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domingo, 16 de julio de 2017
COMISIONES DE INVESTIGACIÓN: EL JUEGO DE LOS IDIOTAS
Las comisiones de investigación se
han convertido en un mal sainete. La política y la democracia se
desprestigian cuando las reuniones acaban siendo un espectáculo
El extesorero del PP Luis Bárcenas en el Congreso durante su comparecencia en la comisión de investigación. (EFE)
Pocas cosas hay tan absurdas en el sistema parlamentario español como las comisiones de investigación.
Y no porque sean un instrumento inútil en la función de control del
Legislativo. Al contrario. Las democracias más consolidadas cuentan con
órganos similares capaces de proporcionar luz
sobre sucesos oscuros que los gobiernos tienden a silenciar. Las
comisiones de investigación, en este sentido, son un ejercicio de transparencia que cualquier parlamento digno de tal nombre debe colocar en su frontispicio.
Cosa muy distinta es cuando se crea una comisión de investigación no para saber lo que sucedió, sino exclusivamente para atacar al adversario político, lo cual tiene más que ver con el filibusterismo
parlamentario que con una labor destinada a buscar la verdad. O, al
menos, la verdad parlamentaria, que no necesariamente tiene que
coincidir con la verdad judicial.
El Parlamento, de acuerdo con la separación de poderes,
siempre está legitimado para investigar, aunque haya un proceso
judicial en marcha, toda vez que su ámbito de actuación –el ámbito
político– es de naturaleza distinta. Y lo mismo que los tribunales no
deben hacer enjuiciamientos políticos, las cámaras tampoco son un órgano jurisdiccional.
En
España, sin embargo, y por la gresca política, se ha optado por la
idiotez en el sentido etimológico del término. Un idiota es alguien que
se preocupa solo de los asuntos privados –lo que le conviene a su
partido– y no de los asuntos públicos –lo que le conviene al interés general–.
Y
hoy las comisiones de investigación no son más que un coste para el
contribuyente y una pérdida de tiempo para los parlamentarios, que, en
lugar de dedicarse a hacer mejores leyes y controlar al Gobierno,
pierden el tiempo convirtiendo las cámaras legislativas en un mal sainete
de reproches mutuos. Desoyendo, precisamente, el mandato
constitucional, que deja bien claro que el objeto de las comisiones es
investigar cualquier asunto de “interés público”, no privado.
En España, sin embargo, y por la gresca política, se ha optado por la idiotez en el sentido etimológico del término
No
sería un drama si no fuera porque lo que está en juego es el prestigio
de la política. Un asunto cada vez más relevante en tiempos en los que
la demagogia barata y el populismo se imponen. Y cualquier ciudadano que
los días pasados haya tenido la oportunidad de escuchar los debates en
las comisiones de investigación se quedaría horrorizado del nivel intelectual
de la mayoría de sus representantes (afortunadamente, no todos), que
convierten en una tertulia la acción parlamentaria.
No solo ellos,
algunos de los comparecientes rezuman chulería y zafiedad (Bárcenas), malas artes (Naseiro) o escaso respeto al decoro (Sanchís).
“Tengo una comida a las dos, dense prisa con sus preguntas”, llegó a
decir el extesorero del PP sin que el presidente de la comisión, el diputado 176 (muy diligente para pedir dinero, pero torpe para hacer bien su trabajo), se lo recriminara.
Rufián y Cantó
Sin contar el matonismo de sujetos como el diputadoRufián, que representa lo peor del parlamentarismo, o las indocumentadas intervenciones del diputado Cantó, cuya impericia parlamentaria –pese a que lleva ya años en la Cámara– es manifiesta.
El
resultado de todo ello es que el Parlamento pierde una de sus
funciones, lo cual solo refleja la baja calidad de la institución
central en cualquier sistema democrático. Si los propios parlamentarios
–que son quienes deben legislar sobre el funcionamiento de las comisiones de investigación–
no son capaces de respetarse a sí mismos, es difícil que tengan la
credibilidad suficiente para pedir a los ciudadanos que acudan a las
urnas.
La existencia de listas electorales cerradas, en la que el parlamentario es un simple instrumento
de las élites de los partidos, solo hace agravar el problema. Si los
diputados no buscan la verdad, se convierten en marionetas, lo cual no
solo es un insulto a la inteligencia, sino que, además,
adultera el sistema democrático. Va siendo hora de que los diputados se
respeten a sí mismos teniendo voz propia y no actuando como simples
emisarios del poder de su partido.
Se investiga no para satisfacer
una necesidad malsana o para husmear en las vidas privadas, sino para
que no se vuelvan a cometer los mismos errores (de ahí que la clave sean
las conclusiones) y, sobre todo, para que los ciudadanos sepan lo que
ha sucedido. Entre otras cosas, porque en última instancia su voto
dependerá de la información que obre en su poder.
La
existencia de listas electorales cerradas, en la que el parlamentario
es un simple instrumento de las élites de los partidos, agrava el
problema
De ahí que, como muchos constitucionalistas han señalado, su creación no deba depender de mayorías mecánicas,
sino de criterios de naturaleza política que tienen que ver con el
interés general. De otra forma, un partido con mayoría absoluta en ambas
cámaras siempre podría vetar la constitución de alguna comisión que le
perjudique. Es por eso, como han apuntado muchos juristas, que las
comisiones deben ser instrumentos de control al servicio de la minoría,
no de la mayoría.
Hacer lo contrario, como ha hecho el PP en el Senado, es un fraude de ley.
La
importancia política de las comisiones de investigación no es
desdeñable, como a veces se quiere dar a entender. Y, de hecho, la
propia Constitución –por primera vez en nuestro sistema constitucional–
ampara su existencia, lo que da idea de que no se trata de un asunto
baladí. Y en este sentido, bien haría el Congreso –el Senado en su
configuración actual continúa siendo una institución inútil– en dotar de fuerza política a las comisiones de investigación.
Incluso,
obligando a que los presidentes sean ciudadanos respetables y con la
autoridad suficiente ajenos al parlamento para racionalizar los trabajos
desde el rigor y no desde la memez, como sucede actualmente. Solo hay
que imitar a algunas legislaciones de nuestro entorno, donde la función de control del Gobierno es inherente al sistema político. Hacer lo contrario es perder tiempo y dinero.
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