La socialdemocracia ha dado un nuevo paso atrás. Ahora en Italia. El ecosistema en el que ha florecido la izquierda ha cambiado. Los discursos globales han muerto, gana el localismo
Mateo Salvini, candidato de la Liga Norte (LN) a las elecciones de Italia. (Reuters)
Contaba hace unas semanas en privado el comisario Arias Cañete que la Unión Europea (UE) se encontraba en una situación impensable
hace pocos años. Los sucesivos batacazos electorales de la
socialdemocracia —decía el comisario de Energía— hacían muy difícil, por
no decir imposible, cualquier alianza del centro derecha con la izquierda tradicional para renovar algunos de los principales cargos en la Unión Europea (UE).
El problema, sostenía, no era tanto su hundimiento, que es una catástrofe política para la izquierda, como se acaba de ver de forma meridiana en Italia, sino que su espacio político había sido ocupado por una amalgama de partidos poco convencionales alérgicos al pacto y que, a la vista de lo que han crecido en los últimos años al calor de la crisis, no tienen ningún incentivo para la negociación, que es la esencia de la UE desde su creación.
Muy al contrario, la inestabilidad y el ruido están en el ADN de las nuevas formaciones. Algunos partidos, de hecho, se ven como la síntesis superadora de la democracia en los términos de la vieja dialéctica hegeliana. Han venido al mundo para proteger a la gente frente a los viejos partidos, tan corruptos como clasistas. En particular, los socialdemócratas, que, como todo el mundo sabe, se han vendido a los mercados y al capitalismo salvaje.
El hecho de que los populismos y los partidos antisistema hayan ocupado el espacio de la socialdemocracia —el centro derecha todavía aguanta en la mayoría de los países de la UE— es relativamente nuevo en la historia política de Europa desde 1945. Y no hay que ser un fino estratega para entender que ese distanciamiento entre la socialdemocracia tradicional y los obreros que antes votaban a la izquierda tiene que ver con la progresiva desaparición del ecosistema en que ha florecido en las últimas décadas. En particular, debido a las grietas que han aparecido en el Estado de bienestar, no tanto por su tamaño (que no ha decrecido de forma relevante, pese a la crisis) sino por sus condicionantes. Antes, muchos lo veían como la solución, y ahora como el problema. Se imponen las alternativas individuales frente a las colectivas.
Un buen número de ciudadanos se queja de que paga demasiados impuestos para sostenerlo, y no son pocos los europeos que creen que tanta generosidad beneficia, sobre todo, a los inmigrantes, que no solo consumen mayores prestaciones públicas (a las que no tienen acceso las clases medias debido a sus mayores rentas) sino que, además, generan inseguridad. Un buen número de ciudadanos, incluso, está convencido de que en el futuro no cobrará su pensión o que será tan exigua que necesariamente los conducirá a la pobreza material. Con la paradoja de que en ocasiones son los propios partidos socialdemócratas quienes han llevado a cabo los ajustes, lo que les ha supuesto una enorme perdida de credibilidad.
Ese discurso, unido a los efectos que tiene la globalización sobre los salarios y la estabilidad laboral, es casi imbatible, lo que explica que sea la izquierda —precisamente quien puso más énfasis en levantar el edificio del Estado de bienestar— quien sufra más por el cambio de paradigma. Si el edificio se cae, lo primero es echar la culpa al arquitecto y lo segundo salir corriendo, aunque haya que protegerse bajo las inestables y poco seguras cornisas que levantan a su paso de forma oportunista partidos y líderes tan sospechosos como Trump, Wilders, Alternativa para Alemania, la Liga Norte, Berlusconi o los gobiernos de Austria, Polonia o Hungría, que han puesto a la UE al límite en el cumplimiento de su propios tratados.
Es decir, muchos votantes están cabreados con el sistema, y aunque ahora la catarsis se proyecta sobre los partidos socialdemócratas, es probable que dentro de no demasiado tiempo la ira comience a señalar a los partidos de centro derecha. Por el momento, sin embargo, hay una diferencia respecto de la socialdemocracia. Su capacidad de adaptación respecto del nuevo ecosistema político es mucho mayor, lo que explica algunos éxitos electorales recientes. Sin duda, porque han sabido situar las prioridades en su agenda.
Aunque Macron procedía del Partido Socialista, supo ver que el caladero de votos estaba a su derecha, y ese giro fue el que lo llevó al Elíseo. Albert Rivera pretende seguir sus pasos, lo que explica que su discurso se haya escorado a la derecha en los últimos meses. En particular en asuntos como la política territorial, que en un país tan complejo como es España —donde el PSOE ha llegado a esgrimir la España plurinacional— es clave. El sentimiento antiautonómico —17 miniestados— va en aumento, y Rivera es quien mejor lo ha sabido ver, lo que está detrás de su meteórico ascenso en las encuestas.
Y es que la política territorial se ha colado con una fuerza inusitada en las agendas europeas ante la crisis de los partidos tradicionales, que antes eran capaces de construir un discurso homogéneo para todo el país. O, incluso, para todo el continente en los tiempos heroicos de la Internacional Socialista. Discursos homogéneos y compactos, como los de Corbyn y Bernie Sanders, que han salvado el magullado honor de la izquierda en las últimas elecciones. Todo lo contrario que el SPD alemán, camino de ser irreconocible.
Hoy, como se ha comprobado este domingo en Italia, lo que manda no es la ideología en cualquiera de sus formas, sino que lo determinante es lo que está más cerca. El fragmento frente al proyecto global. Se impone el localismo en la política. El norte contra el sur, el sur contra el norte o el interior frente a las grandes ciudades. Se lucha por no perder posiciones en el reparto de la renta y de la riqueza, lo que no deja espacio para las grandes ideologías. Una auténtica paradoja en tiempos de globalización que, lógicamente, lleva al proteccionismo e, incluso, a la xenofobia, como bien ha capitalizado la Liga en las elecciones italianas.
Es decir, que la atomización del discurso político, frente a la uniformidad que prometen los grandes partidos hegemónicos, ha construido un nuevo sujeto político que hoy se siente desprotegido por el sistema y que, por el contrario, busca cobijo en las nuevas formaciones. Simplemente, porque no están contaminadas. Y el hecho de que el Movimiento Cinco Estrellas (M5S) haya capitalizado el voto de los obreros tradicionales no es más que la demostración de que algo está cambiando sin que la izquierda sea capaz de entenderlo.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
El problema, sostenía, no era tanto su hundimiento, que es una catástrofe política para la izquierda, como se acaba de ver de forma meridiana en Italia, sino que su espacio político había sido ocupado por una amalgama de partidos poco convencionales alérgicos al pacto y que, a la vista de lo que han crecido en los últimos años al calor de la crisis, no tienen ningún incentivo para la negociación, que es la esencia de la UE desde su creación.
Muy al contrario, la inestabilidad y el ruido están en el ADN de las nuevas formaciones. Algunos partidos, de hecho, se ven como la síntesis superadora de la democracia en los términos de la vieja dialéctica hegeliana. Han venido al mundo para proteger a la gente frente a los viejos partidos, tan corruptos como clasistas. En particular, los socialdemócratas, que, como todo el mundo sabe, se han vendido a los mercados y al capitalismo salvaje.
La generación populista que viene de Europa del Este
El hecho de que los populismos y los partidos antisistema hayan ocupado el espacio de la socialdemocracia —el centro derecha todavía aguanta en la mayoría de los países de la UE— es relativamente nuevo en la historia política de Europa desde 1945. Y no hay que ser un fino estratega para entender que ese distanciamiento entre la socialdemocracia tradicional y los obreros que antes votaban a la izquierda tiene que ver con la progresiva desaparición del ecosistema en que ha florecido en las últimas décadas. En particular, debido a las grietas que han aparecido en el Estado de bienestar, no tanto por su tamaño (que no ha decrecido de forma relevante, pese a la crisis) sino por sus condicionantes. Antes, muchos lo veían como la solución, y ahora como el problema. Se imponen las alternativas individuales frente a las colectivas.
Un buen número de ciudadanos se queja de que paga demasiados impuestos para sostenerlo, y no son pocos los europeos que creen que tanta generosidad beneficia, sobre todo, a los inmigrantes, que no solo consumen mayores prestaciones públicas (a las que no tienen acceso las clases medias debido a sus mayores rentas) sino que, además, generan inseguridad. Un buen número de ciudadanos, incluso, está convencido de que en el futuro no cobrará su pensión o que será tan exigua que necesariamente los conducirá a la pobreza material. Con la paradoja de que en ocasiones son los propios partidos socialdemócratas quienes han llevado a cabo los ajustes, lo que les ha supuesto una enorme perdida de credibilidad.
Cambio de paradigma
Ese discurso, unido a los efectos que tiene la globalización sobre los salarios y la estabilidad laboral, es casi imbatible, lo que explica que sea la izquierda —precisamente quien puso más énfasis en levantar el edificio del Estado de bienestar— quien sufra más por el cambio de paradigma. Si el edificio se cae, lo primero es echar la culpa al arquitecto y lo segundo salir corriendo, aunque haya que protegerse bajo las inestables y poco seguras cornisas que levantan a su paso de forma oportunista partidos y líderes tan sospechosos como Trump, Wilders, Alternativa para Alemania, la Liga Norte, Berlusconi o los gobiernos de Austria, Polonia o Hungría, que han puesto a la UE al límite en el cumplimiento de su propios tratados.
Populismos. Ayer y hoy
Es decir, muchos votantes están cabreados con el sistema, y aunque ahora la catarsis se proyecta sobre los partidos socialdemócratas, es probable que dentro de no demasiado tiempo la ira comience a señalar a los partidos de centro derecha. Por el momento, sin embargo, hay una diferencia respecto de la socialdemocracia. Su capacidad de adaptación respecto del nuevo ecosistema político es mucho mayor, lo que explica algunos éxitos electorales recientes. Sin duda, porque han sabido situar las prioridades en su agenda.
Sentimiento antiautonómico
Aunque Macron procedía del Partido Socialista, supo ver que el caladero de votos estaba a su derecha, y ese giro fue el que lo llevó al Elíseo. Albert Rivera pretende seguir sus pasos, lo que explica que su discurso se haya escorado a la derecha en los últimos meses. En particular en asuntos como la política territorial, que en un país tan complejo como es España —donde el PSOE ha llegado a esgrimir la España plurinacional— es clave. El sentimiento antiautonómico —17 miniestados— va en aumento, y Rivera es quien mejor lo ha sabido ver, lo que está detrás de su meteórico ascenso en las encuestas.
Y es que la política territorial se ha colado con una fuerza inusitada en las agendas europeas ante la crisis de los partidos tradicionales, que antes eran capaces de construir un discurso homogéneo para todo el país. O, incluso, para todo el continente en los tiempos heroicos de la Internacional Socialista. Discursos homogéneos y compactos, como los de Corbyn y Bernie Sanders, que han salvado el magullado honor de la izquierda en las últimas elecciones. Todo lo contrario que el SPD alemán, camino de ser irreconocible.
Hoy, como se ha comprobado este domingo en Italia, lo que manda no es la ideología en cualquiera de sus formas, sino que lo determinante es lo que está más cerca. El fragmento frente al proyecto global. Se impone el localismo en la política. El norte contra el sur, el sur contra el norte o el interior frente a las grandes ciudades. Se lucha por no perder posiciones en el reparto de la renta y de la riqueza, lo que no deja espacio para las grandes ideologías. Una auténtica paradoja en tiempos de globalización que, lógicamente, lleva al proteccionismo e, incluso, a la xenofobia, como bien ha capitalizado la Liga en las elecciones italianas.
Es decir, que la atomización del discurso político, frente a la uniformidad que prometen los grandes partidos hegemónicos, ha construido un nuevo sujeto político que hoy se siente desprotegido por el sistema y que, por el contrario, busca cobijo en las nuevas formaciones. Simplemente, porque no están contaminadas. Y el hecho de que el Movimiento Cinco Estrellas (M5S) haya capitalizado el voto de los obreros tradicionales no es más que la demostración de que algo está cambiando sin que la izquierda sea capaz de entenderlo.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario