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jueves, 14 de diciembre de 2017
EL INDEPENDENTISMO INFAME
La infamia, el juego sucio, la
manipulación, la agitación, los insultos y la desinformación son los
elementos fundamentales de una buena estrategia en política
Manifestación independentista en Barcelona. (Reuters)
El independentismo catalán ha descubierto que la infamia es una de las técnicas de debate más efectivas
de la política. Saben que los tiempos están para estas prácticas
extremas, como defiende el gurú norteamericano del juego sucio, Roger Stone, el artífice de la campaña de Donald Trump
a la presidencia de los Estados Unidos. “Es mejor ser un infame que no
ser conocido”, dice el tipo con su pinta de dandi neoyorquino en un
recomendable documental de Netflix.
La infamia, el juego sucio, la
manipulación, la agitación, los insultos y la desinformación son los
elementos fundamentales de una buena estrategia en política. Es evidente
que ninguna de esas artimañas son nuevas, pero lo que tienen claro es
que es ahora cuando adquieren más notoriedad, más repercusión social,
más eficacia. Roger Stone solo tiene que señalar a Trump
para ponerlo como prueba, su mejor obra desde que empezó a asesorar a
Nixon y cayó con él en el Watergate. Ahora, se contempla la trayectoria
del independentismo catalán y se comprueba que son hijos de la misma
filosofía de la política negativa. También Puigdemont lo sabe,
que es preferible la infamia y la provocación. Y lo sabe Junqueras,
Marta Rovira, Anna Gabriel o Carles Riera. Todos actúan en la misma
dirección.
Si se observa la campaña del independentismo con
cierta perspectiva, desde que se produjo la rebelión de octubre, se
comprobará que existe una aplicación rigurosa y sistemática de esta
estrategia. Podemos señalar tres identidades: insultos y
descalificaciones groseras al adversario, desconfianza en las
instituciones y en el funcionamiento del propio sistema democrático y
miedo ante la existencia de una amenaza violenta. Sin necesidad si
quiera de recordar que también en la campaña de Trump estuvo presente Julian Assange, ese personaje siniestro que agitó las redes sociales
en los días previos a la rebelión catalana, cada mensaje que se va
lanzando desde el independentismo martillea en uno de esos tres
objetivos, igual que ocurrió en Estados Unidos.
El miedo,
por ejemplo. La amenaza en el caso de Donald Trump se configuró con los
inmigrantes mexicanos, cuando los presentaba ante los ciudadanos como
peligrosos delincuentes que llegaban a Estados Unidos a asesinar, violar
y traficar. Para el independentismo catalán, lo que amenaza la
seguridad de los catalanes es el Estado español, una oscura y peligrosa maquinaria de represión y violencia. Lo dijo Marta Rovira,
de ERC, y después lo ratificaron varios portavoces más, de distintos
partidos: Si no hubo independencia en Cataluña fue porque el Estado
español amenazó con "muertos en la calle", "sangre" y "violencia
extrema".
“El Estado español había preparado una oleada de durísima represión, de violencia contra Cataluña”, dijo también el propio Puigdemont desde su lugar de espantada europea, y el candidato de la CUP, Carles Riera,
añadió por su lado que se trataba de un plan diseñado por los servicios
de inteligencia en colaboración con grupos armados de extrema derecha.
Todo esto, obviamente, se afirma sin aportar más prueba que la de que se
trata de algo “de lo que se tiene constancia desde hace mucho tiempo”, y
en el mismo párrafo en el que, a continuación, se reseña que el
independentismo es “pacífico y democrático”.
Para los insultos y la mofa del adversario,
existe una desconsideración general, extensible a todos, y una
particular, que se recrea en los aspectos más nauseabundos. La
desconsideración general es la calificación de franquista o fascista a
todo aquel que censure o, simplemente, no aplauda al independentismo.
Para la descalificación particular y grosera, vale cualquiera. Así, un
día, alguno de ellos lanza una pedrada contra Inés Arrimadas, y la llama “mala puta”,
con la confianza de que siempre encontrará un público complacido o, por
lo menos, reactivado con esa adrenalina del escupitajo con pocos
caracteres en las redes sociales. Lo mismo que unos días antes, otro
tipo lanza un tuit homófobo de “esfínteres dilatados” para reírse de Miquel Iceta.
Es exactamente lo mismo que ocurrió con Donald Trump y su ‘creador’, Roger Stone cuando insultaban y se reían a diario de Hillary Clinton.
“Esa asquerosa”, se le llegó a escapar un día en uno de los debate
presidenciales, mientras que su asesor distribuía camisetas con una
caricatura de Hillary Clinton
en prisión. A una presentadora de Fox News que se lo recriminó, también
acabó Trump escupiéndole: “Podías ver cómo le salía sangre de los ojos,
salía sangre de ella por todas partes”, le dijo para mofarse de su
menstruación. Tan elemental, tal salvaje, tan grosero como todo lo que salía de su boca porque se trataba sólo de eso.
El tercer objetivo ataca directamente al sistema.
La compaña de Trump estaba construida contra el sistema y contra las
élites del poder norteamericano, tanto de los republicanos como de los
demócratas, lo cual no dejaba de llamar la atención tratándose de un
magnate que utilizaba discursos de antisistema.
El
cuestionamiento de la democracia española, el intento de descrédito
internacional, es un insulto a todos ciudadanos españoles, los catalanes
primero
En el caso del independentismo catalán, el
discurso antisistema se construye de forma más agresiva porque lo que
pretende, lo que va propagando, es la difamación de la democracia española
y del propio Estado de Derecho. Eso será, de hecho, lo que seguiremos
escuchando hasta el mismo día de las elecciones: ante lo incierto del
resultado, se trata de generar un ambiente de desconfianza previa. Lo
acaba de decir Junqueras desde la cárcel, en su carta a
Rajoy: “El 21 de diciembre volveremos a votar. Le emplazo a aceptar el
resultado, a respetarlo, a implementarlo de mutuo acuerdo. Sin porrazos,
esta vez”. Lo mismo dice el candidato de la CUP cuando afirma que
confía "poco en las garantías del 21-D" porque en España "el franquismo sigue vivo".
De todos los insultos y descalificaciones, sin duda esta es la infamia
más grave, la que más tendría que irritarnos como sociedad que, por
primera vez en la historia, ha gozado de un periodo de paz en
democracia, de progreso en libertad.
El cuestionamiento de la democracia española, el persistente intento de descrédito internacional, es un insulto a todos ciudadanos españoles,
los catalanes primero. Vivimos en una democracia consolidada, guiada
por un sólido Estado de Derecho, en un poderoso entorno de confianza y
de apoyo, que siempre acabará imponiéndose. Pero eso no evita el
desconcierto de saber que si existe en Cataluña una estrategia de la
infamia es porque los infames saben que puede resultarles rentable.
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