que vendrán— son el fruto de su trabajo. Gracias a él, los presidentes de las tres federaciones más grandes (fútbol, baloncesto y tenis) han sido empapelados y hasta 10 más están siendo investigados por la policía y por la Justicia. Por cierto, hace solo unas semanas, el presidente del Comité Olímpico Español ratificó a Villar en su comité ejecutivo y se congratuló de la defenestración de Cardenal.
La lucha contra la corrupción en el deporte ha despertado. Pero la política aún tiene una asignatura pendiente: hacer que sus estructuras de gobierno atraviesen la barrera del sonido de la democracia, aunque sea con 40 años de retraso. Que salgan del feudalismo. Esa es la tarea del Gobierno y del Parlamento, y descorazona comprobar que ningún partido, ni siquiera los que pretenden representar la nueva política, se anima a dar el paso.
Hasta hoy.
Aquel episodio es un epítome de los dos males inmemoriales que aquejan al deporte español: el feudalismo en sus estructuras y la corrupción masiva e impune en su funcionamiento. A los que hay que añadir el amparo de unos organismos internacionales del deporte que son mandarinatos igualmente feudales y corruptos y una sociedad narcotizada, a la que solo le interesa que le garanticen su dosis cotidiana de espectáculo y de triunfos, adobada de retórica patriotera.
Buenos conocedores de la historia aseguran que el cáncer del deporte español, que ahora estalla, tiene su origen en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. Aquellos Juegos fueron otorgados en 1986, en una votación urdida por Samaranch, entonces presidente del COI. Coincidió con la época de las grandes transformaciones estructurales en España: todo, desde la sanidad a la educación, pasando por las pensiones, la administración pública, la industria o el sistema financiero, se reformó para adaptarlo a lo que necesita un país democrático y moderno.
La nominación olímpica operó como un paralizante de cualquier cambio en las estructuras oficiales del deporte. Todo se supeditó a la organización del evento. ¿Quién iba a emprender cambios de fondo en la gobernación deportiva cuando había que hacer frente al enorme reto del 92? Gran coartada. El poder omnímodo de Samaranch, una criatura del franquismo que caciqueaba a su antojo en el deporte mundial y en el español, tampoco ayudaba a la renovación.
Los Juegos triunfaron, y después vino un diluvio de éxitos de deportistas españoles, convertidos en estrellas mundiales. Ahí se terminaron las ganas de cualquier Gobierno —si es que alguna vez existieron— de meter mano a las podridas y obsoletas estructuras del deporte.
Sus federaciones son preconstitucionales, sus directivos son zánganos cooptados por sus pares cuya única aspiración es eternizarse en la poltrona
El deporte es el único sector de la vida pública española al que aún no ha llegado la transición democrática. Sus federaciones son preconstitucionales, sus directivos son en su mayoría presumidos zánganos cooptados por sus pares cuya única aspiración es eternizarse en la poltrona, y nada diferencia a este Ángel María Villar de aquel Pablo, Pablito, Pablete que José María García hizo tristemente famoso.
Inmediatamente después vino una riada de dinero. Con la explosión de los derechos de televisión, el deporte de competición se convirtió en un negocio fabuloso que mueve miles de millones. En un contexto de ausencia total de controles y de inhibición de los poderes públicos, floreció la corrupción.
Esto que afecta a todo el deporte se multiplica por 10 en el caso del fútbol, por obvias razones de tamaño. Una federación podrida dirigida por golfos apandadores, clubes arruinados por gestiones temerarias, fichajes fraudulentos, futbolistas multimillonarios que estafan a Hacienda y reciben tratamiento de héroes… El circo continúa y todos felices, pero su patio trasero es un gigantesco estercolero.
El fútbol español —que se alimenta, entre otras cosas, de las quinielas y de subvenciones públicas— ha llegado a acumular una deuda superior a 1.000 millones de euros sin que ningún Gobierno y ningún Parlamento se hayan sentido obligados a exigir responsabilidades. Desde 1977 ha habido 13 secretarios de Estado de Deportes: dos de UCD, cinco del PSOE y seis del PP. Por su ejecutoria, pueden clasificarse en dos grupos: cómplices pasivos y cómplices activos. Unos se han dedicado a disfrutar del cargo viajando por el mundo, forofeando gratis y colgándose las medallas que ganaban los deportistas mientras hacían la vista gorda. Otros decidieron participar del botín, y no les extrañe ver cómo más pronto que tarde alguno de ellos acompañará a Villar en su camino hacia los juzgados.
El fútbol español ha llegado a acumular una deuda superior a 1.000 millones sin que ningún Gobierno se haya sentido obligado a exigir responsabilidades
Para ser justos, hay que hacer una excepción. Entre 2012 y 2016, Miguel Cardenal y un equipo de funcionarios encabezado por Fernando Puig hicieron lo que no había hecho ninguno de sus antecesores: cumplir con su deber de supervisar el funcionamiento y las cuentas del deporte español. Investigaron, abrieron los cajones para encontrar en ellos una montaña de porquería, establecieron una colaboración estrecha con la Fiscalía, sacaron de su modorra a la Agencia Tributaria… Hoy ya no están, pero quienes los quitaron de en medio llegaron tarde, porque la maquinaria policial y judicial se ha puesto en marcha y ya no se detendrá.
Todas las revelaciones a las que hoy asistimos —y las que vendrán— son el fruto de su trabajo. Gracias a él, los presidentes de las tres federaciones más grandes (fútbol, baloncesto y tenis) han sido empapelados y hasta 10 más están siendo investigados por la policía y por la Justicia. Por cierto, hace solo unas semanas, el presidente del Comité Olímpico Español ratificó a Villar en su comité ejecutivo y se congratuló de la defenestración de Cardenal.
La lucha contra la corrupción en el deporte ha despertado. Pero la política aún tiene una asignatura pendiente: hacer que sus estructuras de gobierno atraviesen la barrera del sonido de la democracia, aunque sea con 40 años de retraso. Que salgan del feudalismo. Esa es la tarea del Gobierno y del Parlamento, y descorazona comprobar que ningún partido, ni siquiera los que pretenden representar la nueva política, se anima a dar el paso. Es mucho más fácil y más agradecido poner tuits jaleando a Nadal.
Desaparecido el Politburó del PCUS, quedan dos poderes en el mundo mundial que aún funcionan como regalías medievales: el Comité Olímpico Internacional y la Curia vaticana. Yo de mayor quiero estar ahí.

                                                    IGNACIO VARELA  Vía EL CONFIDENCIAL
 

 

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