Miguel Blesa, escoltado por la Policía en los Juzgados de Plaza de Castilla.
EFE
En 2007, hace diez años, había 47 cajas de ahorro operando en España. Hoy solo quedan dos.
Había casi una por provincia. Algunas, como la de Barcelona, tenían
varias. Había tantas y su capilaridad en el territorio era tal que
copaban cerca de la mitad del mercado crediticio, en algunos lugares
incluso más.
Les acompañaba, además, una buena imagen de
marca. Las cajas, a diferencia de los bancos, no hacían lo que hacían
para ganar sucio dinero, sino en beneficio de toda la sociedad. La caja llegaba donde no lo hacía el banco.
Financiaban todo tipo de proyectos, construían viviendas y contaban con
soberbios programas de promoción del arte y la cultura locales. La caja
era el próvido panal en torno al que se arracimaban los intelectuales y
los artistas, los investigadores y los deportistas.
Había televisiones, radios y periódicos locales viviendo casi en exclusiva de la caja
Los medios de comunicación las adoraban. No en
vano gastaban cantidades ingentes de dinero en publicidad y patrocinios.
Había televisiones, radios y periódicos locales viviendo casi en
exclusiva de la caja. Los industriales encontraban la voz amiga que les concedía lo que
otros negaban. Un inagotable manantial de dinero al que todos trataban
de amorrarse. A ser posible de por vida.
Los primeros en hacerlo fueron los partidos
políticos y los sindicatos que, tal y como están concebidos, no son más
que el sección laboral de los propios partidos. Lo tuvieron muy fácil.
La normativa interna de las cajas les abría la puertas de par en par, y
no como clientes, sino como gestores. Pronto las transformaron en su
coto privado.
Los impositores, que en
principio eran sus verdaderos dueños, poco podían hacer al respecto. Las
sucesivas reformas habían ido paulatinamente entregando el poder de
estas entidades a las cúpulas regionales de los partidos políticos.
La nueva política nacida de la Transición era muy costosa y ya se sabe
lo pejigueras que puede llegar a ponerse un banco privado con ciertos
préstamos cuyo retorno es algo más que dudoso.
Las cajas se convirtieron en el brazo financiero del sistema, lo que posteriormente se dio en denominar “la casta”De este modo, las cajas se convirtieron en el brazo financiero del sistema, lo que posteriormente se dio en denominar “la casta”. No se lo podían creer. Aquello era el invento del siglo. Hacían posible lo imposible y, especialmente, lo inviable.
Chuleadas
por políticos de todos los partidos con representación, las cajas
fueron desde los años 80 el premio gordo de todas las administraciones
autonómicas. Lo que un banco no hacía, aunque solo fuese por no vérselas
con los accionistas en la junta anual, era algo común entre los
gestores de las cajas, cuyo nombramiento no se debía a razones técnicas, sino políticas. El control de los mismos también era político luego no había nada que temer.
Solo
así se puede entender la orgía crediticia en la que se metieron durante
los años de la burbuja inmobiliaria. Una insensatez que es atribuible
al cien por cien a quienes las malbarataban desde los despachos
directivos.
En Castilla-La Mancha el socialista Juan Pedro Hernández Moltó arruinó CCM
Miguel Blesa era tan solo uno de ellos pero no el único. En Castilla-La Mancha el socialista Juan Pedro Hernández Moltó arruinó CCM, una entidad constituida en los años 90 por fusión de las cajas de Albacete, Cuenca y Toledo. CCM era la aldea Potemkin del sistema cajero.
Creada y administrada por ellos desde sus orígenes, no tardó en
sumergirse en una ciénaga de politización, incompetencia y despilfarro.
Ídem con Caixa Cataluña y su flamante presidente, Narcís Serra,
que encontró en ella una cómoda y provechosa jubilación tras realizar
valiosos servicios a la patria en calidad de ministro de Defensa y
vicepresidente del Gobierno.
Las cajas, en definitiva, no servían a la sociedad sino a los partidos
y, especialmente, a sus directivos, todos políticos y sindicalistas que
manejaban aquello como si fueran niños de 14 años conduciendo el coche
del vecino. En las cajas todo disparate contable y financiero tuvo
cabida. Se efectuaban operaciones sin cumplir con los procedimientos de
solvencia, se concedían créditos millonarios a todo aquel que contase
con los avales políticos adecuados y se embarcaban en proyectos de
rentabilidad económica improbable pero de altísima rentabilidad
política.
Las cajas eran suyas. Nos lo hacían saber asignándose salarios estratosféricos
muy por encima de los de la industria o asegurándose jubilaciones
doradas mediante indemnizaciones y blindajes imposibles de ver hasta en
las cotizadas más valiosas del Ibex, todas grandes corporaciones con
facturaciones elevadas y presencia global.
El expolio era tan evidente, tan desvergonzado, que solo gracias a que anegaban con dinero los medios de comunicación pudo mantenerse tantos años
El expolio era tan evidente, tan desvergonzado,
que solo gracias a que anegaban con dinero los medios de comunicación
pudo mantenerse tantos años. A eso y al sistemático falseamiento de las
cuentas tolerado por el Banco de España, que durante muchos años hizo del mirar hacia otro lado su deporte predilecto.
Todo
fue como la seda hasta que el maná de dinero fácil se secó abruptamente
en 2008. Afloró entonces toda la podredumbre acumulada durante dos
décadas en la sentina del barco. Pero aquello era ya una locomotora
circulando a toda máquina que no podía detenerse. Al contrario, aceleraron el paso colocando en el mercado productos de riesgo
como swaps hipotecarios, obligaciones subordinadas y participaciones
preferentes. En algunos casos incluso de un modo fraudulento, como
cuando la Caja de Ahorros del Mediterráneo emitió deuda subordinada y preferentes con información ficticia.
Lo
que empezó como asalto terminó como estafa. Nadie, o casi, ha
respondido por ella. En política los errores salen gratis por muchas
víctimas que hayan dejado en el camino. El político culmina su labor,
generalmente destructiva, y se va a su casa sabedor de que nunca se le
pedirán cuentas.
El desastre, anunciado mil veces, al final se produjo sin que hayamos extraído las enseñanzas oportunas
Blesa fue, de hecho, de los pocos que pagaron por la fechoría. Él y sus compinches de Caja Madrid, cuyas andanzas a lomos de una tarjeta Black
terminaron siendo conocidas por todos. Sus respectivos partidos los
entregaron como víctimas sacrificiales para apaciguar al populacho. La
ira de los 40.000 millones que costó sanear
aquel desaguisado cayó sobre Blesa, que era solo uno de los muchos que
durante los años de ladrillo y caja se hicieron de oro, primero a costa
de los impositores y luego de los contribuyentes.
¿Quedaba
otra posibilidad? Desgraciadamente no. La banca pública entendida como
banca política siempre y en toda circunstancia acaba así por una
cuestión de incentivos y riesgos. ¿Cómo se va a comportar alguien que no arriesga nada y cuyos fines son seguir en el poder?
FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA Vía VOZ PÓPULI
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