Cataluña y el ridículo político. EFE
Es ridículo lo que produce risa, pero la risa puede deberse a muchas causas, no todas graciosas. La política debiera ser, en principio, un ámbito en el que lo ridículo no tuviese cabida, un asunto serio y genéricamente discreto en el que los agentes negocian y deciden lo que conviene a los más, pero en los tiempos que corren se ha hecho excesivamente importante la dimensión espectacular de lo público, fruto, sin duda, de la impronta de los totalitarismos que han buscado anular la política y sustituirla por los espectáculos de masas, por una imaginería en la que un todos imaginario anula completamente lo individual, lo singular, y, entre otras cosas, el derecho a discrepar.
Cuando la política decae y se deja en manos de farsantes y totalitarios todo se convierte en espectáculo, en representación, en eventos que sustituyen con presunta ventaja la capacidad ciudadana de decidir, que ocultan e impiden la verdadera representación de la pluralidad en que siempre consisten las democracias. Maduro, Kim Jong-un, y hasta Trump, en más de una ocasión, saben bastante del caso, un asunto en que Goebbels y Hitler fueron los auténticos maestros.
La escenografía catalana
Los separatistas catalanes decidieron, hace ya tiempo, que su única vía de salida era precisamente el espectáculo, una serie continuada de apariciones teatrales enteramente al margen de los cauces políticos ordinarios. A poco que se analice esa conducta se verá que asume dos supuestos muy discutibles: el primero, que la afirmación de la voluntad política se puede fundar en imágenes, y el segundo que se espera que esa serie de eventos teatrales culmine con algún hecho que permita el salto de la ficción sostenida a una realidad dramática, en plata, que algo o alguien rebase el ámbito de lo ficticio y lo convierta en un drama real, que la casualidad venga en auxilio de la superchería. Por loco que pueda parecer, el planteamiento no es del todo absurdo, porque cuando se insiste en presentar una Cataluña oprimida, privada de su identidad, sometida a saqueo, deseosa de una libertad sin atadura alguna, es fácil que alguno de los abducidos por el relato fantástico de la secesión trata de romper el nudo gordiano y prenda la mecha de la revolución, como también sería fácil que alguien perdiese los nervios harto de soportar tanta mojiganga.
Del derecho a decidir a la secesión automática
La retórica separatista se convulsiona ante la inminencia de una fecha no menos mágica que cualquiera de los discursos previos. De reivindicar un quimérico y brumoso derecho a decidir se está pasando a declarar la independencia sin censo, sin urnas, sin participación, sin garantías, sin ninguna especie clara de respaldo legal ni de mayoría política. El mítico proceso en que se inscribe el cambio es un auto singular, un sainete sin libreto previo, que se escribe a medida que se ejecuta, un auténtico happening, aunque la participación del público sea todo menos general y entusiástica.
No olvidemos que se trata de una invención, de algo nuevo, ridículo, pero enteramente inédito. Las secesiones que en el mundo han sido se han hecho o por acuerdo entre las partes, o por las bravas, con violencia, naturalmente, pero nuestros secesionistas son muy creativos, quieren inventar un modelo nuevo, una secesión surrealista, daliniana, sin acuerdo y sin sangre, por el mero afirmar su existencia, pero con efectos supuestamente reales. Nadie ha estudiado qué pasaría después, pero tomarse en serio esa clase de cuestiones representaría una traición al método elegido, a la imaginación, y eso es algo a lo que no pueden renunciar quienes han supuesto que no hay otra realidad que la que crea su palabra.
En este escenario las leyes pueden ser secretas, las urnas virtuales, los censos imprecisos, los controles brumosos, todo da igual porque lo único que importa es el resultado y ese está fuera de cualquier discusión. Ha acertado Rajoy al calificar de autoritario este procedimiento, pero hay que reconocer que se trata de un autoritarismo, una vez más, de género único, un autoritarismo sin poder y sin brazo que pueda ejecutar sus dictados, más allá de la pura imaginación, pero, si el Estado vacilase, la ficción podría convertirse en una ruina nada imaginaria.
El difícil papel del Gobierno en defensa del Estado
Los ciudadanos podemos considerar ridículo todo lo que dicen y hacen Puigdemont y comparsa, pero el Gobierno no puede limitarse a contener educadamente la risa. Todo lo que está pasando se ha hecho posible porque desde 1977, se viene considerando que es tolerable ceder en algunas cosas esenciales a ver si los nacionalistas catalanes acaban dándose por satisfechos. Es evidente que esa estrategia ha fracasado, y que haber tolerado que se incumplan leyes o que se haga mofa y befa de los tribunales no ha servido para nada. Ahora estamos ante un momento y una situación que, por surrealistas que sean, no permiten mirar hacia otro lado. El Gobierno, con el mayor de los apoyos posibles, no puede considerar optativa la aplicación de la ley, porque, como ha dicho recientemente Aznar, han dado una patada a la mesa en que cupiere negociar. El papel del Gobierno puede ser difícil, pero su responsabilidad es insoslayable, porque la independencia de Cataluña es un imposible real y cumple poner en su sitio a todo aquel que pretenda darla por hecha, con los medios que fuere, sin vacilaciones, sin ignorar la magnitud del desafío presente, sin dudas ni salidas de tono.
No está en juego únicamente la unidad de España, está también en juego el respeto a la ley y a los procesos constitucionales como garantía de nuestra libertad colectiva y de nuestra paz civil. Tal vez se pueda soportar que la independencia se anuncie en un escenario, pero las instituciones catalanas que den vida a cualquier afirmación de ese tipo en un soporte oficial no deben permanecer en píe ni un minuto, sea cual sea la vía que se escoja para ponerlas en su sitio. El ridículo no puede convertirse en norma, y el artículo 155, y unos cuantos más, también forma parte de la Constitución, como acaba de recordarnos Felipe González.
Pedro Sánchez y la oposición
Los políticos no pueden escoger el escenario en el que entran en acción, eso sería demasiado fácil. Pedro Sánchez deberá dejar de hacer pompas de jabón con las palabras y poner píes en pared para detener en seco cualquier intentona secesionista, sin caer en el estúpido error de echar la culpa a los separadores. Y con Sánchez, los demás: todos han de aprender que en política no vale todo, y que, frente a una ridícula intentona de secesión, ante un separatismo de opereta, hay que tener la misma firmeza y claridad de propósito que se tendría contra cualquier acción que atentase al interés común de la libertad y la prosperidad de todos. No se puede jugar a nada con los que rompen la baraja, y, aclarado esto, siempre volverá la hora de la política que nunca está de más y jamás debiera confundirse con las manera ridículas y totalitarias de quienes no entienden que, además de ellos, también existimos todos los demás.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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