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domingo, 2 de julio de 2017

LAS DOS ESPAÑAS REALES





Es indecente lanzar el debate sobre la edad de jubilación en el mismo país donde, a la vez, unos cuantos discuten sobre cómo ponerse una jornada de 35 horas.

 

Morirse es un fastidio para el muerto, pero morirse tarde es un fastidio para todos; viene a decir el gobernador del Banco de España, Luis María Linde, antes de pedir el retraso en la edad de jubilación hasta, digamos sin decir, cinco minutos antes de palmarla.

La petición no carece de lógica matemática, si se confirma la tendencia a duplicar el número de pensionistas de aquí a 2050 por la más que probable combinación de una mayor esperanza de vida con una menor natalidad que coloca la pirámide poblacional al borde de transformar toda España en Benidorm: si ahora cada trabajador se mantiene a sí mismo y a otros dos, groso modo; a mitad de siglo habrá otro polluelo con el pico abierto esperando su lombriz, si se acepta el símil colombófilo.

El problema, pese a la lógica, tiene que ver en el punto elegido para empezar a desmontar la casa: si se
empezó por el tejado, como primer error; ahora se rectifica desde el primer piso, en otro ejemplar ejercicio de burricie. Me explico: no se puede discutir a la vez que unos se jubilen octogenarios y que otros, que nunca son los mismos, vuelvan a la jornada laboral de 35 horas semanales, como pretenden todos los sindicatos de la Administración Pública y aceptan al menos Andalucía y Castilla y León. Como no puede ser, en la misma línea, que en España resulte más sencillo cobrarle las muletas a una jubilada que dejar de pagarle gafas y dentista a los empleados municipales de cientos de Ayuntamientos.

El itinerario vital de un autónomo, un comerciante, el dueño de una pequeña empresa o un trabajador por cuenta ajena consiste en dejarse la mitad de sus ingresos anuales, en el caso de que los tengan, en impuestos directos e indirectos, en multas y recargos, perpetrados por los mismos que, con diabólica lógica, utilizan ese formidable poder para perpetuar un estatus propio antagónico, confortable y a menudo improductivo, que necesita ahora de otro esfuerzo ajeno más para sobrevivir a la crisis: la única forma de que el Estado y quienes lo pueblan sigan viviendo en su paraíso es condenando a quienes no forman parte de él a trabajar y vivir en galeras, obligándoles a jubilarse a los 70 o a los 80 tras una larga vida de heroico esfuerzo entre dificultades padecidas en silencio con infinita discreción.

La paradoja de que la deuda y el déficit públicos han seguido subiendo pese a la evidente merma de servicios y prestaciones y el no menos obvio incremento de la presión fiscal es la prueba, definitiva e incontestable, de la existencia de dos españas que nada tienen que ver con los manidos clichés que sobre ambas manejan los responsables del estropicio: ni son las castas descritas por Podemos ni tampoco la más tradicional división entre izquierdas y derechas ni, mucho menos, la caricatura de guionista de Barrio Sésamo empeñado en situar a unos arriba y a otros abajo mientras los autores de la soflama la chillan desde su confortable azotea.

Aquí el único norte y el único sur reales son el que pelea por las 35 horas semanales, en jornadas continuas para no dejar de comer en casa; y el que trabaja el doble a cambio de la mitad pero paga toda la fiesta y, cuando no hay más dinero para otra ronda, sufre los desperfectos y se pone el último en la cola de las soluciones. Tener un Estado depredador, que ha generado 21 parques temáticos del despilfarro en otras tantas autonomías, no sólo es la explicación de la desigualdad de esfuerzo y contraprestaciones entre españoles en función de su condición laboral; sino la causa de que el país tenga tantas dificultades para dotarse de un nuevo modelo productivo.

El 75% de las empresas españolas, tan alejadas del IBEX 35 como un gatito de un tigre, tiene casi imposible acceder a financiación, pese a que de ellas dependen al menos tres cuartas partes del empleo y los ingresos fiscales de España: ése es el país real, del que nadie habla, para el que ni se gobierna ni se toman decisiones que no sean en su contra, probablemente porque no tiene tiempo para quejarse ni organización que los cohesione. 



Y luego está el resto, gremial y engrasado, el que se queja por una paga extra congelada, el que triplica administraciones, universidades, ayuntamientos, observatorios e institutos de toda laya; el que firma convenios colectivos que convierten la pereza en derecho; el que colapsa el crédito y anula por tanto la inversión; el que, en definitiva, no tiene mejor idea para sostener el sistema de pensiones que decirle a los que ya trabajan de más que deben hacerlo aún más, mientras ellos se conceden prejubilaciones con todo pagado (en RTVE más de 4.000 personas se fueron a casa a los 52 años con el 92% de su sueldo garantizado; no recordarán protestas porque no las hubo) o se garantizan, en todo caso, una estabilidad insultante en comparación con las dificultades de autónomos, pymes, comerciantes y trabajadores por cuenta ajena a los que se dice, con inmenso hocico, que se en realidad así se defiende lo público y se abre un camino de derechos para todos.

Decirle a los empadronados en esa España sureña que sólo cobrarán pensión si tienen el detalle de morirse pronto mientras sus vecinos norteños se lanzan a las barricadas gremiales, con todos los partidos y todos los gobiernos de su parte pues al fin y al cabo forman todos un mismo paisaje, es una injusticia y además una indecencia. Y
precisamente por eso, no hay que tener la más mínima duda: se hará. Nadie tendrá nunca el valor y la ética de desmontar un absurdo edificio en el que él mismo habita.
 
 
 
                                                       ANTONIO R. NARANJO  Vía ES DIARIO

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