Bastaría
con recordar este extraordinario entramado de hechos y memorias,
indelebles en la veneración de los fieles de las tres religiones
monoteístas, para reconocer la validez y la actualidad de la solución
"internacional" para Jerusalén encontrada en 1947 por las Naciones
Unidas: paradójicamente rechazada, todavía hoy, tanto por judíos como
por musulmanes, y propuesta en vano por los cristianos.
Se ha reabierto la
disputa por Jerusalén, o mejor dicho, por la reivindicación exclusiva de
su soberanía musulmana, con motivo del anuncio del presidente
estadounidense Donald Trump de la decisión de su país (tomada hace
veinte años, pero dilatada cada seis meses y por tanto abandonada de
hecho) de transferir la sede de su embajada desde Tel Aviv a la Ciudad
Santa.
Una intención anunciada
por el mismo Trump durante su reciente y victoriosa campaña electoral,
pero que la opinión pública palestina y la Autoridad Nacional del
presidente Abu Mazen, como gran parte del mundo islámico y en particular
sus representantes institucionales, consideraban congelada, en la
práctica letra muerta, por las mismas razones que la habían mantenido
congelada durante tantos años.
Agitando la amenaza de un gravísimo deterioro del ya de por sí alterado escenario en el Cercano y Medio Oriente, y de sus inevitables repercusiones en todo el universo islámico, la Autoridad Nacional Palestina ha reaccionado rápidamente, por un lado promoviendo tres jornadas de “rabia” y por otro advirtiendo a los líderes de los países occidentales (también al Papa Francisco) de que el proceso de paz auspiciado por ellos queda aún más comprometido.
Para el mundo islámico, y de modo especial para el árabe, la embajada de Estados Unidos en Jerusalén significa el reconocimiento de la capital del Estado de Israel por parte de la gran nación norteamericana. Una evidencia inaceptable. Porque ningún musulmán puede ni siquiera concebir que al Quds, su ciudad santa por antonomasia (como la llaman y sienten), sea la capital de un estado infiel como el judío, que ni siquiera debería existir sobre una tierra que, a raíz de su conquista en el año 630, se convirtió en “musulmana para siempre”.
A la luz de esta convicción (que, para quienes no son musulmanes, resulta como mínimo una presunción discutible), el 29 de noviembre de 1947 los once estados musulmanes que eran miembros de las Naciones Unidas votaron contra la Resolución 181, esto es, contra el plan de partición del territorio entre el Mediterráneo y el Jordán, hasta entonces bajo mandato de Gran Bretaña, entre dos estados nacientes, uno judío y uno musulmán, y contra la sustracción a ambos de la soberanía sobre Jerusalén con la creación para la ciudad y para su espacio vital circundante de un corpus separatum sujeto a soberanía internacional.
Agitando la amenaza de un gravísimo deterioro del ya de por sí alterado escenario en el Cercano y Medio Oriente, y de sus inevitables repercusiones en todo el universo islámico, la Autoridad Nacional Palestina ha reaccionado rápidamente, por un lado promoviendo tres jornadas de “rabia” y por otro advirtiendo a los líderes de los países occidentales (también al Papa Francisco) de que el proceso de paz auspiciado por ellos queda aún más comprometido.
Para el mundo islámico, y de modo especial para el árabe, la embajada de Estados Unidos en Jerusalén significa el reconocimiento de la capital del Estado de Israel por parte de la gran nación norteamericana. Una evidencia inaceptable. Porque ningún musulmán puede ni siquiera concebir que al Quds, su ciudad santa por antonomasia (como la llaman y sienten), sea la capital de un estado infiel como el judío, que ni siquiera debería existir sobre una tierra que, a raíz de su conquista en el año 630, se convirtió en “musulmana para siempre”.
A la luz de esta convicción (que, para quienes no son musulmanes, resulta como mínimo una presunción discutible), el 29 de noviembre de 1947 los once estados musulmanes que eran miembros de las Naciones Unidas votaron contra la Resolución 181, esto es, contra el plan de partición del territorio entre el Mediterráneo y el Jordán, hasta entonces bajo mandato de Gran Bretaña, entre dos estados nacientes, uno judío y uno musulmán, y contra la sustracción a ambos de la soberanía sobre Jerusalén con la creación para la ciudad y para su espacio vital circundante de un corpus separatum sujeto a soberanía internacional.
De esta forma se
eliminaba sobre el papel la razón de un conflicto fuertemente animado
por motivaciones religiosas y claramente irresoluble. Por amor a la
Historia, debe recordarse que la Resolución 181 de la Asamblea General
de la ONU fue aprobada con 33 votos favorables y 14 contrarios, pues a
los 11 “noes” de los países musulmanes se unieron Cuba, Grecia y la
India. Hubo 10 abstenciones.
Para dar a entender su persistente rechazo a la decisión de las Naciones Unidas (en virtud de la cual, el 14 de mayo de 1948, cuando concluyó el mandato británico, se proclamó la creación del Estado de Israel y se estableció su capital en Tel Aviv), los estados árabes de Oriente Medio declararon la guerra al estado judío y salieron derrotados.
Para dar a entender su persistente rechazo a la decisión de las Naciones Unidas (en virtud de la cual, el 14 de mayo de 1948, cuando concluyó el mandato británico, se proclamó la creación del Estado de Israel y se estableció su capital en Tel Aviv), los estados árabes de Oriente Medio declararon la guerra al estado judío y salieron derrotados.
Al igual que en otras
dos guerras: la de 1967, denominada por su duración la Guerra de los
Seis Días, y la de 1973, recordada como la Guerra del Yom Kippur, porque
estalló justo el día en el que todos los judíos piden perdón a Dios con
ayuno y oración y estaban muy lejos de pesar que serían atacados por
sus vecinos.
Estas guerras llevaron al reforzamiento y a la ampliación del territorio del estado judío diseñado en la Resolución de la ONU. Años después, mediante los tratados de paz con Egipto y Jordania, Israel les restituyó sus territorios ocupados. Por el contrario, incorporó al territorio de su Estados los estratégicos Altos del Golán, arrebatados a Siria, y la parte oriental de Jerusalén, que en la época de la conquista, en 1967, estaba bajo soberanía de Jordania.
Así unificada, el 30 de julio de 1980 Jerusalén fue proclamada “capital eterna” de Israel por su parlamento (la Knesset), y como tal se celebra anualmente en la exaltación tanto del Rey David, quien la eligió como expresión emblemática de la unidad de su pueblo, como de su hijo el Rey Salomón, quien erigió allí el Templo donde se instaló el Arca de la Alianza con Dios, memorial santísimo de la elección del pueblo y lugar privilegiado para su oración.
Ciudad de Dios en el anuncio y testimonio expresos, a lo largo de los siglos, de escritores-profetas que han tejido el Antiguo Testamento, y en la profesión diaria de los fieles judíos desde hace milenios.
Y Ciudad de Dios para los cristianos porque allí vivió, murió y resucitó el Mesías, Jesús, el Hijo de Dios, quien estableció en ella la Nueva Alianza con el hombre. Los cristianos recibieron también del Apocalipsis del apóstol y teólogo Juan el anuncio profético de la Jerusalén celestial, denominada así y no con otro topónimo.
Ciudad de Dios, al Quds, la santa por antonomasia, también para los fieles de la religión musulmana, quienes, en nombre del exclusivismo fruto del supuesto cumplimiento de la revelación divina por el profeta Mahoma, quisieron poner sobre ella un sello propio y definitivo, justo sobre la explanada del antiguo Templo judío, transformando en mezquita, al conquistarla, la iglesia erigida allí por los cruzados, y denominándola el Aqsa (la lejana), en recuerdo del aterrizaje de Mahoma a caballo sobre Buraq, su yegua alada; y construyendo pocos años después la mezquita de la gran cúpula dorada, justo sobre la piedra donde los judíos veneran desde siempre el sacrificio de Abraham.
Bastaría con recordar este extraordinario entramado de hechos y memorias, indelebles en la veneración de los fieles de las tres religiones monoteístas, para reconocer la validez y la actualidad de la solución “internacional” para Jerusalén encontrada en 1947 por las Naciones Unidas: paradójicamente rechazada, todavía hoy, tanto por judíos como por musulmanes, y propuesta en vano por los cristianos.
Estas guerras llevaron al reforzamiento y a la ampliación del territorio del estado judío diseñado en la Resolución de la ONU. Años después, mediante los tratados de paz con Egipto y Jordania, Israel les restituyó sus territorios ocupados. Por el contrario, incorporó al territorio de su Estados los estratégicos Altos del Golán, arrebatados a Siria, y la parte oriental de Jerusalén, que en la época de la conquista, en 1967, estaba bajo soberanía de Jordania.
Así unificada, el 30 de julio de 1980 Jerusalén fue proclamada “capital eterna” de Israel por su parlamento (la Knesset), y como tal se celebra anualmente en la exaltación tanto del Rey David, quien la eligió como expresión emblemática de la unidad de su pueblo, como de su hijo el Rey Salomón, quien erigió allí el Templo donde se instaló el Arca de la Alianza con Dios, memorial santísimo de la elección del pueblo y lugar privilegiado para su oración.
Ciudad de Dios en el anuncio y testimonio expresos, a lo largo de los siglos, de escritores-profetas que han tejido el Antiguo Testamento, y en la profesión diaria de los fieles judíos desde hace milenios.
Y Ciudad de Dios para los cristianos porque allí vivió, murió y resucitó el Mesías, Jesús, el Hijo de Dios, quien estableció en ella la Nueva Alianza con el hombre. Los cristianos recibieron también del Apocalipsis del apóstol y teólogo Juan el anuncio profético de la Jerusalén celestial, denominada así y no con otro topónimo.
Ciudad de Dios, al Quds, la santa por antonomasia, también para los fieles de la religión musulmana, quienes, en nombre del exclusivismo fruto del supuesto cumplimiento de la revelación divina por el profeta Mahoma, quisieron poner sobre ella un sello propio y definitivo, justo sobre la explanada del antiguo Templo judío, transformando en mezquita, al conquistarla, la iglesia erigida allí por los cruzados, y denominándola el Aqsa (la lejana), en recuerdo del aterrizaje de Mahoma a caballo sobre Buraq, su yegua alada; y construyendo pocos años después la mezquita de la gran cúpula dorada, justo sobre la piedra donde los judíos veneran desde siempre el sacrificio de Abraham.
Bastaría con recordar este extraordinario entramado de hechos y memorias, indelebles en la veneración de los fieles de las tres religiones monoteístas, para reconocer la validez y la actualidad de la solución “internacional” para Jerusalén encontrada en 1947 por las Naciones Unidas: paradójicamente rechazada, todavía hoy, tanto por judíos como por musulmanes, y propuesta en vano por los cristianos.
Hay un documento de 1994 de los patriarcas y cabezas de las Iglesias cristianas de Tierra Santa (Memorandum sobre el significado de Jerusalén para los cristianos)
que tiene todos los títulos para ser punto de referencia en cualquier
intento de paz, porque llama a todas las partes interesadas a comprender
y aceptar la naturaleza y el significado profundo de Jerusalén, Ciudad
de Dios, de la cual “nadie puede apropiarse de forma exclusiva”
Esperemos que, en vez de mantener el orgullo en los ánimos, de aumentar las divisiones y rencores, de fomentar el inicio de nuevas violencias, el anuncio de Trump sirva para “redescubrir” el camino que conduzca a una auténtica pacificación. Y ésta pasa por el reconocimiento de la “soberanía divina” sobre “Jerusalén la incomprendida”.
Esperemos que, en vez de mantener el orgullo en los ánimos, de aumentar las divisiones y rencores, de fomentar el inicio de nuevas violencias, el anuncio de Trump sirva para “redescubrir” el camino que conduzca a una auténtica pacificación. Y ésta pasa por el reconocimiento de la “soberanía divina” sobre “Jerusalén la incomprendida”.
GRAZIANO MOTTA Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Graziano Motta es un periodista especializado en Oriente Medio, donde vivió treinta años y fue corresponsal, entre otros, para Radio Vaticana, Avvenire y L'Osservatore Romano.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Graziano Motta es un periodista especializado en Oriente Medio, donde vivió treinta años y fue corresponsal, entre otros, para Radio Vaticana, Avvenire y L'Osservatore Romano.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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