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martes, 26 de diciembre de 2017

¿PUEDE SER LA POLÍTICA UN JUEGO DE SUMA POSITIVA?

Cuando se repite tanto en España que la solución del problema es “política”, hay que recordar que el problema lo están creando los políticos


Ilustración RAÚL ARIAS

Desde que conocí su obra, John von Neumann ha sido uno de mis ídolos intelectuales. En un 'ranking' de inteligencias científico-tecnológicas del siglo XX, le situaría entre los tres primeros. Aunque no haya oído su nombre, cada vez que utiliza su ordenador está haciéndolo gracias a su trabajo. Solo podremos comprender su importancia si previamente comprendemos que las matemáticas están presentes en nuestra vida diaria, como una especie de hada madrina discreta y eficiente. Hoy solo quiero referirme a una de las creaciones de Von Neumann: la teoría de juegos, que estudia las mejores estrategias para tomar decisiones. Es, en realidad, una teoría sobre el comportamiento humano. Hay juegos de “suma cero”, en el que uno gana y otro pierde. Por ejemplo, el tenis, o el póker. Hay, en cambio, otros juegos de “suma positiva”, en los que todos ganan. Por ejemplo, el comercio o la democracia. Y otros, en cambio, en los que todos pierden. Un ejemplo, los enfrentamientos destructivos. A lo largo de la historia, aparentemente los juegos de suma cero han sido muy frecuentes. Ha habido clases dominantes y clases dominadas, vencedores y vencidos, ganadores y perdedores.

Sin embargo, hay un modo más optimista de contemplar la historia, y quiero hablar de él para comenzar de manera más esperanzada el año. Robert Wright ha defendido que la evolución de las culturas es una búsqueda continua de soluciones de suma positiva a los inevitables problemas que surgen de la convivencia. El talento político es encontrar soluciones win-win, de suma positiva, en la que todos los participantes logren satisfacer parte de sus aspiraciones legítimas. Buscarlas sistemáticamente sería el núcleo de un programa político creativo. La dialéctica política ha sido con demasiada frecuencia de suma cero. Unos ganan y otros pierden. Basta escuchar el lenguaje bélico de los políticos.

La Cataluña dual puede mantener su fragmentación durante generaciones, en un juego de suma negativa, en el que todas las partes pierdan

Tomemos como ejemplo la necesidad de buscar una solución de suma positiva al problema catalán. Simplificando, la mitad de los catalanes quiere la independencia y la otra mitad no la quiere. Las soluciones de suma cero a este problema son fáciles de enunciar: una parte se impone a la otra o una parte espera hasta convencer a la otra. En ambos casos, una parte debe desaparecer o someterse. La heterogeneidad de la población dentro del territorio catalán no permite hablar de “una” nación, sino de una “idea” (la nación catalana) que quiere hacerse real y que pretende hacerlo convirtiéndose en un Estado.

Convendría que los historiadores y los expertos en Ciencia Política explicaran que mezclar el concepto de “nación” y de “Estado” es una radical equivocación. Para comprobarlo basta seguir la evolución histórica de ambas nociones, sus encuentros, desencuentros y malversaciones. Pertenecen a ámbitos diferentes, y la idea de unirlos en un mismo sistema conceptual solo plantea problemas. Como su nombre indica, “nación” señala una proximidad a lo biológico, al nacimiento, al arraigo, a la proximidad, es un concepto social. Estado es un concepto político que mediante los mecanismos del poder se encarga de organizar la sociedad. Cuando se estudian las formas de organización política –clan, banda, tribu, Estado- las primeras están relacionas con lazos sociales y emocionales fuertes. Siguiendo una venerable distinción establecida por Ferdinan Tonnies, son comunidades (Gemeinschaft). El Estado tiene que ver con una “sociedad extensa y heterogénea” Gesellschaft). Es un modo de organización impuesto –aunque después sea legitimada democráticamente- que, para resultar más eficiente, tiene que uniformar a la sociedad e intentar trasladar al Estado los sentimientos de pertenencia que se tenían hacia la comunidad en que se había nacido. Aparece entonces la idea de “nación política”, un híbrido que como tantos otros resulta estéril. Esta idea de “nación política” es hija del Estado, como señaló Inmanuel Wallerstein. Este es el camino seguido históricamente por muchos países. Una de las formas de fomentar la cohesión social fue utilizar la escuela pública como medio de fortalecer la identidad nacional. Así lo entendió, por ejemplo, Jules Ferry, el creador del sistema educativos francés.

España también siguió este paso desde el Estado a la formación de la “nación política”. Primero se formó una monarquía unida y luego se emprendió la tarea de configurar una nación. Antes solo existieron los "reinos hispánicos". En la literatura del barroco es un lugar común la heterogeneidad de España. Huarte de san Juan, en 1575 escribe que para comprobar las diferencias de temperamentos basta “considerar el ingenio de los catalanes, valencianos, murcianos, granadinos, andaluces, extremeños, portugueses, gallegos, asturianos, montañeses, vizcaínos, navarros, aragoneses y los del riñón de Castilla”. Baltasar Gracián expuso la dificultad de gobierno que esa diversidad provocaba: “En la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, la inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir”.

La solución ha de ser “social”, porque la sociedad civil es la única nación que hay, y es desde ella desde donde debemos repensar los problemas

Volvamos al presente. La Cataluña dual puede mantener su fragmentación durante generaciones, en un juego de suma negativa, en el que todas las partes pierdan: los independentistas, los constitucionalistas y el resto de los españoles. ¿Cuáles pueden ser las soluciones? En primer lugar, afirmar la idea de “nación social o cultural” prescindiendo de la confusa idea de “nación política”. Estas comunidades deben ser protegidas por el Estado, de la misma manera que debe serlo la familia, sin que eso signifique que la familia deba convertirse en Estado.

En segundo lugar, fortalecer las estructuras de autogobierno en dos sentidos: mejorando la transferencias de competencias y la financiación, y fortaleciendo las competencias integradoras, es decir, la participación de las Comunidades Autónomas en la gobernanza estatal, a través de un Senado eficiente y respetado. En tercer lugar, defender la idea de Estado multicultural. Los mismos escritores barrocos que describían la variedad española, la consideraban una bendición, un regalo de Dios. El centralismo de los siglos XIX y XX ha desdeñado ese aspecto. Si de verdad pensamos que la pluralidad es una riqueza, debemos cuidarla, aplaudirla, difundirla. Necesitamos introducir en nuestro sistema educativo una historia completa de las naciones del Estado español. Deberíamos ofertar en todo el Estado como asignaturas optativas las lenguas co-oficiales. Y, por encima de la Real Academia de la Lengua Española, deberíamos organizar una Real academia de las Lenguas hispanas.

La política española está presa de una dialéctica de juegos de suma cero. Por casualidad, estoy releyendo estos días a Buchanan, premio Nobel de Economía. Con toda razón, interpretaba la conducta humana como dirigida por incentivos (materiales o no), y al juzgar los incentivos que motivaban la acción de los políticos era pesimista. Opinaba que el afán de conseguir el poder era su principal meta. Por eso, para los políticos nacionalistas conseguir un Estado propio –que es una estructura de poder- es lo principal. Por eso, cuando se repite tanto en España que la solución del problema es “política”, hay que recordar que el problema lo están creando los políticos. La solución ha de ser “social”, porque la sociedad civil es la única nación que hay, y es desde ella desde donde debemos repensar los problemas que a nivel político no tienen solución.


                                                                       JOSÉ ANTONIO MARINA  Vía EL CONFIDENCIAL

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