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martes, 12 de diciembre de 2017

SAN FÉLIX DE VALOIS, COFUNDADOR DE LOS TRINITARIOS


Según una tradición que nos ofrece el Breviario de la Orden de los Trinitarios, fue Félix de sangre real, e hijo de Raúl I, conde de Vermandois y de Valois, senescal de Francia, y nieto de Teobaldo III, conde de Champaña y de Blois por su madre doña Leonor. ([i])
No falta quien, escudándose en el silencio de los historiadores acerca del fruto de esta unión, arguya que el nombre de Valois le fue dado sencillamente por la región donde llevó vida eremítica. En el actual estado de la cuestión, no podemos aventurar una afirmación definitiva, pues carecemos de documentos auténticos irrefutables. Relataremos, por lo tanto, su vida sin pretensiones críticas, e inspirándonos únicamente en la tradición.
Según se afirma en ella, habría nacido Félix en San Quintín o en la ciudad de Amiens por los años de 1127. Administrósele el santo bautismo con el nombre de Hugo; nombre que recibió en recuerdo de su abuelo Hugo de Francia —nobilísimo caballero muerto en 1102 a consecuencia de las heridas que recibiera en Tarso de Cilicia durante las cruzadas— y también por la gran devoción que la condesa, su madre, profesaba a San Hugo, obispo de París y más tarde arzobispo de Ruán ( f 730).

PRENUNCIOS DE SANTIDAD

A veces, para llamar la atención de los hombres sobre sus predestinados, dignase el Señor acompañar su venida al mundo con señales prodigiosas que son como aviso y testimonio de la función que aquéllos habrán de cumplir en la vida. Tal se comprueba en la historia de muchos Santos. Podrá preceder un período más o menos notable de apartamiento u oscuridad, mas, en cuanto suene la hora de la Providencia, volverán las aguas a su cauce y se hará patente la obra de la gracia.
Así parece ser que sucedió en el caso de San Félix de Valois. Dícese que en la expectación de su nacimiento, tuvo su madre un sueño en el que Nuestro Señor le manifestó los futuros destinos del infante: Habiéndose dormido al pie de un altar dedicado al santo arzobispo de Ruán, vio acercarse a la Madre de Dios con su Divino Hijo en brazos, precedida de otro hermoso niño desconocido para ella. En aquel momento quitóse Jesús la crucecita que llevaba sobre sus hombros, y entrególa a su compañero quien, en cambio, le ofreció graciosísimamente una corona de flores que tenía en las manos. Inquiriendo la princesa el significado de tal visión, apareciósele San Hugo y le dijo: «¡Dichosa tú por ser madre de tal hijo!».
Leonor comprendió entonces que aquel niño era el que ella llevaba en sus entrañas. Añadióle el Santo que, más tarde, el tierno vástago de los Valois trocaría la flor de lis de Francia por la cruz de Jesucristo. No es para ponderar el gozo que se apoderó de la madre ante tal vaticinio.
Poco después del nacimiento de nuestro Santo, una espantosa carestía devastó todo el país de Vermandois, sembrando la muerte y la desolación en aquella feraz comarca. Conmovido el conde ante la miseria de sus súbditos, dispuso que se abrieran las puertas de su palacio y se distribuyeran abundantes limosnas a todo el que implorase caridad. Mas, fueron tantos los solicitantes, que las provisiones se agotaron en seguida.
Pero jamás Dios abandona a los que confían en Él. Cierta vez en que la nodriza de Hugo se disponía a la diaria distribución de los víveres, tuvo la idea de tomar la mano del niño y hacer con ella la señal de la cruz sobre el poco pan que quedaba, y, ¡oh maravilla!, aquel poco de pan se multiplicó de tal modo que pudo seguirse distribuyendo durante varios días consecutivos entre la multitud de pobres que se presentaron. Visto lo cual por la nodriza, hizo también que el niño bendijera los campos del contorno y hasta las nubes del cielo. Obedientes éstas a la angelical manecita, derritiéronse en copiosas y benéficas lluvias que fecundaron la tierra y devolvieron la abundancia a toda la comarca.

HUGO, EN CASA DE SU TÍO TEOBALDO

El hogar doméstico fue la primera escuela de Hugo. Por aquel entonces, hallábase la Iglesia dividida en dos bandos, partidarios respectivamente de Inocencio II y de Anacleto II. La elección de ambos al solio pontificio ofrecía serias y dificultosas irregularidades y fue necesaria la autoridad de San Bernardo para apaciguar los ánimos de los contendientes. Bastó, sin embargo, su preferencia y apoyo al más digno, para que todos reconociesen como único Pontífice a Inocencio II.
Después de la elección, encaminóse a Francia, donde recibió hospitalidad en varios monasterios y en los palacios de algunos nobles. Acogióle con especial deferencia y cariño el piadosísimo Teobaldo el Grande, conde de Blois, de Champaña y de Chartres, y hermano de la condesa de Valois.
Apenas supo esta princesa la noticia, acudió apresuradamente a postrarse a los pies del Vicario de Cristo. Llevaba su hijito con ella a fin de que el Sumo Pontífice lo bendijese, como así lo hizo él con ternura paternal.
El entrañable amor que Teobaldo sentía por su sobrino hizo que le nombrase su limosnero mayor, cargo que el niño cumplía admirablemente. Paseábanse juntos un día de riguroso invierno, cuando encontraron a un pobre medio desnudo y transido de frío, que les pidió limosna por amor de Dios. Teobaldo, conmovido, preguntóle qué deseaba. —Su capa, señor —respondió el mendigo. —Con mucho gusto —replicó el príncipe—; aquí la tienes. ¿Qué más quieres? —Sus sortijas, señor conde, que son muy hermosas. —Tómalas, pues; ¿deseas algo más? —¡Ah! —respondió—; usted es rico y yo pobre; ese collar de caballero me sacaría de muchos apuros. —Está bien —replicó el conde con sencilla naturalidad—; toma también mis guantes, gustosísimo te los regalo; ¿no deseas nada más? Entonces, según cuenta la leyenda, desapareció el pobre dejando en el suelo capa, sortijas, guantes y collar. Comprendió el conde que acababa de dar limosna a un ángel y, rebosante de alegría, hizo con Hugo, su sobrino, voto de no negársela nunca a quien se la pidiera por amor de Dios. Sea lo que fuere de su autenticidad, este episodio no deja de constituir una lección bellísima y muy oportuna.
Cuéntase que yendo un día Hugo con su tío a visitar a San Bernardo de Claraval, salióles al encuentro un leproso. Apenas lo hubo visto, saltó Hugo del caballo, abrazó al desdichado y púsose a consolarle con dulces y tiernas palabras. Avergonzado quedó el conde Teobaldo de haberse dejado adelantar por Hugo, y se apresuró a ayudarle; tomaron entre ambos al leproso, lleváronlo a una casa cercana y proveyeron a su cuidado. Desde entonces, acudían con frecuencia a visitarle.
Murió el leproso estando Teobaldo ausente. A su vuelta, no sabiendo éste lo ocurrido, fue a hacerle su acostumbrada visita; pero, cuál no sería su extrañeza al encontrarlo perfectamente sano y resplandeciente en medio de una luz maravillosa. —Pero, ¿sois el leproso? —inquirió. —Sí, yo soy el leproso a quien buscáis —respondió aquél— y vengo a daros las gracias por los delicadísimos cuidados que me dispensasteis. Por mí, conde Teobaldo, bajasteis del caballo con vuestro sobrino, y por vos. bajo yo ahora del cielo donde estoy disfrutando de la felicidad eterna. Dios os recompensará por vuestra caridad; yo os ayudaré a mi vez desde el cielo.

EN CLARAVAL, EN LA CORTE Y EN LAS CRUZADAS

Declara la historia que el conde de Vermandois, arrastrado por una pasión criminal, repudió en 1142 a Leonor su legítima esposa; hasta en el mismo trono de Francia halló cómplices para aprobar y ratificar el escandaloso concubinato por el cual se unió a una segunda mujer.
Debió de ser entonces cuando la condesa, al verse abandonada y sola, confiaría su hijo a San Bernardo, abad de Claraval. Iba muy bien aquel ambiente con las inclinaciones y gustos de Hugo; mas no pudo gozarlo mucho tiempo, y hubo de trocar la apacible soledad del claustro por la agitada y peligrosa vida de la Corte, a que tan poco aficionado era: así lo exigía su padre por haberlo reclamado el rey para su servicio.
El joven príncipe de Valois no desmintió en un punto la reputación de santidad que le había ya precedido a París. Portóse en Palacio como modelo del caballero cristiano y conquistó, por sus virtudes, el afecto del monarca y la veneración de todos los grandes del reino. Vivía en la Corte cual si fuera un ángel enviado del cielo; Dios se complacía en manifestar la santidad de Hugo por estupendos milagros: no es, pues, de extrañar que todos le amasen cordialmente y buscasen con verdadero placer su simpática y atrayente compañía. Él supo aprovechar de aquel ascendiente para reavivar en palacio el amor a las prácticas cristianas.
Cuando, algo más tarde, predicó San Bernardo la Cruzada de 1146, acudió Hugo de Valois con los primeros para alistarse en el ejército expedicionario de los cruzados. Acompañó siempre al rey; y según nos dice la leyenda, aquel arrogante mancebo, tan humilde y manso de por sí, fue, en el fragor de los campos de batalla, soldado valentísimo y terror de los infieles.

CAMBIA LA CORTE POR EL DESIERTO

Después del desastroso fin de esta Cruzada, regresó Hugo a París tras haber dado brillantes pruebas de valor y santidad. Sin embargo, como ni las riquezas ni las glorias humanas podían llenar las ansias de su corazón, llegó el día en que, hollando las dignidades y honores, trocó los bienes terrenales por la cruz de Jesucristo; y así, dando de mano al brillante porvenir que ante sus ojos se desplegaba y renunciando para siempre a sus atractivos, retiróse a Gaudelu, en el país de Brie, a varias leguas de la capital francesa.
Allí, lejos del mundanal ruido y olvidado de los quehaceres humanos, sintió el ermitaño iluminarse su espíritu con nueva fe e inflamarse su corazón en el más intenso amor divino. Desde este momento desaparece Hugo de Valois del escenario público para convertirse en un humilde solitario, ignorado del mundo que antes le aplaudiera, y únicamente conocido por el nombre de Hermano Félix.
Durante su estancia en el desierto, renováronse las maravillas de San Antonio y de San Hilarión, pues quiso Dios otorgarle los mismos favores que a esos dos grandes solitarios. Era alimentado por un cuervo que le llevaba cada domingo un pan del cielo. No cabe duda de que en este punto ha glosado y fantaseado libremente la crítica lo mismo que acerca de la hermosa leyenda del ciervo a que nos referiremos un poco más adelante.

FÉLIX DE VALOIS Y SAN JUAN DE MATA

Cuarenta años llevaba Félix de Valois en su retiro, plenamente entregado a contemplar las cosas de Dios, cuando le fue enviado San Juán de Mata, doctor por la Universidad de París, pero mucho más eximio por la grandeza de sus virtudes y por la santidad de su vida.
También él, olvidado de las promesas con que le tentara el mundo, habíase recogido a un lugar solitario para llevar rigurosa vida eremítica. No bien se conocieron, abrazáronse ambos Santos y ya no pensaron sino en compartir las asperezas de la mortificación en aquel estado de penitencia y en cantar juntos las alabanzas de Dios.
Cuenta la leyenda que cierto día en que los dos solitarios conversaban cabe una fuente acerca de la Divinidad, vieron venir hacia ellos un ciervo blanco que traía en la frente una esplendorosa cruz azul y roja. Buscaba Félix el significado de tal aparición, cuando le explicó San Juan de Mata cómo Dios le había ya manifestado su voluntad, por medio de un prodigio análogo, y cómo los invitaba Dios a fundar, de común acuerdo, una Orden nueva que se denominaría de la Santísima Trinidad, y cuyo fin había de ser rescatar a los prisioneros cautivos de los piratas.
Un sinnúmero de estos desgraciados encerrados en las mazmorras de Berbería, eran víctimas de las torturas más atroces. Otros, esclavizados y vendidos en pública almoneda, como bestias de carga, eran llevados a las galeras donde se exigía de ellos los más duros trabajos sin dárseles un momento de reposo. Allí, expuestos medio desnudos a los rayos del sol canicular, eran terriblemente fustigados. Los feroces sayones atormentaban sin piedad a cuantos se negaban a renegar del nombre cristiano, y proseguían en su empeño hasta hacerles expirar entre los tormentos más atroces.
Al oír referir Félix tan inauditos sufrimientos, sintió que su corazón se inflamaba en ardientes ansias de libertar a tantos pobres cautivos o, por lo menos, de aliviar su martirio. Mientras ambos santos recapacitaban acerca de los medios de realizar sus propósitos, recibieron en sueños, y por separado, mandato, reiterado por tres veces, de presentarse al Sumo Pontífice.
Abandonaron sin demora su gruta querida y, con el bordón en la mano, encamináronse hacia Roma (1197).
Inocencio III recibió milagrosamente aviso de su llegada al aparecérsele en sueños un ángel de cándidas vestiduras sobre las que se destacaba resplandeciente una cruz azul y roja, y que extendía los brazos hasta cubrir con las palmas de sus manos las cabezas de dos míseros cautivos. Nuestros peregrinos fueron recibidos por el Papa como enviados del Señor. Era a principios del año 1198.
Inspirado por Dios, aprobó Su Santidad los proyectos de Félix de Valois y Juan de Mata, dióles por hábito el mismo que él había visto al ángel y, después de bendecirlos cariñosamente, enviólos a cumplir la nueva misión para la que el cielo los había designado.

EN EL MONASTERIO DE CIERVOFRÍO

Después de su regreso a Francia, Félix de Valois y Juan de Mata vivieron aún juntos algunos días. Al cabo de ellos, volvieron a separarse para no volverse a ver en la tierra. Juan de Mata encaminóse a Túnez, donde pudo libertar a unos trescientos cautivos.
Tiempo más tarde, volvió a Roma para fundar una casa de la Orden y organizar el rescate, o, como entonces se decía, la redención de los cautivos.
Félix quedó encargado del monasterio de Ciervofrío, construido en el mismo lugar en que el ciervo milagroso se les apareciera.


En la noche de la vigilia de la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, el sacristán del monasterio olvidó tocar a Maitines. A pesar de ello bajó Félix al coro como de costumbre y hubo de sorprenderse al encontrarlo espléndidamente iluminado y ver ocupados todos los sitiales por ángeles, revestidos con el hábito de la Orden, y presididos por la Reina de los cielos.
Apenas Félix hubo entrado, la Madre de Dios entonó la antífona de Maitines, que luego continuaron aquéllos con dulce y suave armonía. Dudando el Santo si estaba en la tierra o en el paraíso, unió su canto al de las angélicas voces para cantar las alabanzas del Creador. En memoria de favor tan insigne, tienen los Trinitarios el especial privilegio de poder celebrar misa de media noche el día de la Natividad de la Santísima Virgen.

MUERTE DEL SANTO

El siervo de Dios, agotado por los años y por los trabajos del apostolado, sumados a las austeridades de la penitencia, cayó enfermo. Supo por revelación celestial la proximidad de su muerte, y a tal noticia inundóse de gozo su alma.
En un arrobamiento amoroso exclamó el santo anciano: «¡Oh día feliz aquel en que troqué la corte por el desierto! ¡Benditas las lágrimas que he derramado y las austeridades con que he afligido mi cuerpo: ellas me llevan hoy a la bienaventurada eternidad!… Tomó después un crucifijo, llevólo por última vez a sus labios y, en prolongado y extático ósculo de divino amor, entregó apacible y dulcemente su alma el 4 de noviembre de 1212.
Tenía a la sazón ochenta y cinco años. En el mismo instante, las campanas del monasterio iniciaron por sí solas un armonioso y regocijado repique; y Félix, radiante de gloria, aparecíase a Juan de Mata, residente entonces en Roma.
Los restos de San Félix de Valois fueron inhumados en la iglesia de Ciervofrío. Dícese que, desde el día del entierro, se convirtió el sepulcro en verdadero centro de romería, dada la ingente afluencia de fieles. Los niños, de un modo especial, eran llevados por sus padres a la tumba de nuestro bienaventurado para impetrar sobre ellos una especial bendición.

CULTO DE SAN FÉLIX DE VALOIS

No se conoce la época de su elevación a los altares. Refiérese que Urbano IV, papa, le concedió en 1267 los honores de la canonización, así como a San Juan de Mata. Cuesta creer, sin embargo, que un acto de tal importancia no se halle consignado en la historia de la época, y que el documento pontificio relativo a los dos patriarcas de la Orden de la Santísima Trinidad haya podido extraviarse sin dejar la menor huella. En el siglo XVII, emprendieron los religiosos Trinitarios la ardua tarea de probar que los siervos de Dios eran ya objeto de un culto inmemorial.
El hecho es que unas Bulas de Urbano VIII, en particular la fechada en mayo de 1632, les confiere el nombre de Santos; otro documento pontificio, del 9 de octubre de 1646, permitió a los Padres Trinitarios de España celebrar la fiesta de ambos fundadores el 17 de diciembre. Por fin, las gestiones de la Orden consiguieron en agosto de 1666, en el pontificado de Alejandro VII, el reconocimiento oficial de su culto.
A partir de esta época multiplicáronse de día en día los privilegios y mercedes de Roma para con la citada Orden: el 12 de abril de 1669, Clemente IX concedió a los Padres Trinitarios de España, en honor de sus fundadores, la celebración de la misa de los Confesores no Pontífices; este privilegio fue extensivo, desde el 26 de agosto, a las religiosas Trinitarias, y, el 12 de octubre, a los Trinitarios de Saboya. El 24 de enero fueron incluidos los nombres de los Santos Fundadores en el Martirologio, a petición del rey de Francia Luis XIV.
La fiesta de San Félix, fijada en un principio el 4 de noviembre, y la de San Juan de Mata el 17 de diciembre, fueron después trasladadas al 20 de noviembre y al 8 de febrero, respectivamente.
Aprobáronse oficios propios para España y sus colonias el 6 de mayo de 1673; y para Francia, el 17 de enero de 1677. En 1769, otorgóse a la Orden de la Santísima Trinidad permiso para incluir el nombre de ambos Santos en el Confíteor, como lo hacen los religiosos de otras grandes Órdenes.
La iconografía siempre ha sido rica en las representaciones de San Félix de Valois. Los artistas, inspirándose en el relato tradicional de la vida del Santo, han construido sus imágenes acompañándole de un ciervo, o bien llevando una bolsa y unas cadenas como símbolo de su misión apostólica.


                                                                 EDELVIVES     Vía RADIOCRISTIANDAD






[i] La filiación de San Félix de Valois y su pertenencia a las estirpes reales de los Valois y de los Capetos fue suficientemente probada en el libro de la 'Vida de San Félix de Valois'  del fraile trinitario Juan Diego Ortega, publicado en Madrid en 1776, en cuyas páginas 12 y 13 se dice lo siguiente:

"...Además, que hay razones muy eficaces, y motivos poderosos para escusar el silencio. que acerca de nuestro Santo guardaron los Autores antiguos, y para persuadirnos que reservaron al Señor de todos los siglos el hacer resplandecer, quando conviniese, la gloria de su fidelísimo Siervo con la manifestación de las grandezas de su Real nacimiento.
El divorcio de Ranulfo, conde de Vermandois y de Valois, con la Princesa Leonor, hermana de Teobaldo, Conde de Champagne y de Blois, padre y madre del Patriarca S. Félix, llamado antes Hugo, puso en división a toda Francia, y aún se puede decir a toda Europa. Me ha parecido oportuno referir este suceso, por ser su noticia muy del caso para nuestro asunto, y para justificar el nacimiento legítimo, y no supuesto del esclarecido Hugo, o sea S. Félix de Valois.
Ranulfo (Raúl), Conde de Vermandois y de Valois, Gran Senescal y Condestable en el reynado de Luis el Grueso, de quien tenía el honor de ser primo hermano, respecto de ser nieto del Rey Henrique I, y hijo de Hugo de Francia, llamado el Grande, quien por haber casado con Adela, hija y heredera de Heberto IV, Conde de Vermandois y de Valois, unió a las Armas de Vermandois(Valois) las (reales) de Lis; Ranulfo decía, contrajo matrimonio con Madama Leonor, hermana de Teobaldo, Conde de Champagne y de Blois, como ya se ha insinuado...".

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