Posverdad, una nueva palabra que ha hecho
fortuna de la mano del ‘Diccionario Oxford’, que la declaró -la palabra
del año. En realidad, no es tan nueva porque ya fue utilizado para David
Roberts, en abril de 2010 en la revista norteamericana Grist,
especializada en información medioambiental, aplicada al negacionismo
del cambio climático. Su resurrección no dejaba de ser una reacción ante
las imprevistas victorias de Donald Trump y del ‘Brexit’ y la forma
como lo habían logrado, y servía para explicar desde los poderes
establecidos, el éxito político de lo que nunca debería haber ganado.
Su significado quiere denotar circunstancias donde
los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión
pública, que las llamadas a la emoción y la creencia personal.
En una definición muy discutible porque siempre entre el hecho y la
persona se levanta su posicionamiento, el filtro mental que cada uno
aplica al fragmento de realidad que le llega. En todo caso, definiciones
más o menos acertadas al margen, el concepto se hace comprensible.
Significa que la verdad no cuenta y es sustituida por las preferencias y la subjetividad. ¡Válgame Dios, sí que han tardado en darse cuenta!
Pero
¿cómo no querían que sucediera tal cosa si la Verdad, así, con
mayúsculas, esta proscrita y es acusada de totalitaria en la cultura
desvinculada? No importa el relato del espejo roto que justifica la
bondad de la democracia: la verdad es como un espejo roto del que cada
uno de nosotros tiene solo una parte, mayor o menor, y nuestro trabajo
es dialogar juntos para conseguir recomponerlo. En el trasfondo de esta
metáfora se encuentra la idea que presupone que hay un Gran Espejo,
y su existencia da sentido a la democracia, en lugar de negarla. La
desvinculación surgida de la razón instrumental parte de la subjetividad
radical, niega tal Gran Espejo no aceptando otra
verdad que la resultante de los procedimientos, que tiene a su favor la
coincidencia mayoritaria, y en su contra, la construcción de la
emotividad de las masas, la suma de preferencias -que en ningún caso es
sinónimo de un bien- y el formateado de las mentes.
La Verdad en esta sociedad viene a ser lo que piensa la mayoría o lo
que es fruto de la espontaneidad. Pero esta forma de ver las cosas tiene
consecuencias perjudiciales para la propia democracia. Cuanto más crece la consideración por la subjetividad y el emotivismo, más pequeño resulta el trozo de espejo, y
además induce a que son innecesarios todos los demás. Esta es una de
las razones para que el antagonismo se imponga a la cooperación en la
vida política. Una vez más la recomendación de MacIntyre de pensar de
acuerdo con la tradición a la que el otro pertenece constituye una forma
de pensar necesaria y urgente.
Cuando la actriz porno Amarna (Marina) Miller reivindica con orgullo la pornografía como una práctica progresista, porque “mi cuerpo es mío y puedo hacer con él lo que me plazca“,
está expresando esta cultura, en la que la subjetividad se transforma
en una justificación colectiva, porque lo que nos dice no es únicamente
una afirmación equivocada sobre la propiedad absoluta del propio cuerpo
-no existe tal cosa- sino el convencimiento de que su punto de vista es suficiente para transformar esta subjetividad en una especie de “derecho” social:
el de difundir y ganar dinero con la pornografía. Estas expresiones son
habituales en la vida cotidiana y expresan lo que ya es una mentalidad
colectiva incompatible con la cohesión social, de hecho, es uno de los
razonamientos básicos del feminismo de género.
Esta
situación se ve agravada por una segunda característica: el menosprecio
por las virtudes, una cuestión tratada magistralmente por Alasdair MacIntyre en “Tras la Virtud”.
En
la Grecia aristotélica un insulto terrible era ser calificado de
apolítico, una condición hoy bien extendida sin especial escándalo. La
causa radicaba en la mentalidad de los ciudadanos griegos. Para ellos
hacer política significaba el ejercicio público de sus virtudes
personales. Un apolítico era un hombre sin atributos virtuosos, un
vicioso. Es evidente que hay un universo de diferencia entre su
comprensión de las cosas y la nuestra. En este caso no está nada claro
que el paso del tiempo signifique una mejora.
La posverdad no es un hecho específico de la política, ni surgido ahora mismo, sino la consecuencia de la cultura moral hegemónica, la cultura de la desvinculación, muy
conectada a la subjetividad del reino de las emociones. Es verdad
aquello que me emociona, que siento, porque me reconozco en este sentir.
Entonces, esto es lo auténtico, es la verdad. Esto es cultura
desvinculada pura y dura, lo que pasa es que ha resultado que un
“outsider” populista de la derecha como Trump ha utilizado mejor esta
tecla que los liberales de Clinton. La amenaza no es la posverdad sino
la cultura de la desvinculación. Hasta que esto no se entienda nuestra
sociedad vive instalada en el peligro.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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