La dificultad del momento es acomodarse al horizonte de un Gobierno secesionista sin posibilidad a corto plazo de volver a intentar la secesión
Foto: Reuters
Tras la intentona otoñal de golpe insurreccional por parte del
separatismo catalán, seguida de la respuesta del Estado, se llegó al triple equilibrio de fuerzas que hoy bloquea la situación.
El Estado de derecho frenó la rebelión y puso a sus responsables ante la Justicia (salvo a los prófugos, por el momento). Pero los sublevados se alzaron con una nueva mayoría parlamentaria que les permite reclamar el gobierno de Cataluña. La dificultad del momento es acomodarse al horizonte de un Gobierno secesionista sin posibilidad a corto plazo de volver a intentar la secesión.
El segundo equilibrio resulta del pertinaz empate entre nacionalistas y no nacionalistas, que se reprodujo el 21-D: dos millones de votos para cada lado.
En un artículo inteligente y aceradísimo, publicado en 'El País', José Luis Álvarez interpreta el plan de fondo del nacionalismo y prevé su actuación futura.
Según este profesor de Harvard, Jordi Pujol se encontró, al llegar al poder, con la realidad de dos Cataluñas: la de los nativos, base natural del sentimiento catalanista, y la resultante de la inmigración masiva de trabajadores desde otras regiones de España.
Comprendió que la secesión no sería realizable hasta disolver esa antinomia social, lo que exigiría un plan sostenido durante décadas, con tres ejes: la supuesta superioridad moral del nacionalismo; el control del aparato de poder y de los principales medios de comunicación, y la política de inmersión lingüística en las escuelas.
Su objetivo último nunca fue la fusión armónica de las dos Cataluñas, sino la absorción supremacista de una sobre la otra. Contando con la pasividad de los sucesivos gobiernos de España, el ejercicio sectario del poder nacionalista y el paso del tiempo, se consumaría el declive demográfico y cultural de "los otros catalanes", cuyos hijos ya serían criaturas del nuevo régimen, desconectadas de sus raíces españolas. Así llegaría "el momento demográfico" del nacionalismo, aquel en que se desharía el empate social y el sentimiento independentista superaría holgadamente la barrera del 50%.
“La falta de sangre fría de los sucesores de Pujol estropeó el 'timing' previsto”, escribe Álvarez. Precipitaron el 'procés' cuando las cosas no estaban aún maduras y su torpeza estuvo a punto de arruinar una estrategia de décadas.
Lo que nos conduce al actual empate entre las dos facciones soberanistas enfrentadas: la del independentismo institucional (ERC y la oficialidad del PDeCAT, Artur Mas y Marta Pascal) frente al insurreccional (la alianza de Puigdemont y sus leales con la CUP). Una batalla que se expresa en el pulso político y personal que mantienen Junqueras y Puigdemont, uno desde su celda de Estremera y el otro desde su refugio dorado en Waterloo.
El sector institucional trata de retomar desde el poder la estrategia de la paciencia pujoliana: librarse del yugo del 155, relajar la intensidad del choque de trenes y seguir presionando a la sociedad hasta alcanzar el 'momento demográfico' para volver a intentarlo. Si ello exige ahora apostatar ante el juez Llarena, dejar caer a Puigdemont y elegir a un presidente judicialmente limpio, hágase.
El grupo insurreccional apuesta por sostener el desafío al Estado hasta las últimas consecuencias. Y hacerlo en los dos escenarios principales en que ahora se libra la batalla: el Tribunal Supremo y el Parlament.
Por un lado, tratan de deslegitimar internacionalmente a la Justicia española y cortocircuitar a Llarena, que se ha convertido en el enemigo más peligroso.
Se multiplican las provocaciones para que los mande perseguir en sus puntos de fuga y conseguir que un juez europeo —belga, suizo, danés o de donde sea— declare que este es un juicio político. Y como Llarena se resiste a morder ese cebo, se le factura la contradicción jurídica de mantener encarcelados a unos mientras renuncia a perseguir a otros. Ese es el sentido de la estudiada fuga de Anna Gabriel a Suiza (aparte de suministrar una mártir a la CUP).
En el escenario parlamentario, el plan pasa, en primer lugar, por cobrar el precio más alto por el sacrificio de Puigdemont. Y después, por poner en la presidencia de la Generalitat a un esbirro suyo, a ser posible encausado judicialmente para hacer pasar al Estado y al Rey por el trágala de designar a uno de los jefes de la sublevación: Jordi Sànchez, Turull o alguien semejante.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
El Estado de derecho frenó la rebelión y puso a sus responsables ante la Justicia (salvo a los prófugos, por el momento). Pero los sublevados se alzaron con una nueva mayoría parlamentaria que les permite reclamar el gobierno de Cataluña. La dificultad del momento es acomodarse al horizonte de un Gobierno secesionista sin posibilidad a corto plazo de volver a intentar la secesión.
El segundo equilibrio resulta del pertinaz empate entre nacionalistas y no nacionalistas, que se reprodujo el 21-D: dos millones de votos para cada lado.
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En un artículo inteligente y aceradísimo, publicado en 'El País', José Luis Álvarez interpreta el plan de fondo del nacionalismo y prevé su actuación futura.
Según este profesor de Harvard, Jordi Pujol se encontró, al llegar al poder, con la realidad de dos Cataluñas: la de los nativos, base natural del sentimiento catalanista, y la resultante de la inmigración masiva de trabajadores desde otras regiones de España.
Comprendió que la secesión no sería realizable hasta disolver esa antinomia social, lo que exigiría un plan sostenido durante décadas, con tres ejes: la supuesta superioridad moral del nacionalismo; el control del aparato de poder y de los principales medios de comunicación, y la política de inmersión lingüística en las escuelas.
El
objetivo último de Jordi Pujol nunca fue la fusión armónica de las dos
Cataluñas, sino la absorción supremacista de una sobre la otra
Su objetivo último nunca fue la fusión armónica de las dos Cataluñas, sino la absorción supremacista de una sobre la otra. Contando con la pasividad de los sucesivos gobiernos de España, el ejercicio sectario del poder nacionalista y el paso del tiempo, se consumaría el declive demográfico y cultural de "los otros catalanes", cuyos hijos ya serían criaturas del nuevo régimen, desconectadas de sus raíces españolas. Así llegaría "el momento demográfico" del nacionalismo, aquel en que se desharía el empate social y el sentimiento independentista superaría holgadamente la barrera del 50%.
“La falta de sangre fría de los sucesores de Pujol estropeó el 'timing' previsto”, escribe Álvarez. Precipitaron el 'procés' cuando las cosas no estaban aún maduras y su torpeza estuvo a punto de arruinar una estrategia de décadas.
Lo que nos conduce al actual empate entre las dos facciones soberanistas enfrentadas: la del independentismo institucional (ERC y la oficialidad del PDeCAT, Artur Mas y Marta Pascal) frente al insurreccional (la alianza de Puigdemont y sus leales con la CUP). Una batalla que se expresa en el pulso político y personal que mantienen Junqueras y Puigdemont, uno desde su celda de Estremera y el otro desde su refugio dorado en Waterloo.
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El sector institucional trata de retomar desde el poder la estrategia de la paciencia pujoliana: librarse del yugo del 155, relajar la intensidad del choque de trenes y seguir presionando a la sociedad hasta alcanzar el 'momento demográfico' para volver a intentarlo. Si ello exige ahora apostatar ante el juez Llarena, dejar caer a Puigdemont y elegir a un presidente judicialmente limpio, hágase.
El grupo insurreccional apuesta por sostener el desafío al Estado hasta las últimas consecuencias. Y hacerlo en los dos escenarios principales en que ahora se libra la batalla: el Tribunal Supremo y el Parlament.
Por un lado, tratan de deslegitimar internacionalmente a la Justicia española y cortocircuitar a Llarena, que se ha convertido en el enemigo más peligroso.
En el escenario
parlamentario, el plan pasa por cobrar el precio más alto por el
sacrificio de Puigdemont. Y después, por poner a un esbirro suyo
Se multiplican las provocaciones para que los mande perseguir en sus puntos de fuga y conseguir que un juez europeo —belga, suizo, danés o de donde sea— declare que este es un juicio político. Y como Llarena se resiste a morder ese cebo, se le factura la contradicción jurídica de mantener encarcelados a unos mientras renuncia a perseguir a otros. Ese es el sentido de la estudiada fuga de Anna Gabriel a Suiza (aparte de suministrar una mártir a la CUP).
En el escenario parlamentario, el plan pasa, en primer lugar, por cobrar el precio más alto por el sacrificio de Puigdemont. Y después, por poner en la presidencia de la Generalitat a un esbirro suyo, a ser posible encausado judicialmente para hacer pasar al Estado y al Rey por el trágala de designar a uno de los jefes de la sublevación: Jordi Sànchez, Turull o alguien semejante.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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