No falta quien,
escudándose en el silencio de los historiadores acerca del fruto de esta unión,
arguya que el nombre de Valois le fue dado sencillamente por la región donde
llevó vida eremítica. En el actual estado de la cuestión, no podemos aventurar
una afirmación definitiva, pues carecemos de documentos auténticos
irrefutables. Relataremos, por lo tanto, su vida sin pretensiones críticas, e
inspirándonos únicamente en la tradición.
Según se afirma en
ella, habría nacido Félix en San Quintín o en la ciudad de Amiens por los años
de 1127. Administrósele el santo bautismo con el nombre de Hugo; nombre que
recibió en recuerdo de su abuelo Hugo de Francia —nobilísimo caballero muerto
en 1102 a consecuencia de las heridas que recibiera en Tarso de Cilicia
durante las cruzadas— y también por la gran devoción que la condesa, su madre,
profesaba a San Hugo, obispo de París y más tarde arzobispo de Ruán ( f 730).
PRENUNCIOS DE
SANTIDAD
A veces, para llamar la
atención de los hombres sobre sus predestinados, dignase el Señor acompañar su
venida al mundo con señales prodigiosas que son como aviso y testimonio de la
función que aquéllos habrán de cumplir en la vida. Tal se comprueba en la
historia de muchos Santos. Podrá preceder un período más o menos notable
de apartamiento u oscuridad, mas, en cuanto suene la hora de la Providencia,
volverán las aguas a su cauce y se hará patente la obra de la gracia.
Así parece ser que
sucedió en el caso de San Félix de Valois. Dícese que en la expectación de su
nacimiento, tuvo su madre un sueño en el que Nuestro Señor le manifestó los
futuros destinos del infante: Habiéndose dormido al pie de un altar dedicado al
santo arzobispo de Ruán, vio acercarse a la Madre de Dios con su Divino Hijo en
brazos, precedida de otro hermoso niño desconocido para ella. En aquel momento
quitóse Jesús la crucecita que llevaba sobre sus hombros, y entrególa a su
compañero quien, en cambio, le ofreció graciosísimamente una corona de flores
que tenía en las manos. Inquiriendo la princesa el significado de tal visión,
apareciósele San Hugo y le dijo: «¡Dichosa tú por ser madre de tal hijo!».
Leonor comprendió
entonces que aquel niño era el que ella llevaba en sus entrañas. Añadióle el
Santo que, más tarde, el tierno vástago de los Valois trocaría la flor de lis
de Francia por la cruz de Jesucristo. No es para ponderar el gozo que se
apoderó de la madre ante tal vaticinio.
Poco después del
nacimiento de nuestro Santo, una espantosa carestía devastó todo el país de
Vermandois, sembrando la muerte y la desolación en aquella feraz comarca.
Conmovido el conde ante la miseria de sus súbditos, dispuso que se abrieran las
puertas de su palacio y se distribuyeran abundantes limosnas a todo el que
implorase caridad. Mas, fueron tantos los solicitantes, que las provisiones se
agotaron en seguida.
Pero jamás Dios
abandona a los que confían en Él. Cierta vez en que la nodriza de Hugo se
disponía a la diaria distribución de los víveres, tuvo la idea de tomar la mano
del niño y hacer con ella la señal de la cruz sobre el poco pan que quedaba, y,
¡oh maravilla!, aquel poco de pan se multiplicó de tal modo que pudo
seguirse distribuyendo durante varios días consecutivos entre la multitud de
pobres que se presentaron. Visto lo cual por la nodriza, hizo también que el
niño bendijera los campos del contorno y hasta las nubes del cielo. Obedientes
éstas a la angelical manecita, derritiéronse en copiosas y benéficas lluvias que
fecundaron la tierra y devolvieron la abundancia a toda la comarca.
HUGO, EN CASA
DE SU TÍO TEOBALDO
El hogar doméstico fue
la primera escuela de Hugo. Por aquel entonces, hallábase la Iglesia dividida
en dos bandos, partidarios respectivamente de Inocencio II y de Anacleto II. La
elección de ambos al solio pontificio ofrecía serias y dificultosas
irregularidades y fue necesaria la autoridad de San Bernardo para apaciguar los
ánimos de los contendientes. Bastó, sin embargo, su preferencia y apoyo al más
digno, para que todos reconociesen como único Pontífice a Inocencio II.
Después de la elección,
encaminóse a Francia, donde recibió hospitalidad en varios monasterios y en los
palacios de algunos nobles. Acogióle con especial deferencia y cariño el piadosísimo
Teobaldo el Grande, conde de Blois, de Champaña y de Chartres, y hermano de la
condesa de Valois.
Apenas supo esta
princesa la noticia, acudió apresuradamente a postrarse a los pies del Vicario
de Cristo. Llevaba su hijito con ella a fin de que el Sumo Pontífice lo
bendijese, como así lo hizo él con ternura paternal.
El entrañable amor que
Teobaldo sentía por su sobrino hizo que le nombrase su limosnero mayor, cargo
que el niño cumplía admirablemente. Paseábanse juntos un día de riguroso
invierno, cuando encontraron a un pobre medio desnudo y transido de frío, que
les pidió limosna por amor de Dios. Teobaldo, conmovido, preguntóle qué
deseaba. —Su capa, señor —respondió el mendigo. —Con mucho gusto —replicó el
príncipe—; aquí la tienes. ¿Qué más quieres? —Sus sortijas, señor conde, que
son muy hermosas. —Tómalas, pues; ¿deseas algo más? —¡Ah! —respondió—; usted es
rico y yo pobre; ese collar de caballero me sacaría de muchos apuros. —Está
bien —replicó el conde con sencilla naturalidad—; toma también mis guantes,
gustosísimo te los regalo; ¿no deseas nada más? Entonces, según cuenta la
leyenda, desapareció el pobre dejando en el suelo capa, sortijas, guantes y
collar. Comprendió el conde que acababa de dar limosna a un ángel y, rebosante
de alegría, hizo con Hugo, su sobrino, voto de no negársela nunca a quien se la
pidiera por amor de Dios. Sea lo que fuere de su autenticidad, este episodio no
deja de constituir una lección bellísima y muy oportuna.
Cuéntase que yendo un
día Hugo con su tío a visitar a San Bernardo de Claraval, salióles al encuentro
un leproso. Apenas lo hubo visto, saltó Hugo del caballo, abrazó al desdichado
y púsose a consolarle con dulces y tiernas palabras. Avergonzado quedó el conde
Teobaldo de haberse dejado adelantar por Hugo, y se apresuró a ayudarle;
tomaron entre ambos al leproso, lleváronlo a una casa cercana y proveyeron a su
cuidado. Desde entonces, acudían con frecuencia a visitarle.
Murió el leproso
estando Teobaldo ausente. A su vuelta, no sabiendo éste lo ocurrido, fue a
hacerle su acostumbrada visita; pero, cuál no sería su extrañeza al encontrarlo
perfectamente sano y resplandeciente en medio de una luz maravillosa. —Pero,
¿sois el leproso? —inquirió. —Sí, yo soy el leproso a quien buscáis —respondió
aquél— y vengo a daros las gracias por los delicadísimos cuidados que me
dispensasteis. Por mí, conde Teobaldo, bajasteis del caballo con vuestro
sobrino, y por vos. bajo yo ahora del cielo donde estoy disfrutando de la
felicidad eterna. Dios os recompensará por vuestra caridad; yo os ayudaré a mi
vez desde el cielo.
EN CLARAVAL, EN
LA CORTE Y EN LAS CRUZADAS
Declara la historia que
el conde de Vermandois, arrastrado por una pasión criminal, repudió en 1142 a
Leonor su legítima esposa; hasta en el mismo trono de Francia halló cómplices
para aprobar y ratificar el escandaloso concubinato por el cual se unió a
una segunda mujer.
Debió de ser entonces
cuando la condesa, al verse abandonada y sola, confiaría su hijo a San
Bernardo, abad de Claraval. Iba muy bien aquel ambiente con las inclinaciones y
gustos de Hugo; mas no pudo gozarlo mucho tiempo, y hubo de trocar la apacible
soledad del claustro por la agitada y peligrosa vida de la Corte, a que tan
poco aficionado era: así lo exigía su padre por haberlo reclamado el rey para
su servicio.
El joven príncipe de
Valois no desmintió en un punto la reputación de santidad que le había ya
precedido a París. Portóse en Palacio como modelo del caballero cristiano y
conquistó, por sus virtudes, el afecto del monarca y la veneración de todos los
grandes del reino. Vivía en la Corte cual si fuera un ángel enviado del cielo;
Dios se complacía en manifestar la santidad de Hugo por estupendos milagros: no
es, pues, de extrañar que todos le amasen cordialmente y buscasen con verdadero
placer su simpática y atrayente compañía. Él supo aprovechar de aquel
ascendiente para reavivar en palacio el amor a las prácticas cristianas.
Cuando, algo más tarde,
predicó San Bernardo la Cruzada de 1146, acudió Hugo de Valois con los primeros
para alistarse en el ejército expedicionario de los cruzados. Acompañó siempre
al rey; y según nos dice la leyenda, aquel arrogante mancebo, tan humilde y
manso de por sí, fue, en el fragor de los campos de batalla, soldado
valentísimo y terror de los infieles.
CAMBIA LA CORTE
POR EL DESIERTO
Después del desastroso
fin de esta Cruzada, regresó Hugo a París tras haber dado brillantes pruebas de
valor y santidad. Sin embargo, como ni las riquezas ni las glorias humanas
podían llenar las ansias de su corazón, llegó el día en que, hollando las dignidades
y honores, trocó los bienes terrenales por la cruz de Jesucristo; y así, dando
de mano al brillante porvenir que ante sus ojos se desplegaba y renunciando
para siempre a sus atractivos, retiróse a Gaudelu, en el país de Brie, a varias
leguas de la capital francesa.
Allí, lejos del
mundanal ruido y olvidado de los quehaceres humanos, sintió el ermitaño
iluminarse su espíritu con nueva fe e inflamarse su corazón en el más intenso
amor divino. Desde este momento desaparece Hugo de Valois del escenario público
para convertirse en un humilde solitario, ignorado del mundo que antes le
aplaudiera, y únicamente conocido por el nombre de Hermano Félix.
Durante su estancia en
el desierto, renováronse las maravillas de San Antonio y de San Hilarión, pues
quiso Dios otorgarle los mismos favores que a esos dos grandes solitarios. Era
alimentado por un cuervo que le llevaba cada domingo un pan del cielo. No cabe
duda de que en este punto ha glosado y fantaseado libremente la crítica lo
mismo que acerca de la hermosa leyenda del ciervo a que nos referiremos un poco
más adelante.
FÉLIX DE VALOIS
Y SAN JUAN DE MATA
Cuarenta años llevaba
Félix de Valois en su retiro, plenamente entregado a contemplar las cosas de
Dios, cuando le fue enviado San Juán de Mata, doctor por la Universidad de
París, pero mucho más eximio por la grandeza de sus virtudes y por la santidad
de su vida.
También él, olvidado de
las promesas con que le tentara el mundo, habíase recogido a un lugar solitario
para llevar rigurosa vida eremítica. No bien se conocieron, abrazáronse ambos
Santos y ya no pensaron sino en compartir las asperezas de la mortificación en
aquel estado de penitencia y en cantar juntos las alabanzas de Dios.
Cuenta la leyenda que
cierto día en que los dos solitarios conversaban cabe una fuente acerca de la
Divinidad, vieron venir hacia ellos un ciervo blanco que traía en la frente una
esplendorosa cruz azul y roja. Buscaba Félix el significado de tal aparición,
cuando le explicó San Juan de Mata cómo Dios le había ya manifestado su voluntad,
por medio de un prodigio análogo, y cómo los invitaba Dios a fundar, de común
acuerdo, una Orden nueva que se denominaría de la Santísima Trinidad, y cuyo
fin había de ser rescatar a los prisioneros cautivos de los piratas.
Un sinnúmero de estos desgraciados
encerrados en las mazmorras de Berbería, eran víctimas de las torturas más
atroces. Otros, esclavizados y vendidos en pública almoneda, como bestias de
carga, eran llevados a las galeras donde se exigía de ellos los más duros
trabajos sin dárseles un momento de reposo. Allí, expuestos medio desnudos
a los rayos del sol canicular, eran terriblemente fustigados. Los feroces
sayones atormentaban sin piedad a cuantos se negaban a renegar del nombre
cristiano, y proseguían en su empeño hasta hacerles expirar entre los tormentos
más atroces.
Al oír referir Félix
tan inauditos sufrimientos, sintió que su corazón se inflamaba en ardientes
ansias de libertar a tantos pobres cautivos o, por lo menos, de aliviar su
martirio. Mientras ambos santos recapacitaban acerca de los medios de realizar
sus propósitos, recibieron en sueños, y por separado, mandato, reiterado
por tres veces, de presentarse al Sumo Pontífice.
Abandonaron sin demora
su gruta querida y, con el bordón en la mano, encamináronse hacia Roma (1197).
Inocencio III recibió
milagrosamente aviso de su llegada al aparecérsele en sueños un ángel de
cándidas vestiduras sobre las que se destacaba resplandeciente una cruz azul y
roja, y que extendía los brazos hasta cubrir con las palmas de sus manos las
cabezas de dos míseros cautivos. Nuestros peregrinos fueron recibidos por
el Papa como enviados del Señor. Era a principios del año 1198.
Inspirado por Dios,
aprobó Su Santidad los proyectos de Félix de Valois y Juan de Mata, dióles por
hábito el mismo que él había visto al ángel y, después de bendecirlos
cariñosamente, enviólos a cumplir la nueva misión para la que el cielo los
había designado.
EN EL
MONASTERIO DE CIERVOFRÍO
Después de su regreso a
Francia, Félix de Valois y Juan de Mata vivieron aún juntos algunos días. Al
cabo de ellos, volvieron a separarse para no volverse a ver en la tierra. Juan
de Mata encaminóse a Túnez, donde pudo libertar a unos trescientos cautivos.
Tiempo más tarde,
volvió a Roma para fundar una casa de la Orden y organizar el rescate, o, como
entonces se decía, la redención de los cautivos.
Félix quedó encargado
del monasterio de Ciervofrío, construido en el mismo lugar en que el ciervo
milagroso se les apareciera.
En la noche de la
vigilia de la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, el sacristán del
monasterio olvidó tocar a Maitines. A pesar de ello bajó Félix al coro como de
costumbre y hubo de sorprenderse al encontrarlo espléndidamente iluminado y ver
ocupados todos los sitiales por ángeles, revestidos con el hábito de la Orden,
y presididos por la Reina de los cielos.
Apenas Félix hubo
entrado, la Madre de Dios entonó la antífona de Maitines, que luego continuaron
aquéllos con dulce y suave armonía. Dudando el Santo si estaba en la tierra o
en el paraíso, unió su canto al de las angélicas voces para cantar las
alabanzas del Creador. En memoria de favor tan insigne, tienen los
Trinitarios el especial privilegio de poder celebrar misa de media noche el día
de la Natividad de la Santísima Virgen.
MUERTE DEL
SANTO
El siervo de Dios,
agotado por los años y por los trabajos del apostolado, sumados a las
austeridades de la penitencia, cayó enfermo. Supo por revelación celestial la
proximidad de su muerte, y a tal noticia inundóse de gozo su alma.
En un arrobamiento
amoroso exclamó el santo anciano: «¡Oh día feliz aquel en que troqué la corte
por el desierto! ¡Benditas las lágrimas que he derramado y las austeridades con
que he afligido mi cuerpo: ellas me llevan hoy a la bienaventurada eternidad!…
Tomó después un crucifijo, llevólo por última vez a sus labios y, en prolongado
y extático ósculo de divino amor, entregó apacible y dulcemente su alma el 4 de
noviembre de 1212.
Tenía a la sazón
ochenta y cinco años. En el mismo instante, las campanas del monasterio
iniciaron por sí solas un armonioso y regocijado repique; y Félix, radiante de
gloria, aparecíase a Juan de Mata, residente entonces en Roma.
Los restos de San Félix
de Valois fueron inhumados en la iglesia de Ciervofrío. Dícese que, desde el
día del entierro, se convirtió el sepulcro en verdadero centro de romería, dada
la ingente afluencia de fieles. Los niños, de un modo especial, eran llevados
por sus padres a la tumba de nuestro bienaventurado para impetrar sobre ellos
una especial bendición.
CULTO DE SAN
FÉLIX DE VALOIS
No se conoce la época
de su elevación a los altares. Refiérese que Urbano IV, papa, le concedió en
1267 los honores de la canonización, así como a San Juan de Mata. Cuesta creer,
sin embargo, que un acto de tal importancia no se halle consignado en la historia
de la época, y que el documento pontificio relativo a los dos patriarcas de la
Orden de la Santísima Trinidad haya podido extraviarse sin dejar la menor
huella. En el siglo XVII, emprendieron los religiosos Trinitarios la ardua
tarea de probar que los siervos de Dios eran ya objeto de un culto
inmemorial.
El hecho es que unas
Bulas de Urbano VIII, en particular la fechada en mayo de 1632, les confiere el
nombre de Santos; otro documento pontificio, del 9 de octubre de 1646, permitió
a los Padres Trinitarios de España celebrar la fiesta de ambos fundadores el 17
de diciembre. Por fin, las gestiones de la Orden consiguieron en agosto de
1666, en el pontificado de Alejandro VII, el reconocimiento oficial de su
culto.
A partir de esta época
multiplicáronse de día en día los privilegios y mercedes de Roma para con la
citada Orden: el 12 de abril de 1669, Clemente IX concedió a los Padres
Trinitarios de España, en honor de sus fundadores, la celebración de la misa de
los Confesores no Pontífices; este privilegio fue extensivo, desde el 26 de
agosto, a las religiosas Trinitarias, y, el 12 de octubre, a los Trinitarios de
Saboya. El 24 de enero fueron incluidos los nombres de los Santos Fundadores en
el Martirologio, a petición del rey de Francia Luis XIV.
La fiesta de San Félix,
fijada en un principio el 4 de noviembre, y la de San Juan de Mata el 17 de
diciembre, fueron después trasladadas al 20 de noviembre y al 8 de febrero,
respectivamente.
Aprobáronse oficios
propios para España y sus colonias el 6 de mayo de 1673; y para Francia, el 17
de enero de 1677. En 1769, otorgóse a la Orden de la Santísima Trinidad permiso
para incluir el nombre de ambos Santos en el Confíteor, como lo hacen los
religiosos de otras grandes Órdenes.
La iconografía siempre
ha sido rica en las representaciones de San Félix de Valois. Los artistas,
inspirándose en el relato tradicional de la vida del Santo, han construido sus
imágenes acompañándole de un ciervo, o bien llevando una bolsa y unas cadenas
como símbolo de su misión apostólica.
EDELVIVES Vía RADIOCRISTIANDAD
[i]
La filiación de San Félix de Valois y su pertenencia a las estirpes reales de
los Valois y de los Capetos fue suficientemente probada en el libro de la 'Vida
de San Félix de Valois' del fraile
trinitario Juan Diego Ortega, publicado en Madrid en 1776, en cuyas páginas 12
y 13 se dice lo siguiente:
"...Además, que hay
razones muy eficaces, y motivos poderosos para escusar el silencio. que acerca
de nuestro Santo guardaron los Autores antiguos, y para persuadirnos que
reservaron al Señor de todos los siglos el hacer resplandecer, quando
conviniese, la gloria de su fidelísimo Siervo con la manifestación de las
grandezas de su Real nacimiento.
El divorcio de Ranulfo,
conde de Vermandois y de Valois, con la Princesa Leonor, hermana de Teobaldo,
Conde de Champagne y de Blois, padre y madre del Patriarca S. Félix, llamado
antes Hugo, puso en división a toda Francia, y aún se puede decir a toda
Europa. Me ha parecido oportuno referir este suceso, por ser su noticia muy del
caso para nuestro asunto, y para justificar el nacimiento legítimo, y no
supuesto del esclarecido Hugo, o sea S. Félix de Valois.
Ranulfo (Raúl), Conde de
Vermandois y de Valois, Gran Senescal y Condestable en el reynado de Luis el
Grueso, de quien tenía el honor de ser primo hermano, respecto de ser nieto del
Rey Henrique I, y hijo de Hugo de Francia, llamado el Grande, quien por haber
casado con Adela, hija y heredera de Heberto IV, Conde de Vermandois y de
Valois, unió a las Armas de Vermandois(Valois) las (reales) de Lis; Ranulfo
decía, contrajo matrimonio con Madama Leonor, hermana de Teobaldo, Conde de
Champagne y de Blois, como ya se ha insinuado...".
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