"Un sinnúmero de discordias y desacuerdos de católicos suceden a menudo por no saber conjugar verdades, por desconocer aquel arte de unir al dinamismo de la vida dos principios de aparente contradicción."
José Alberto Ferrari
Es cuestión de una pulgada; pero una pulgada es todo cuando se está conservando un equilibrio”.
G.K. Chesterton
Conservar el equilibrio, en cuerpos estáticos y simétricos, es cálculo; conservarlo en el pensar y obrar de los hombres es un osado desafío espiritual y artístico.
Entre los argumentos intuitivos de Chesterton a favor del cristianismo se destaca éste, el equilibrio. Manera singular de aunar dos fuerzas o ideas en apariencia contrapuestas, exaltando todas sin opacar ninguna. Por ejemplo, propugnaba una valentía desgarradora hasta dar la vida pero sin desdeñarla, deseaba la paz mientras armaba caballeros para la guerra, con idéntico ímpetu predicaba sobre la virginidad y la familia. Supo mantener lado a lado, dice Chesterton, “dos insistencias, como si mantuviera dos colores, rojo y blanco; como el blanco y el rojo del escudo de San Jorge. Siempre mantuvo un saludable odio por el rosado”. Así, todo el cuerpo de la Cristiandad –esa “roca inmensa, irregular y romántica”– logró unidad armónica, se hizo de una sola pieza como la divina túnica de nuestro Salvador (símbolo de la Iglesia, según enseña San Cipriano).
Esta sorprendente cualidad que no puede conquistarse a fuerza de recetas, métodos ni gestiones humanas, pareciera escasear en muchos de los grupos o movimientos que integran nuestra Iglesia. Un sinnúmero de discordias y desacuerdos de católicos suceden a menudo por no saber conjugar verdades, por desconocer aquel arte de unir al dinamismo de la vida dos principios de aparente contradicción. Pienso que esta carencia puede manifestarse de dos modos: mezclando verdades o acentuando una verdad por sobre otra (descontemos de raíz a quienes no tienen siquiera una verdad que mezclar o acentuar). El equilibrio, fruto de la sensatez, es punto medio de estos dos descarríos: de un lado, un amasijo oscuro y desabrido; del otro, un paquetón de buenas verdades sin ligazón.
El primer error es más fácil de descubrir; lo que se mezcla se diluye (lo saben por igual albañiles y enólogos). Lo primario pierde identidad para dar lugar a una verdad descolorida –el rosado, por caso– desprovista de tradición y contenido, de fuerza y vitalidad. Es tanta la dilución que todo parece lo mismo porque no hay contornos ni definiciones claras y, por lo mismo, se pierde el compromiso y la alegría. La fidelidad se torna fanatismo y muere ya la ilusión de levantar pendones por un ideal. No hace falta ejemplificar ni dar nombres de instituciones de esta índole, se encuentran a la vuelta de cualquier esquina del mundo.
La segunda manera de atentar contra una correcta conjugación es la mala acentuación. Una palabra varía su sentido de acuerdo a la sílaba acentuada. Mutatis mutandi pasa con nuestra Fe, la cual se desvirtúa muchas veces por no acertar con los acentos. En nuestra vida cristiana hay cosas esenciales y accidentales, dogmáticas y opinables, importantes y urgentes, etc. Cada alma humana –o comunidad católica, para seguir la reflexión– tiene un carácter diferente, como distintas las circunstancias, condiciones y destinos a los cuales ha sido llamada. En esta trama tan exquisita y compleja es preciso dar en la tecla para no arruinar la obra de Dios en nosotros. La sensatez es una cuestión de acentos. Aquí los ejemplos abundan porque toda combinación desatinada trae desequilibrio. Quienes anteponen la acción a la contemplación, quienes se aferran al estudio descuidando la oración, quienes defienden la liturgia postergando su vida moral, quienes atienden rigurosos la doctrina relegando el culto. El que no presupone lo natural y el que desconoce lo sobrenatural, los minuciosos de la letra o los intrépidos del espíritu, los que saben y no hacen, los que hacen sin saber, e via dicendo…
Una consecuencia de las tantas acentuaciones erróneas podría ser ésta: desintegrar la vida. Cuando no se acierta en los acentos de un verso –continuando nuestros ejemplos lingüísticos– es imposible lograr ese conjunto armónico e inquebrantable del poema. Las palabras no danzan al unísono y así, desintegradas, malogran la obra de arte. Ocurre parecido en hombres y comunidades cristianas que no logran equilibrio por sutiles desproporciones, por tildar fuera de lugar… aunque sea una pulgada. Por desconocer el fin confunden los medios. Sin un principio interno ordenador todo se desquicia y desvitaliza. Algunos se hacen conservadores de un cuerpo, sí, pero disecado y frío. El cuerpo más bello deviene en cadáver si se desatiende el alma. Falta integrar la vida y eso es considerar todas sus partes y ordenarlas desde dentro conforme a naturaleza. La integridad es signo de buena salud y debe ser condición necesarísima para el apostolado... sin embargo, suele ausentarse en las más entusiastas iniciativas.
Otra forma casi imperceptible de esta segunda manifestación es el falso equilibrio. Son los mentados reduccionismos y simplificaciones que no tanto desvían cuanto empobrecen una vida de Fe. Es un equilibrio a mi medida, donde las verdades están bien acentuadas. El problema es que faltan verdades y faltan acentos. A veces preferimos quedarnos en estas visiones sesgadas de espiritualidad por mera comodidad, por el orgullo de tener una respuesta razonable para todo. Nos aferramos, sin más, por lo que ellas nos dan de certezas, cuando la fe también es inseguridad. Se trata de una tranquilidad e intranquilidad que van juntas, decía Pieper, no obstante estamos bien con la sola tranquilidad. Cualquier riesgo nos parece peligroso y exagerado. Hemos perdido el instinto de aventura y, por evitar el naufragio, anclamos en posturas ridículas, accesorias. Cada cual se aferra a la que mejor le parece o tiene más cerca, desoyendo la Tradición y recreando una fe a su antojo. Se intenta conservar lo anterior porque es mejor que lo nuevo; y así, de acuerdo al molde que quiere conservarse, cada cual es más o menos conservador. Por eso, conservadurismos hay muchos; Tradición, una sola. Y arribar a los umbrales de esta genuina Tradición es el cometido difícil en el que estamos embarcados.
Sin duda el diagnóstico es incompleto y carece de algunas precisiones que hallarán los que más saben. Con todo, no deja de suscitar algunas reflexiones que bien pueden ayudarnos en nuestro itinerario espiritual. Es inevitable que se suscite este interrogante: ¿qué hacer para alcanzar sensatez? ¿Cómo conocer aquellas verdades nutricias, conjugarlas convenientemente y articularlas en cada existencia personal o grupal? La búsqueda humilde de estas respuestas es indicio de buen camino.
Si alguno intuyera que todo esto es también una paradoja, creo que acertaría. Porque dicha paradoja –o quizá feliz solución– consiste en que al equilibrio no hay que buscarlo… se lo encuentra buscando a Dios. Si “todo es cuestión de una pulgada”, mejor dejárselo a Él. Jamás el equilibrio será producto de esmerados análisis sino siempre añadidura divina; “porque Dios da la sabiduría, y de su boca salen el conocimiento y la inteligencia” (Prov II, 6). Y esta Sabiduría debe ser nuestro mayor anhelo y única preferencia, pues “ella abarca fuertemente todas las cosas, de un cabo a otro, y las ordena todas con suavidad” (Sab VIII, 1). Ella es “madre del bello amor, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza” (Ecli XXIV, 24) y “juntamente con ella vienen todos los bienes” (Sab VII, 11). La sabiduría nos dará equilibrio, y sólo la alcanzaremos anhelando e implorando el verdadero conocimiento de Dios. Quien se deja conducir por el Espíritu, no tiene por qué hacer cuentas ni acrobacias.
Dicho esto y llegando al final, agudizando el criterio, podríamos cuestionar la voz “equilibrio”. Y es necesario hacerlo, para no confundir este equilibrio atrevido, sobrenatural y divino, con la estabilidad engañosa de una fe burguesa, desnutrida y pusilánime. Por eso nos queda corta la palabra castellana para aludir a todo lo que quisiéramos. Por lo mismo, quizás, Thibon distinguió el equilibrio de la armonía y optó por esta última, que sugiere más un orden vivo y esa unidad en la multiplicidad a la que nos remite el diccionario. Como fuere, es preciso este matiz para que no se crean equilibrados los “prolijos”, los que rehúyen los extremos. Porque el cristianismo es extremo, porque la entrega de Cristo fue extrema y nos amó hasta el fin. La locura de la Cruz, escándalo y necedad para los equilibristas del mundo, es Sabiduría y Ciencia de Dios.
Para hallar el conocimiento de Dios debemos ir a su Fuente primordial, puntal unitario de una Tradición viva y completa. Las Sagradas Escrituras y los Santos Padres son morada de encuentro íntimo con el Señor. Su Palabra y los mediadores e intérpretes de esa Palabra guardan un tesoro que muchos aún no han desenterrado. Eslabón primario que suele desatenderse e ignorarse en muchos grupos que se dicen tradicionales; motivo y raíz de desequilibrio y de muchas desavenencias. Porque, en última instancia, se trata de acceder al misterio intratrinitario con el alma entera y, para vislumbrar y desear ese botín divino, necesitamos estos hilos dorados de la trama. Sin ellos, se truncará cualquier intento de Tradición fidedigna.
G.K. Chesterton
Conservar el equilibrio, en cuerpos estáticos y simétricos, es cálculo; conservarlo en el pensar y obrar de los hombres es un osado desafío espiritual y artístico.
Entre los argumentos intuitivos de Chesterton a favor del cristianismo se destaca éste, el equilibrio. Manera singular de aunar dos fuerzas o ideas en apariencia contrapuestas, exaltando todas sin opacar ninguna. Por ejemplo, propugnaba una valentía desgarradora hasta dar la vida pero sin desdeñarla, deseaba la paz mientras armaba caballeros para la guerra, con idéntico ímpetu predicaba sobre la virginidad y la familia. Supo mantener lado a lado, dice Chesterton, “dos insistencias, como si mantuviera dos colores, rojo y blanco; como el blanco y el rojo del escudo de San Jorge. Siempre mantuvo un saludable odio por el rosado”. Así, todo el cuerpo de la Cristiandad –esa “roca inmensa, irregular y romántica”– logró unidad armónica, se hizo de una sola pieza como la divina túnica de nuestro Salvador (símbolo de la Iglesia, según enseña San Cipriano).
Esta sorprendente cualidad que no puede conquistarse a fuerza de recetas, métodos ni gestiones humanas, pareciera escasear en muchos de los grupos o movimientos que integran nuestra Iglesia. Un sinnúmero de discordias y desacuerdos de católicos suceden a menudo por no saber conjugar verdades, por desconocer aquel arte de unir al dinamismo de la vida dos principios de aparente contradicción. Pienso que esta carencia puede manifestarse de dos modos: mezclando verdades o acentuando una verdad por sobre otra (descontemos de raíz a quienes no tienen siquiera una verdad que mezclar o acentuar). El equilibrio, fruto de la sensatez, es punto medio de estos dos descarríos: de un lado, un amasijo oscuro y desabrido; del otro, un paquetón de buenas verdades sin ligazón.
El primer error es más fácil de descubrir; lo que se mezcla se diluye (lo saben por igual albañiles y enólogos). Lo primario pierde identidad para dar lugar a una verdad descolorida –el rosado, por caso– desprovista de tradición y contenido, de fuerza y vitalidad. Es tanta la dilución que todo parece lo mismo porque no hay contornos ni definiciones claras y, por lo mismo, se pierde el compromiso y la alegría. La fidelidad se torna fanatismo y muere ya la ilusión de levantar pendones por un ideal. No hace falta ejemplificar ni dar nombres de instituciones de esta índole, se encuentran a la vuelta de cualquier esquina del mundo.
La segunda manera de atentar contra una correcta conjugación es la mala acentuación. Una palabra varía su sentido de acuerdo a la sílaba acentuada. Mutatis mutandi pasa con nuestra Fe, la cual se desvirtúa muchas veces por no acertar con los acentos. En nuestra vida cristiana hay cosas esenciales y accidentales, dogmáticas y opinables, importantes y urgentes, etc. Cada alma humana –o comunidad católica, para seguir la reflexión– tiene un carácter diferente, como distintas las circunstancias, condiciones y destinos a los cuales ha sido llamada. En esta trama tan exquisita y compleja es preciso dar en la tecla para no arruinar la obra de Dios en nosotros. La sensatez es una cuestión de acentos. Aquí los ejemplos abundan porque toda combinación desatinada trae desequilibrio. Quienes anteponen la acción a la contemplación, quienes se aferran al estudio descuidando la oración, quienes defienden la liturgia postergando su vida moral, quienes atienden rigurosos la doctrina relegando el culto. El que no presupone lo natural y el que desconoce lo sobrenatural, los minuciosos de la letra o los intrépidos del espíritu, los que saben y no hacen, los que hacen sin saber, e via dicendo…
Una consecuencia de las tantas acentuaciones erróneas podría ser ésta: desintegrar la vida. Cuando no se acierta en los acentos de un verso –continuando nuestros ejemplos lingüísticos– es imposible lograr ese conjunto armónico e inquebrantable del poema. Las palabras no danzan al unísono y así, desintegradas, malogran la obra de arte. Ocurre parecido en hombres y comunidades cristianas que no logran equilibrio por sutiles desproporciones, por tildar fuera de lugar… aunque sea una pulgada. Por desconocer el fin confunden los medios. Sin un principio interno ordenador todo se desquicia y desvitaliza. Algunos se hacen conservadores de un cuerpo, sí, pero disecado y frío. El cuerpo más bello deviene en cadáver si se desatiende el alma. Falta integrar la vida y eso es considerar todas sus partes y ordenarlas desde dentro conforme a naturaleza. La integridad es signo de buena salud y debe ser condición necesarísima para el apostolado... sin embargo, suele ausentarse en las más entusiastas iniciativas.
Otra forma casi imperceptible de esta segunda manifestación es el falso equilibrio. Son los mentados reduccionismos y simplificaciones que no tanto desvían cuanto empobrecen una vida de Fe. Es un equilibrio a mi medida, donde las verdades están bien acentuadas. El problema es que faltan verdades y faltan acentos. A veces preferimos quedarnos en estas visiones sesgadas de espiritualidad por mera comodidad, por el orgullo de tener una respuesta razonable para todo. Nos aferramos, sin más, por lo que ellas nos dan de certezas, cuando la fe también es inseguridad. Se trata de una tranquilidad e intranquilidad que van juntas, decía Pieper, no obstante estamos bien con la sola tranquilidad. Cualquier riesgo nos parece peligroso y exagerado. Hemos perdido el instinto de aventura y, por evitar el naufragio, anclamos en posturas ridículas, accesorias. Cada cual se aferra a la que mejor le parece o tiene más cerca, desoyendo la Tradición y recreando una fe a su antojo. Se intenta conservar lo anterior porque es mejor que lo nuevo; y así, de acuerdo al molde que quiere conservarse, cada cual es más o menos conservador. Por eso, conservadurismos hay muchos; Tradición, una sola. Y arribar a los umbrales de esta genuina Tradición es el cometido difícil en el que estamos embarcados.
Sin duda el diagnóstico es incompleto y carece de algunas precisiones que hallarán los que más saben. Con todo, no deja de suscitar algunas reflexiones que bien pueden ayudarnos en nuestro itinerario espiritual. Es inevitable que se suscite este interrogante: ¿qué hacer para alcanzar sensatez? ¿Cómo conocer aquellas verdades nutricias, conjugarlas convenientemente y articularlas en cada existencia personal o grupal? La búsqueda humilde de estas respuestas es indicio de buen camino.
Si alguno intuyera que todo esto es también una paradoja, creo que acertaría. Porque dicha paradoja –o quizá feliz solución– consiste en que al equilibrio no hay que buscarlo… se lo encuentra buscando a Dios. Si “todo es cuestión de una pulgada”, mejor dejárselo a Él. Jamás el equilibrio será producto de esmerados análisis sino siempre añadidura divina; “porque Dios da la sabiduría, y de su boca salen el conocimiento y la inteligencia” (Prov II, 6). Y esta Sabiduría debe ser nuestro mayor anhelo y única preferencia, pues “ella abarca fuertemente todas las cosas, de un cabo a otro, y las ordena todas con suavidad” (Sab VIII, 1). Ella es “madre del bello amor, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza” (Ecli XXIV, 24) y “juntamente con ella vienen todos los bienes” (Sab VII, 11). La sabiduría nos dará equilibrio, y sólo la alcanzaremos anhelando e implorando el verdadero conocimiento de Dios. Quien se deja conducir por el Espíritu, no tiene por qué hacer cuentas ni acrobacias.
Dicho esto y llegando al final, agudizando el criterio, podríamos cuestionar la voz “equilibrio”. Y es necesario hacerlo, para no confundir este equilibrio atrevido, sobrenatural y divino, con la estabilidad engañosa de una fe burguesa, desnutrida y pusilánime. Por eso nos queda corta la palabra castellana para aludir a todo lo que quisiéramos. Por lo mismo, quizás, Thibon distinguió el equilibrio de la armonía y optó por esta última, que sugiere más un orden vivo y esa unidad en la multiplicidad a la que nos remite el diccionario. Como fuere, es preciso este matiz para que no se crean equilibrados los “prolijos”, los que rehúyen los extremos. Porque el cristianismo es extremo, porque la entrega de Cristo fue extrema y nos amó hasta el fin. La locura de la Cruz, escándalo y necedad para los equilibristas del mundo, es Sabiduría y Ciencia de Dios.
Para hallar el conocimiento de Dios debemos ir a su Fuente primordial, puntal unitario de una Tradición viva y completa. Las Sagradas Escrituras y los Santos Padres son morada de encuentro íntimo con el Señor. Su Palabra y los mediadores e intérpretes de esa Palabra guardan un tesoro que muchos aún no han desenterrado. Eslabón primario que suele desatenderse e ignorarse en muchos grupos que se dicen tradicionales; motivo y raíz de desequilibrio y de muchas desavenencias. Porque, en última instancia, se trata de acceder al misterio intratrinitario con el alma entera y, para vislumbrar y desear ese botín divino, necesitamos estos hilos dorados de la trama. Sin ellos, se truncará cualquier intento de Tradición fidedigna.
Debemos buscar a Dios con osadía e
inteligencia y, para ello, es menester empezar por el principio. Si
acordamos en esto, tal vez evitemos unos cuantos dolores de cabeza.
¡Adelante! “Spiritum nolite extinguere” (I Tes, V, 19)
¡Adelante! “Spiritum nolite extinguere” (I Tes, V, 19)
JOSÉ ALBERTO FERRARI Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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