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domingo, 25 de febrero de 2018

CARA A CARA DE TRES REFORMADORES



Se acaban de cumplir los 500 años de aquel momento, estelar en la historia, en que Martín Lutero colgara en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg las 95 tesis que representaban una aparatosa censura a la Iglesia de Roma y ponía la primera piedra de una sedición que, trasponiendo las líneas propias una reforma, iba a terminar –algo más tarde- en la redacción de una de las páginas más negras de la unidad de la Iglesia de Cristo sobre esta tierra. Ante esta conmemoración ¿qué decir?

Un primer paso de hoy pudiera ser preguntarse si merece que los católicos recordemos la efemérides en cuestión. Pienso yo que sí lo merece, aunque sólo fuere por doble razón: encomiar la sana rebeldía -en ejercicio de la “libertad de los hijos de Dios”- y la sana crítica, constructiva, oportuna y respetuosa frente a los abusos; y, a la vez, denostar el paso o salto de esta clase de rebeldía o crítica hasta pisar y sobrepasar con mucho las líneas rojas de la ortodoxia y de la fidelidad a los principios que nunca perdió de vista la Iglesia ni en las peores circunstancias o momentos de sus desvíos del Evangelio. 


Eso por un lado, y, por otro, para, tomando base en la señalada ocasión, realzar, en la medida de lo posible –en bosquejo casi sólo y este breve-, algunos puntos de vista que, a mi ver, son convenientes y oportunos para evitar ese mal relativista de creer y sentirse satisfechos pensando que todo es bueno o que tanto da ser católico como luterano o adventista del séptimo día.

Ante conmemoración así, y como no me veo en posesión plena de la verdad, llamo a mis ideas puntos de vista.

Trataré, en el caso, de parangonar conductas de tres reformadores: Lutero, su amigo Erasmo de Rotterdam y nuestro Fr. Benito Jerónimo Feijoo que, en pleno s. XVIII, realizó ante la Iglesia en España una tarea crítica, honesta, ilustrada y respetuosa contra las supersticiones y a favor de una postura de la Iglesia, abierta a perenne reforma sin condescendencias con visionarias deformaciones de la realidad.

A ello van, por tanto, mis reflexiones de hoy.

No me propongo, en cuanto a Lutero, un análisis de su teología ni de sus actitudes socio-políticas o morales. No es ocasión ni hay tiempo. Sólo intento deducir de su perfil humano el curso dado por él, desde el primer momento, a unos idealismos lastrados siempre más con el peso de sus sentidos y pasiones que con el de una razón iluminando una voluntad organizadora de una vida más racional y no tan pasional como parece haber sido la suya, si nos fiamos de su perfil psicológico-biográfico y con él se contrasta su deriva secesionista.

Lutero ha de ser tomado, sin duda, como uno de los protagonistas de la incipiente modernidad de su tiempo; junto con las corrientes del Renacimiento; las teorías de Locke, Maquiavelo y Descartes; con Bodino y Hobbes,y mas tarde la Ilustración. Ha de convenirse que la ruptura del universo de la Cristiandad medieval tuvo una de sus claves en la Reforma protestante. Representa uno de los indicadores del declive.

Esto, que pudiera verse como paso positivo y constructivo o de de depuración de la religiosidad cristiana entonces de hecho vigente, sólo es un espejismo. El “reformador” Lutero no se queda en el noble papel de reformador, sino que –sin llegar a revolucionario religioso, que en verdad no lo fue (ni creo que puedan caber revolucionarios frente al mensaje del Evangelio -ese sí revolucionario de verdad), el papel que desempeña es más bien el de un reaccionario interesado que, con la excusa complaciente de reformar, construye por su cuenta y con materiales cristianos una religión a la medida de su persona; con la particularidad de que esa construcción va ajustándose, en cada paso de su recorrido, a las eventualidades y a los avatares que de hecho le salen al paso y que él resuelve, no tanto según el cristianismo, sino a la imagen de un cristianismo por él adaptado a sus preocupaciones pasionales.

Estoy leyendo estos días, a propósito de este 5º Centenario, la obra de Jacques Maritain que se titula Trois reformateurs: Luther, Descartes, Rousseau (Plom Paris 1925; esta primera edición fue perfilada un tanto en posteriores ediciones pero sin alterar su fondo). Su lectura y sus razones me convencen de mis ideas y criterios sobre la política reformista de Lutero. Matitain deduce su criterio de un serio contraste crítico entre la biografía de Lutero, sus teatros críticos frente a la corrupción y defectos de la Iglesia y la dirección que los hechos de que es protogonista a causa de su secesión van imponiendo al recorrido y conformación de su programa.

La secesión de Lucero marca, en primer lugar, un antes y un después en la historia del cristianismo, en negativo pero también en positivo. En lo primero por el desgarrón que produce en la unidad de la Iglesia; y en su lado positivo por la toma de conciencia a que obliga su escisión a la Iglesia y a la tarea consiguiente de afinar sus posiciones por medio sobre todo del concilio de Trento. Lutero fue un toque muy serio de atención, un revulsivo, una conciencia crítica a favor de la defensa urgente de la ortodoxia y de la disciplina eclesial.

Los grandes principios de la religosidad luterana se van elaborando por Lutero al trasluz de sus pasiones y de exigencias de su psicología personal. Por ejemplo, absolutiza el pecado original de suerte que, al verse incapaz de contrarrestar sus efectos, defiende que la fe –sólo ella y sin las obras propias- salva. 


 Sus afectos a los príncipes alemanes que le ayudan tras el destierro decretado en la Dieta de Worms, le inclinan a ese otro principio religioso-polìtico del “cuius regio eius et religio”, que desmorona el sentido del evangélico “dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo del Cesar”, para caer en una fusión pre-cristiana de lo temporal y lo espiritual. 

Lutero aspira a ser santo y está convencido de que lo es en verdad, pero sin esforzarse ni luchar por serlo y mimetizándose en Cristo y en Dios que lo salvarán aunque él no ponga nada de su parte.

Su ideario religioso –con bases cristianas sin duda- es un trasuntio de su propia psicología. Lutero eleva su verdad a verdad teológica y el matiz diferenciador de su teología es tributario enteramente de su personal realidad problemática.

Total un reaccionario enarbolando ante la religión cristiana la bandera de sus propios intereses religioso-pasionales.

Estas ideas y criterios que enteramente comparto con los de libro de Jacques Maritain, en su citado libro, basten para esbozar tan sólo el cariz reformador de Lutero.

Con mucha brevedad, quisiera esbozar también algo sobre el reformismo tanto de Erasmo de Rotterdam como del P. Feijoo.

En cuanto a Erasmo. Erasmo fue un humanista en el mejor sentido de esta palabra. Religioso como Lutero, fue con Tomás Moro y con Luis Vives un pro-hombre de la erudición y del buen sentido en su tiempo. Amaba a la Iglesia y se dolìa de los vicios y defectos en que la estaban sumiendo sus propios hijos. Y porque la amaba, no tuvo reparo alguno en censurar sus defectos. 

La obra, quizás la más conocida suya, el Elogio de la locura, es un elenco de tales censuras, y le valió la enemiga de los censurados, como suele acaecer porque a nadie gustan las censuras sobre todo si son veraces y vienen de personas para las que decir la verdad como la sienten es un deber y muestra de su amor a Dios y a su Iglesia. 


Cuando su amigo Lutero, que estaba también quejoso de los males de la Iglesia, creyéndole presa fácil de sus egocéntricos efluvios reformistas, le invitó a seguirle, no sólo encontró su negativa sino también un rechazo dialéctico de varias de sus ideas.

Porque conocía bien a su Iglesia y por eso la amaba no declinó de su amor porque los defectos saltaran a la vista. Lutero en cambio, conociendo igual que Erasmo esos defectos y vicios, posiblemente porque era menos inteligente y la amaba menos, no tuvo reparo alguno en dar la estampida que Erasmo nunca ni se propuso ni quiso dar. Todo un ejemplo de amor.

En cuanto al P. B.J. Feijoo. De la entidad y calidad del reformismo religioso-católico del benedictino P. Feijoo (1676-1764) sería justo afirmar algo parecido al de Erasmo de Rotterdam. Pivote de la Ilustración en la España del s. XVIII, su empresa de reforma de la Iglesia resultó paralela a la intentada en otros ámbitos como la economía, la industria o las ciencias. Sanear y liberar a la religión católica de adherencias y excrecencias superfluas para los tiempos y perniciosas para la limpieza del mensaje transmitido por ella de parte de Dios, Fue su auténtico objetivo.

Julián Marías, en un apartado del cap. XXI de su obra España inteligible (Madrid, 2014, pp. 270-274), ofrece una aguda observación que define con verdad el estado de cosas de la Iglesia en la España del s. XVIII. La fe con defecto es error de fe, una herejía; pero fa fe con exceso es superstición y mentira de fe. “La Inquisición –anota literalmente- ha impedido el desarrollo de la herejía en España, que apenas ha caído en defectos contra la fe por defecto, pero no por exceso, es decir, de superstición; los españoles no han dejado de creer en lo que hay que creer, pero han caído en creer cosas indebidas; por otro camino están en estado de error”.

Feijoo, en observación igualmente fina de J. Marías, ilustrado y luchador contra este defecto de la Iglesia española del s. XVIII, es quizá el primero de esos españoles que, en pleno s. XVIII, pudieran verse hoy como “post-conciliares”; es decir, “con fe intacta pero abierta y libre, exenta de todo fanatismo, menos brillante que los ilustrados de otros países, sobre todo de Francia, pero que nos parecen hoy mucho menos desviados de la verdad, y, en el fondo, más independientes”. Su fidelidad a las creencias, parangonable con la de Erasmo, es así mismo todo un ejemplo.

¿Fue realmente Lutero un “moderno” en el sentido pletórico de esta palabra? Si con J. Maritain admitimos el diseño que hace de su persona –egocentrista, pasional, de más emolciones y sentimientos que razones y juicio crítico…- habría que concluir que no, que no fue moderno en tal sentido; más bien lo contrario.

Para Lutero, la libertad del hombre es un imposible por la absotura fuerza del pecado original que no solo mancha sino que aniquila; la fe y la rfazón son incompatibles; las leyes y el derecho no cuadran con su idealismo religioso-cristiano.

Si lo miramnos en el sentido en que muchos ilustrados lo han mirado y aún lo miran, en un sentido opositor e irreductible a la Iglesia, pudiera serlo, aunque más por efectos de la cronología que por los componentes verdaderamente modernos de su ideario.


De todo modos, conmemoremos este Centenario por lo que para cada cual pueda tener de acicate para buscar la verdad de Cristo tal como es, para luchar por ella y sobre todo para insistir en que la Iglesia –como institución del pueblo de Dios con sus dos vertientes visible e invisible, terrenal y espiritual, material y mística….- necesita actualizarse para no exidarse; actualizarse pero sin abdicar un ápice siquiera de sus esencias y valores fundamentales; y necesita estar en estado permanente de reforma renovadora –quitando usos malos e introduciendo usos buenos-, hasta ser lo que dice de ella San Pablo: “Limpia y sin mancha”, siempre fiel al mensaje de Dios hecho hombre, siempre acosada desde dentro y desde fuera pero nunca muerta.



                                SANTIAGO PANIZO ORALLO Vía el blog CON MI LUPA

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