Por
fortuna quedó un hilillo de sensatez que se coló en el artículo 2º de
la Constitución reconociendo que la única soberanía de la Nación
española era el fundamento, pero los separatistas con apariencia de
hombre de Estado apostaron a que esa retórica acabaría siendo poco freno
a sus planes, a su intención de trocear implacablemente la unidad
nacional en su exclusivo provecho. Creo sinceramente que algunos de los padres del texto constitucional nunca pensaron en que fuese posible tamaña deslealtad,
pero se equivocaban, y la prueba de ese error es la pesadilla que nos
acompaña desde hace meses, que nos hemos visto obligados a poner en la
balanza la unidad de la patria común y el capricho grotesco de un payaso
con pretensiones.
La Nación no se toca, y se debe proteger
Hace
falta ser muy tonto para no percibir tras la vibrante y espontánea
movilización de los ciudadanos en defensa del orden constitucional una
rotunda negativa a confundir la unidad nacional, y, con ella, el
patriotismo y la solidaridad, con la satisfacción de los planes de
ruptura de unos separatistas envalentonados por la tibieza del Gobierno,
y apoyados en una concepción supremacista
de su supuesta diferencia, esa clase imaginariamente superior de
personajillos capaces de quejarse de que la comida en las cárceles
españolas “produce flatulencia”.
Hay un clamor popular que sí quiere reformar la
Constitución, pero para aclarar de una buena vez lo que quedó entre
brumas en el texto del 78, y para hacerlo a la vista de todo
La moraleja del levantamiento popular es tan
obvia que resulta especialmente doloroso constatar que una mayoría de
políticos trata de seguir en plan BAU, business as usual,
a lo suyo (como Rajoy que dice volverá a presentarse porque “no ha
hecho nada malo”), sin darse cuenta de que hay un clamor popular que sí
quiere reformar la Constitución, pero para aclarar de una buena vez lo
que quedó entre brumas en el texto del 78, y para hacerlo a la vista de
todos, sin temor alguno a definir con claridad lo que puede parecer pura
retórica en el texto de hace cuatro décadas: que el principio de autonomía está subordinado al interés nacional,
y que eso no es lo que ha venido sucediendo hasta la fecha, como lo
prueba el que tengamos 17 entes que reprochan a todos los demás, en
distintos tonos, pero con idéntica melodía, supuestos abusos y agravios
de todo tipo, cosa que evidentemente constituye un disparate lógico, y
debería suponer un certificado inmediato de incapacidad política.
La magia y el truco
El que
la democracia nos haya llegado “de la ley a la ley”, ha supuesto ciertas
ventajas no menores, pero ha tenido costos evidentes. La democracia se
buscó como un sistema de legitimación del poder, y los que se han
sentido legitimados han procurado que no se pase de ahí, que el poder esté tan ausente de control como sea posible,
una situación ideal que se ha consagrado de manera dramática en el
carácter absolutamente impermeable a cualquier injerencia “exterior” de
los partidos, en su refugio en su particular bunker democrático, en esa mezcla de caudillismo y de reparto mafioso de la tarta territorial que tantos nos venden como vida política.
El principio de autonomía que consagra la
Constitución se ha traducido, en la práctica, en la cláusula de garantía
de que la clase política puede hacer y deshacer a su gusto
El principio de autonomía que consagra la
Constitución se ha traducido, en la práctica, en la cláusula de garantía
de que la clase política puede hacer y deshacer a su gusto, porque, en
realidad, dominando los grandes resortes del poder, las televisiones y
los medios genuflexos, no tiene nada que temer del mundo exterior,
seguros de que los ciudadanos, convenientemente confundidos con
doctrinas pasmosas, como la que supone que son los políticos los que dan las
ayudas, la educación, la sanidad y los trenes AVE, jamás pondrán en
duda la legitimidad de esa democracia que convierte a los partidos en
dueños absolutos de la situación. Por eso, buena parte de la clase
política, y del periodismo que la jalea, llegan a creer que todo
consiste en echarle habilidad, y comunicación, al asunto, y se entregan
en manos de los Icetas, bailarines de salón que prometen soluciones transversales, partos sin dolor, y Reyes Magos todos los domingos.
Una Nación de ciudadanos que se tiene que poner en píe
La
Constitución es la ley de leyes, y hay que respetarla, desde luego:
pero la hemos hecho nosotros, es nuestra creación, y podemos cambiarla
cuando el buen sentido lo aconseje, cuando la experiencia demuestre que
hay cosas que iban a ir de una manera, y han ido de otra, cuando se vea
que sirve para promover lo contrario de lo que la funda, cuando se
comprende que los políticos la usan de parapeto de su cobardía y su
inacción, que no sirve para avanzar sino para impedir que lo hagamos.
La primera condición para reformar lo que está mal es aclarar lo que está confuso y definir lo que ha quedado en el aire
Es claro que lo que ha pasado con ella no es
consecuencia directa de sus textos, sino de las lecturas aviesas que con
ellos se ha hecho, y la primera condición para reformar lo que está mal
es aclarar lo que está confuso y definir lo que ha quedado en el aire.
Habrá quien nos proponga mucho más de lo mismo, porque, con ese
proceder, el poder de los políticos no ha hecho otra cosa que crecer,
está en lo más alto, pero los ciudadanos no estamos aquí para que los
políticos manden mucho, trinquen cuanto puedan y coloquen a sus
amistades en puestos mollares, sino para forzarles a que administren de
la mejor manera nuestros impuestos y a que sean capaces de tomar las medidas que engrandezcan la Patria e impedir las que la destruyen.
Es más de lo que suelen darnos, pero si se lo seguimos consintiendo
seremos los únicos responsables de cuanto suceda y no será nada de lo
que podamos sentirnos orgullosos. Lo que acaba de pasar demuestra que,
pese a todo, aún estamos a tiempo, pero no hay que arriar las banderas.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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