"El capitalismo, en alianza con sus mamporreros marxistas, había logrado desintegrar las estructuras tradicionales de autoridad que conformaban la comunidad política, dejando a las gentes huérfanas y desposeídas de vínculos, convertidas en una masa amorfa ensimismada en sus genitales."
Juan Manuel de Prada
Para los años setenta, la izquierda se
había convertido en una caricatura degradada: absolutamente incapaz de
hacer mella en las relaciones de producción capitalistas, plenamente
integrada en regímenes políticos que le permitían disfrutar opíparamente
del poder, sus líderes amparaban leyes cada vez más lesivas para los
trabajadores. Es en este contexto cuando la plutocracia antinatalista
lanza un último cebo que resultará extraordinariamente eficaz para sus
fines.
Durante los años sesenta, las reivindicaciones de diversos grupos étnicos (v.gr. los negros de Estados Unidos) habían obtenido unos resultados que, apenas unos años antes, hubiesen resultado inimaginables. Enseguida la plutocracia antinatalista descubrió que, si lograba utilizar estos movimientos para exaltar el aborto, así como preferencias sexuales excéntricas, podrían matar dos pájaros de un tiro: por un lado, quebrarían la solidaridad de los trabajadores, entreteniéndolos en reivindicaciones que causarían una división creciente entre sus filas; por otro lado, podrían hacer avanzar su lucha contra la procreación, asociándola a movimientos que, además, los Estados financiarían, para que no los acusasen de “discriminación”. Era un método bueno, bonito y barato de conseguir sus fines antinatalistas; y, por supuesto, para ponerlo en marcha recurrieron a su tonto útil predilecto, la izquierda post-marxista y cipaya, traidora y pancista.
El capitalismo, en alianza con sus mamporreros marxistas, había logrado desintegrar las estructuras tradicionales de autoridad que conformaban la comunidad política, dejando a las gentes huérfanas y desposeídas de vínculos, convertidas en una masa amorfa ensimismada en sus genitales. Mediante estas “políticas de identidad”, se podía sobornar a esa masa amorfa con caramelitos muy apetitosos –discriminación positiva, cuotas laborales, “ampliación de derechos”, quirófanos gratis, etcétera– que estimularían la formación de diversos grupúsculos identitarios, ávidos de privilegios. Así se logró hacer añicos la tradición solidaria y universalista del marxismo originario.
Durante los años sesenta, las reivindicaciones de diversos grupos étnicos (v.gr. los negros de Estados Unidos) habían obtenido unos resultados que, apenas unos años antes, hubiesen resultado inimaginables. Enseguida la plutocracia antinatalista descubrió que, si lograba utilizar estos movimientos para exaltar el aborto, así como preferencias sexuales excéntricas, podrían matar dos pájaros de un tiro: por un lado, quebrarían la solidaridad de los trabajadores, entreteniéndolos en reivindicaciones que causarían una división creciente entre sus filas; por otro lado, podrían hacer avanzar su lucha contra la procreación, asociándola a movimientos que, además, los Estados financiarían, para que no los acusasen de “discriminación”. Era un método bueno, bonito y barato de conseguir sus fines antinatalistas; y, por supuesto, para ponerlo en marcha recurrieron a su tonto útil predilecto, la izquierda post-marxista y cipaya, traidora y pancista.
El capitalismo, en alianza con sus mamporreros marxistas, había logrado desintegrar las estructuras tradicionales de autoridad que conformaban la comunidad política, dejando a las gentes huérfanas y desposeídas de vínculos, convertidas en una masa amorfa ensimismada en sus genitales. Mediante estas “políticas de identidad”, se podía sobornar a esa masa amorfa con caramelitos muy apetitosos –discriminación positiva, cuotas laborales, “ampliación de derechos”, quirófanos gratis, etcétera– que estimularían la formación de diversos grupúsculos identitarios, ávidos de privilegios. Así se logró hacer añicos la tradición solidaria y universalista del marxismo originario.
La izquierda, desde entonces, se
convertiría en un mosaico de intereses minoritarios, definidos por la
pertenencia a una raza, por la preferencia sexual o la adscripción
(cambiante) a tal o cual “género”. Estos grupúsculos se mantienen
frágilmente unidos mientras existe un enemigo común real o ficticio (por
ejemplo, una Iglesia católica cada vez más eclipsada); pero siembran la
cizaña, arrastrados por sus intereses egoístas nunca suficientemente
satisfechos, cuando ese enemigo desaparece, favoreciendo el triunfo de
un capitalismo globalizado e inexpugnable (entre otras razones, porque
los marxistas traidores dejaron de combatirlo, ocupados en halagar la
bragueta de sus adeptos). Las políticas de identidad (feminismos,
homosexualismos, ideologías de género, etcétera) desactivan por completo
la vieja “lucha de clases”, atomizándola en un enjambre de luchas
sectoriales y dejando a las personas a merced de su sexualidad
polimorfa, que exige la satisfacción de caprichos cada vez más
estrambóticos y su conversión en “derechos civiles”. Así se alcanza la
apoteosis de esa religión que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe
la fecundidad.
Y esos trabajadores traicionados por la izquierda, mientras disfrutan de pornografía gratuita, mientras abortan a mansalva o se cambian de sexo, mientras permiten que sus escasos hijos sean envilecidos con las formas más corruptoras de propaganda, se conforman con salarios cada vez más birriosos. La anarquía moral, como nos enseñaba Belloc, es siempre muy provechosa para los ricos y los codiciosos.
Y esos trabajadores traicionados por la izquierda, mientras disfrutan de pornografía gratuita, mientras abortan a mansalva o se cambian de sexo, mientras permiten que sus escasos hijos sean envilecidos con las formas más corruptoras de propaganda, se conforman con salarios cada vez más birriosos. La anarquía moral, como nos enseñaba Belloc, es siempre muy provechosa para los ricos y los codiciosos.
JUAN MANUEL DE PRADA Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
Publicado en ABC el 17 de julio de 2017.
Publicado en ABC el 17 de julio de 2017.
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