Los malos políticos, que nada resuelven, no merecen dedicarse a ese
digno oficio, menos aún a que se les preste tanta atención mediática
Archivo. El presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, y el entonces 'president' de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont.
EFE
“El escalofrío otoñal, tan típicamente barcelonés, es la primera sensación del cambio de tiempo” (Josep Pla, El cuaderno gris, Destino, 2001, p. 782)
“¿Hasta qué punto el derecho
(como doctrina de las bases y de los fines de la política democrática)
puede someter a la política? He aquí una cuestión que está destinada a
alimentar por un buen tiempo la reflexión” (Marcel Gauchet, La condition politique, Gallimard, París, 2005, p. 533)
No
se puede decir la verdad, porque molesta. Aunque hay evidencias que no
pueden orillarse, por mucho que se pretenda. Enrocarse puede estar muy
bien en el juego de ajedrez, que está también vinculado a los orígenes
de la inteligencia artificial, pero en política
es mala solución. La inteligencia política es otra cosa. Lo primero en
política, además de tener proyecto, es ser serios y no payasos o
leguleyos. Son estas últimas profesiones dignas, pero nunca adecuadas
para gobernar, menos aún la complejidad. El circo en política o el
escaparate de los tribunales cotizan alto en las redes sociales y, más
aun, cuando lo viral es dominante. Pero eso es espectáculo, no política.
Tampoco Derecho. Y pronto pasa alta factura al pueblo que padece tales
actitudes, también a quien las promueve.
La
política requiere un mínimo de seriedad. Y algo tan obvio al parecer a
algunos les cuesta. En efecto, hay políticos con discapacidad absoluta
para tal menester. La política se puede vivir como fantasía o como
proyecto. La primera opción siempre se da de bruces con el muro de la
realidad. La prestidigitación combina mal con la política. Tampoco es
razonable usar las instituciones como un kleenex.
"Lo primero en política, además de tener proyecto, es ser serios y no payasos o leguleyos. Son estas últimas profesiones dignas, pero nunca adecuadas para gobernar"
En política no se puede fallar a la palabra e ir
de ocurrente y manipulador, por mucho que se utilicen todos los trucos
digitales o marrullerías habidas y por haber, aunque algunas veces se
vuelvan en contra cuando el móvil (o su dueño) “se despista”, aunque
luego le importe un “comino”. Tampoco se puede ir de Tancredo y endilgar
tristemente los asuntos políticos a los jueces. Solo en ocasiones
excepcionales el poder judicial debe jugar su inevitable rol político,
que lo tiene. Pero el foro habitual para hacer política es otro y los
actores también. Las actitudes manipuladoras desgastan las
instituciones. Las tramposas o astutas, si no esperpénticas, elevan la
factura. Como decía Madame de Stäel,
“recurrir a la astucia únicamente genera desconfianza en los gobiernos
representativos”. Y de inmediato viene la pérdida de respeto. Primero a
las personas, luego a los partidos y después a los pueblos o a los
Estados. Seriedad no es ser huidizo o ponerse de perfil. Es otra cosa.
Más en política.
Pascal
hace más de tres siglos decía que la política es “un hospital de
locos”. Cabe preguntarse qué diría ahora con la que está cayendo. El
esperpento es la moneda corriente en este mercado político bastardeado
hasta el infinito, aunque con gente alineada inamoviblemente en ambos
lados. La hija de Necker lo expresó una vez
más de forma inigualable: “El gran error de los hombres apasionados por
la política es atribuir toda clase de vicios y bajezas a sus
adversarios”.
Pues nada, a seguir
con la monserga. A continuar banalizando las situaciones de excepción
por parte de unos, mientras que otros echan mano hasta la náusea de la
hipérbole represiva. En honor a la verdad, la excepción (que no la
represión) cohabita últimamente con nosotros, mordiendo la normalidad
constitucional hasta destruirla imperceptiblemente. No puede haber
normalidad institucional cuando ni los actores ni las instituciones
actúan normalmente, cuando no se hace política ni se gobierna, cuando
solo se piensa en clave esencial o electoral. Nadie legisla, nadie
ejecuta y solo se (mal) juzga. No hay poderes: están de vacaciones. Y se
han ido juntos, que no separados. El pergamino constitucional lo están
devorando primero los roedores políticos de la periferia y, más tarde,
los del centro. La excepción constitucional es la quiebra de la
Constitución admitida por ella misma basada en una quiebra precedente
anterior que le da entrada. Cada quiebra tiene su relato. Y sus
altavoces, siempre listos.
"Una vez más se agitan el código y las togas como espantapájaros, poco efectivos para mover voluntades o coser pueblos rotos"
Una orquesta desafinada nunca puede ser un grupo
armónico, menos aún dar lecciones de integración. Y en eso estamos,
volviendo a tocar sin orden ni concierto. Así no hay partitura que
aguante. Fracaso estrepitoso de la mala política, de la barcelonesa y de
la madrileña, ambas incompetentes. Vayan, por tanto, armándose de
paciencia, que este lío tal vez no ha venido para quedarse, pero sí para
estar un buen tiempo entre nosotros. Las noticias cansan, cuando no
agotan. Ahora, por ejemplo, alguno se saca de la chistera el Ejecutivo
bicéfalo: una suerte de presidencia drag queen,
tras el fracaso estrepitoso del Directorio. De nuevo a retorcer las
reglas, enésimo e inútil intento. Y, en la otra orilla, una vez más
agitan el código y las togas como espantapájaros, poco efectivos para
mover voluntades o coser pueblos rotos.
Ante
una mala clase política incapaz de pactar nada (“cintura de hormigón”) y
embozada en su bandera, que cuando así actúa se niega a sí misma y
muestra su impotencia, poco puede hacer una ciudadanía desorientada:
esperar que la buena política entre en escena, proponga y pacte.
Gobernar
se ha convertido en un verbo que nadie sabe conjugar, ni aquí ni allí. Y
conforme huele a elecciones, el gobierno enmudece y se paraliza.
Gobernar es tomar decisiones, actuar, hacer. La anomia gubernamental
pasa factura carísima. ¿En qué país vive ese conjunto de malos políticos
subsidiados por nóminas públicas, precisamente no escasas? No hacen,
deshacen. La política como negación. Somos, sin embargo, conscientes de
la inservibilidad absoluta de esa mala política, pues nada resuelve, a
pesar de los minutos, horas o días que consume en pantallas, papeles u
ondas radiofónicas. Cuánto tiempo y dinero perdido, cuántas personas
analizando banalidades o especulando sobre intenciones. Mientras tanto,
el país aplaza sine die sus problemas. Hace uso de su verbo preferido: procrastinar. Lo ha sugerido recientemente Luc Ferry:
“que nuestros políticos (…) hagan el esfuerzo de formarse, de invertir
tiempo e inteligencia en comprender el mundo venidero en lugar de
contentarse, como es todavía el caso, con los debates del siglo XIX” (La revolución transhumanista, Alianza, 2017).
"Ante una mala clase política incapaz de pactar nada, con cintura de hormigón, embozada en la bandera y que muestra su impotencia, poco puede hacer una ciudadanía desorientada"
Vender humo es muy fácil, transformarlo en algo visible o tangible más complejo. El entusiasmo, como decía Emerson,
es un bien efímero. Y el tiempo se está agotando. Luego viene el duelo o
la frustración enquistada. Y en ello más temprano que tarde se entrará,
si no se ha entrado ya. Quedarán rescoldos del espectacular fuego que
amenazaba con abrasarnos, pero que al final no se consumó, al menos de
momento. A pesar de algunos, que en uno y otro lado han puesto no poco
empeño. Fracasados, es la palabra que les une. Malos políticos, pues
nada resuelven. No merecen dedicarse a ese digno oficio, menos aún a que
se les preste tanta atención mediática. El daño ya está hecho. Y habrá
que pagar el peaje. Nada barato, por cierto.
RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO Vía VOZ PÓPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario