El instante está grabado en la memoria de la Unión. No sólo porque ese domingo Emmanuel Macron ganara las elecciones, ni porque las perdieran Marine Le Pen y su discurso euroescéptico, agresivo y proteccionista, que también. Fueron los detalles. Esa noche, la del 7 de mayo, con todo un continente con el corazón en un puño, el nuevo presidente, a unos pasos del Louvre, caminó hacia las cámaras bajo los acordes del himno europeo, la adaptación que Von Karajan hiciera de la Oda a la alegría. Caminó entre banderas azules. Y cerró su alegato con un grito que escucharon 500 millones de personas: "Viva Francia, viva Europa".
Las presidenciales galas son siempre un momento importante para la UE. Del buen entendimiento entre París y Berlín y del liderazgo del Elíseo depende en buena medida el funcionamiento comunitario. La mística del eje franco-alemán y todo lo que dice sobre él no es un cliché. Se nota en el día a día, en las instituciones, en la iniciativa, en el ritmo legislativo y reformista. Alemania lleva firme 10 años, liderando a veces con discreción y a veces con mano dura. Pero Europa echaba de menos y necesitaba desesperadamente la mejor cara de Francia.
El 2017 arrancó con una presión asfixiante. Tras el Brexit, la elección de Donald Trump y la crisis de los refugiados, más de la mitad de los europeos estaban llamados a las urnas.El pronóstico era muy poco prometedor. Europa había perdido en los años anteriores, uno por uno, todos los referendos importantes. En Grecia, en Reino Unido, en Países Bajos, en Hungría y hasta en Italia, con la caída de Renzi. Y llegaba el momento de la verdad, con buenos números para Wilders en Ámsterdam, Le Pen en París y Alternativa por Alemania, en los dominios de Merkel.
En un momento en el que la UE y sus símbolos eran todavía tóxicos, en el que sus colores se escondían en Roma y en Londres, y cuando hasta la canciller pedía silencio absoluto a sus socios y a las instituciones para no verse perjudicada en las encuestas, el galo hizo el camino inverso. Durante toda su campaña, la bandera de las 12 estrellas le acompañó sin ningún pudor, orgullosa junto a la tricolor. Se enfrentó por ella al Frente Nacional y a la izquierda desfasada de Jean-Luc Melénchon cuando éste exigió que dejase de ondear en la Asamblea Nacional.
Macron no dudó. En ninguno de sus mítines o entrevistas pintó Europa como un mal necesario ni un corsé limitador. No la definió como algo simplemente útil, provechoso o económicamente necesario. El nuevo presidente, de 39 años, fue de los pocos líderes políticos que en todo momento hizo de la UE una causa, su causa, por todo lo que significa, simboliza y representa. Defendió su historia, su éxito y su fortaleza. La de un continente arrasado por la guerra, el nacionalismo y el totalitarismo que encontró el camino de la paz, la reconciliación y prosperidad. Y le propuso el impulso que tanto necesita a una Unión malherida tras una década para olvidar.
"Durante toda su campaña, la bandera de las 12 estrellas le acompañó sin pudor. Se enfrentó por ella al Frente Nacional y a la izquierda desfasada de Jean-Luc Melénchon"
Sin duda alguna, la elección del líder de (La République) En Marche! ha sido el acontecimiento del año a nivel europeo. No por resultados palpables o hechos concretos, de momento. Tampoco por hojas de ruta ni acuerdos, pues hasta que no haya Gobierno en Alemania todo seguirá en impase y poco se va a mover. Sino por la ilusión, la emoción y la fuerza.
Macron ha traído algo que hacía tiempo que no había. Acción tras la reflexión, y todo adornado de retórica, de juventud, promesas y cambios. Algo que gusta, emociona y, al mismo tiempo, preocupa. La UE está harta de presidentes franceses con ganas de refundar cosas y encabezar revoluciones. La Unión, el euro, el continente, la política exterior... No es algo nuevo. La megalomanía y el ego van con el paquete de estancia en el Elíseo y es más fácil estrellarse que ser recordado como una estrella.
"Para mí, Europa consta de tres cosas: soberanía, unidad y democracia. Si mantenemos nuestros ojos en esos objetivos y trabajamos juntos, entonces, y sólo entonces, podremos cumplir nuestra promesa: la garantía de una paz duradera, prosperidad y libertad", decía en una charla reciente con Der Spiegel. "La comunidad europea de valores es única: combina la democracia con la economía de mercado, las libertades individuales con la justicia social. El objetivo es crear un espacio que nos proteja y nos ayude a sobrevivir en el mundo".
Su enfoque es claro: las instituciones importan, son esenciales, pero no bastan. La UE era y debe ser un proyecto político y eso requiere "desarrollar heroísmo político", remangarse, ensuciarse. Dejar de delegar y de mandar a sus subalternos a marear la perdiz cuando no hay talento negociador. Llegar a las personas, explicarles qué hubo y qué se ha conseguido.
En estos siete meses, su relación con Europa ha tenido un momento cumbre: el discurso en La Sorbona del 26 de septiembre, sólo dos días después de las elecciones germanas. Seguramente la declaración de intereses más intensa y ambiciosa desde los años de Delors, Kohl y Mitterrand. Un alegato para el cambio, el avance, la integración, todo bajo un prisma: "El nacionalismo ha alumbrado la hoguera donde Europa puede perecer". Y hay que hacer todo lo que sea necesario para impedirlo.
Macron el hermeneuta tiene prisa. Todo debe hacerse en 10 años porque, si no, una UE "demasiado débil, demasiado lenta, demasiado ineficaz" perecerá. Quiere que en 2024, cada alumno de la Unión sea capaz de hablar al menos dos idiomas y estudie al menos seis meses en un país distinto al suyo. Aboga por una unión inmediata de Seguridad y Defensa. Quiere una Unión Económica y Monetaria de verdad, funcional, que supere los recelos históricos y el bloqueo alemán. Con disciplina pero también flexibilidad, con mecanismos europeos para crisis europeas y compartir de riesgos.
"Su relación con Europa ha tenido un momento cumbre: el discurso en La Sorbona del 26 de septiembre, sólo dos días después de las elecciones alemanas."
El presidente también quiere un lavado de cara total en Bruselas, empezando por la Eurocámara. Su partido no se ha alineado con ninguna familia tradicional y aspira a crear una nueva, para lo que ya tiene apoyos en varios países. Quiere candidaturas transnacionales, que la Comisión Europea reduzca su tamaño, pues 27 comisarios no son funcionales (aunque Francia tenga que renunciar al suyo) y una nueva Convención.
La historia reciente de Europa es la de centenares de fracasos, líderes pragmáticos y avances muy lentos, pero efectivos. El presidente está todavía en un momento dulce. Sin grandes derrotas ni decepciones. Quiere salvar Europa de la misma manera que, cada nuevo presidente de EEUU, cree que puede arreglar el conflicto entre israelíes y palestinos. Las decepciones llegarán, porque nadie entre sus vecinos comparte su apetito, pero precisamente por eso es importante todo lo que pueda sacar.
El día después de la batalla de Jena, Hegel, hablando de Napoleón, dijo que había "visto el espíritu del mundo a caballo". Macron, el líder francés más joven desde aquel emperador, buen conocedor de la filosofía alemana y discípulo de Paul Ricouer, defiende que una persona sola no cambia el curso de la Historia. Recuerda que el propio Hegel veía a los grandes hombres como "instrumentos de algo mucho más grande aún". De Gaulle sostenía que era imposible pensar en Francia sin pensar en la Grandeur. Macron aspira a ir un paso más allá. Parece comprender el Zeitgeist o espíritu de la época, pero está por ver si será capaz de convencer a sus compatriotas de que Europa bien vale una misa y que es necesario algo de riesgo y superar el conformismo. Pues "por lo poco que el espíritu necesita para contentarse puede medirse la extensión de lo que ha perdido".
PABLO R. SUANZES Vía EL MUNDO
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