La descomposición de la política. EFE / Etienne Laurent
La política, como ha recordado recientemente Javier Fernández en un hermoso discurso, conduce frecuentemente a la decepción, pero, habitualmente, ese balance, casi unánime en el plano individual, puede compensarse con otra clase de logros en el plano colectivo, en especial cuando la política sirve, como debiera, como cauce de una convivencia civil soportable. Por ese carácter defectivo, la política está siempre en el alero, al albur de la insatisfacción de aquellos que le demandan el logro del Paraíso. Siempre existirán los insatisfechos, son un mal necesario, pero el problema aparece cuando la insatisfacción vive de equívocos, de falsas esperanzas: la experiencia demuestra de manera insistente que no existe un método eficaz contra las demandas absurdas, pero el problema es que vivimos en un momento en que la distinción entre lo que es razonable y lo que es delirante se está viendo seriamente comprometida al socaire de una convicción demasiado extendida sobre que nada es ya lo que era.
En cualquier caso, el mundo entero vive uno de esos momentos en el que es raro que se pueda hacer elogio alguno de las políticas en curso, especialmente porque da la sensación de que la política ha perdido su sentido, se está viendo desbordada de muchas maneras y desde diversos frentes, y eso es algo que no comprendemos demasiado bien si simplemente lo consideramos como populismo. Al comienzo de su Lógica, Hegel llama la atención sobre lo extraño que resulta que un pueblo se haga insensible a lo que han sido sus hábitos o sus creencias, pero ahora nos encontramos con un mundo en el que la política misma parece haber perdido su espacio propio, en que resulta muy difícil distinguir lo meramente fongido de lo que en verdad procede.
El tamaño y la escasez
La política ha estado siempre definida por un doble anclaje, el del espacio y el de la escasez, pero ahora creemos vivir en un mundo sin fronteras y en la sociedad de la abundancia, un raudal de bienes que existe o se exige, aunque pertenezca aún al reino de la quimera. Los políticos viven de prometer, y por eso se acaban condenando al fracaso. Ante muchos problemas, los Estados se han quedado chicos, y resultan ridículos, por ejemplo, los gestos de Macron en los salones de Versalles que no puede ser ya otra cosa que un parque temático. A muchos efectos los Estados son poco más que ayuntamientos, que entidades locales, pero sus líderes tardan en asumirlo.
Inglaterra, por poner otro ejemplo, se ha metido en un berenjenal con el Brexit, un proceso inspirado en una leyenda, y trata de aliviarlo organizando una película con nuestros Reyes, como si Inglaterra y España estuviesen todavía en el siglo XVIII, pero el couché tendrá que rendirse ante la dura realidad de las cuentas pendientes con Europa.
Como la escasez ha disminuido y vivimos en la abundancia, el deseo sin restricciones se ha convertido en la única norma válida para las muchedumbres. Pero esa misma demanda continuada y creciente crea su propia escasez, genera su descontento, un clima moral en el que todos acaban por exigir el final de cualquier clase de males, cuando en nombre de la libertad, muy paradójicamente, se trata de imponer la norma de la que nadie podrá abstenerse.
Cuando el papa Francisco, por ejemplo, pide la apertura incondicional de Europa a los menesterosos se ha convertido en una criatura más que cree en los milagros, pero no en los de la fe sino en los de cierta política imaginaria, como muy crudamente le ha reprochado el expresidente del Senado Marcello Pera en Italia, lo que no sería sino otra manera de negar la política por lo que siempre se le ha contrapuesto, la pureza e integridad del ideal, lo que olvida de forma negligente que la política no es mera palabra, sino acción, iniciativa posible, pacto, convivencia frente a guerra abierta, arreglo con quienes se nos oponen y cuya libertad les llevará a poder hacer cosas que no nos gusten.
El fin de la historia
Hace sólo 25 años cuando Fukuyama escribió El fin de la Historia, afirmaba que la disolución del bloque comunista iba a suponer el triunfo definitivo de la democracia liberal, el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, porque la economía lograría satisfacer nuestras demandas de reconocimiento sin necesidad de batallas. Se le escapaban, me parece, algunos detalles de interés y, en todo caso, el mundo no parece haber apostado por adaptarse a sus predicciones. Las democracias mismas aparecen desorientadas, incapaces de sobreponerse a convulsiones internas, a demandas sin seso, prisioneras de muchedumbres desconcertadas y descontentas, capaces de aplicar soluciones que empeorarían infinitamente los problemas, pero que tienen la virtud aparente de satisfacer unas exigencias supuestamente irrenunciables, de identidad, de género, de igualdad y de diversidad, sin reparar para nada en que puedan resultar directamente contrarias.
La economía, por su parte, tampoco la ha hecho demasiado bien, entre otras cosas porque no se puede librar de las cadenas políticas, así que en lugar de más libertad y prosperidad parece que hayamos de vivir en un panorama de ruina moral y deslegitimación, ese diagnóstico que acaba haciendo posibles los esperpentos políticos que tanto abundan. Como ya lo vio Tocqueville, la pasión por la igualdad acaba ahogando las libertades y haciendo imposible, es decir, extremadamente difícil, la política misma, porque la perversión del deseo conduce a la pasión de impedir y de obligar.
El panorama español
Si esa es la situación en el mundo, desde Inglaterra y Francia hasta los EE. UU., el caso español presenta algunas dificultades adicionales debido al empeño en la mezquindad en que gustan afincarse las diversas fuerzas políticas, enteramente ayunas de cualquier plan que no sea la extensión de sus poderes a costa de lo que fuere. Lo que llamamos nuestra política suele reducirse a una repetición ad nauseam de las mismas consignas, de los mismos estímulos, lo que no impide que algunos se atrevan a hablar de nueva política, una expresión ya más que centenaria, por cierto.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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