Rusia ha recuperado la simbología imperial y está invadida por la 
nostalgia de una época en la que sujetaba uno de los dos timones que 
guiaban un mundo bipolar
Vladímir Putin, presidente de la Federación Rusa
    EFE
La URSS murió hace treinta años, pero Rusia
 sigue viva. De la misma forma que la optimista proclamación del triunfo
 definitivo de la democracia y de los valores de la sociedad abierta 
hecha en aquellas mismas fechas por Francis Fukuyama
 se ha revelado prematura, la suposición de que, una vez desaparecido el
 imperio soviético, Rusia dejaría de ser un problema, ha resultado 
falsa. Vladimir Putin se ha encargado de 
recordárnoslo en su espectacular discurso ante las dos cámaras 
legislativas de su país, reunidas para escucharle y ovacionarle el 
pasado 1 de Marzo. Su mensaje, acompañado de la presentación de nuevo 
armamento nuclear de gran potencia capaz de alcanzar cualquier punto del
 planeta y de atravesar los actuales sistemas de defensa anti-misiles, 
no ha podido ser más claro para el que lo quiera entender: “…tuvieron la
 sensación de que nuestro renacer económico y estratégico era imposible,
 así que carecía de sentido tenernos en cuenta…”, y siguió: ”… nadie 
quería hablarnos, nadie quería escucharnos. Ahora nos escucharán…”. La 
proyección a sus espaldas en una enorme pantalla del vuelo de su 
gigantesco cohete de última generación Sarmat de 
doscientas toneladas, acogida con el aplauso enfervorizado de los 
diputados, mientras pronunciaba estas admonitorias palabras, subrayaba 
perfectamente el sentido de su reproche y de su reivindicación. Lo que 
el Presidente ruso ha venido a decir a las potencias occidentales es que
 si creyeron por un momento que a partir de la caída del Muro de Berlín 
podrían configurar el orden mundial a su gusto y conveniencia, estaban 
totalmente equivocadas.
"Putin acaba de decirle a Occidente que si por un momento alguien pensó que tras la caída del Muro de Berlín podría configurar el orden mundial a su gusto y conveniencia, estaba totalmente equivocado"
Hace ya un tiempo que la clase dirigente rusa ha mostrado
 sin disimulo alguno su voluntad de no permitir que los acontecimientos 
de trascendencia mundial se desarrollen prescindiendo de sus intereses. 
La invasión de Crimea, saltándose sin pudor alguno el Derecho 
Internacional, la promoción de una guerra civil en Ucrania Oriental, su 
intervención sin contemplaciones en Georgia y su apoyo militar al 
régimen de Assad en Siria, en alianza con 
los ayatolás iranís, son buenas pruebas de ello. Por si estas 
exhibiciones de músculo bélico y de desprecio a las reglas de juego no 
bastasen para señalar su presencia en el tablero, sus descaradas 
interferencias en la campaña del referéndum del Brexit y en la 
presidencial norteamericana, mediante agresivas y desaprensivas acciones
 en la red, han puesto en evidencia que no hay límites a la eficacia de 
Moscú para hacer daño donde más nos duele. En España, hemos recibido 
también señales inequívocas con motivo del intento de golpe separatista 
en Cataluña de que la mano del Kremlin es alargada.
Ante semejante realidad, no es ocioso preguntarse cuál debe ser la estrategia más adecuada para neutralizar este novedoso sharp power, por recurrir al interesante término acuñado por Christopher Walker y Jessica Ludwig del National Endowment for Democracy, que se añade a los clásicos de soft y hard power para
 describir con mayor precisión los métodos empleados en nuestros días 
por Rusia y China para influir en la marcha de los asuntos globales al 
servicio de sus objetivos económicos y políticos. Por supuesto, tal como
 han señalado agudamente estos expertos, la aproximación china y rusa a 
la acción internacional es distinta, en el sentido de que la primera 
intenta dominar al resto del orbe haciendo que su influencia y su poder 
crezcan en extensión e intensidad, mientras que la segunda se esfuerza 
por medios tanto legítimos como ilegítimos en socavar y debilitar el 
poder de otros. De estas dos maneras de proceder, es discutible cuál es 
la más peligrosa, aunque sin duda la rusa es la más directa.
"Quizá sea hora de revisar nuestras ideas sobre nuestra relación con Rusia; al fin y al cabo el presidente ruso puede ser implacable e incluso brutal, pero no es un payaso psicopático como Kim Jong-un"
Hasta ahora, frente a las embestidas rusas, Estados 
Unidos y la Unión Europea han respondido con sanciones económicas, 
combate diplomático en los foros internacionales y apoyo a los Gobiernos
 que en la antigua zona de influencia soviética mantienen posiciones 
pro-occidentales. Esta técnica no sólo no ha frenado a Putin, sino que 
parece haberle animado a incrementar su ofensiva. Quizá ha sonado la 
hora de revisar nuestras ideas sobre nuestra relación con Rusia e 
intentar comprender las motivaciones del adversario. Al fin y al cabo, 
el presidente ruso puede ser implacable e incluso brutal, pero no es un 
payaso psicopático como Kim Jong-un. Sus 
planteamientos son racionales y hemos de reconocer que poseen cierto 
fundamento. Cuando Rusia se lanzó a la transición del colectivismo al 
capitalismo a principios de los noventa del siglo XX, probablemente no 
recibió todo el apoyo que requería una operación de tal envergadura. 
Después, tras la incorporación a la Unión Europea y a la OTAN de los 
países del desaparecido Pacto de Varsovia y de los estados bálticos, las
 operaciones emprendidas en Ucrania para sumarla a la esfera de 
influencia occidental hurgaron en el sentimiento de humillación ruso 
hasta extremos irritantes, y provocaron una reacción violenta que, a la 
vista de su éxito, convenció a la oligarquía rusa de que podía golpear 
sin recibir una corrección insoportable. Esta percepción explica el 
resto de sus decisiones, tanto en el plano militar en Oriente Medio como
 sus ataques en internet en nuestro propio espacio doméstico.
Un
 replanteamiento de la actual doctrina oficial sobre nuestra interacción
 con Rusia, basado en una mejora de la colaboración diplomática, un 
diálogo franco y constructivo de igual a igual, una multiplicación de 
contactos académicos y culturales, un alivio de las sanciones, una ayuda
 por nuestra parte a su desarrollo económico y social en beneficio mutuo
 y, en general, pasando del modo amenaza al modo seducción, pudiera 
funcionar mejor que la tensión permanente de hoy. En 1983 Octavio Paz en su libro Tiempo nublado escribió:
 “El pasado de Rusia está vivo y regresa”. En efecto, Rusia ha 
recuperado la simbología imperial y está invadida por la nostalgia de 
una época en la que sujetaba uno de los dos timones que guiaban un mundo
 bipolar. ¿No sería más aconsejable invitarla a sentarse a la mesa del 
consejo de administración de esta vertiginosa empresa llamada 
Globalización Corp. en lugar de tenerla merodeando fuera, armada hasta 
los dientes y masticando su frustración? Pensar es gratis.
                                                                              ALEJO VIDAL-QUADRAS  Vía VOZ PÓPULI 

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