El tráfico de influencias es viejo como la política. Pero en España, al contrario que en otros países, todos los gobiernos han renunciado a regular los 'lobbies'. Ahí crece la corrupción
Nathan Mayer Rothschild. (Wikipedia)
La historia de las finanzas europeas no se entendería sin Nathan Mayer Rothschild, el célebre banquero alemán que hizo una colosal fortuna por un puñado de palomas mensajeras que recorrieron con prontitud las 244 millas que separan Waterloo (Bélgica) de Londres.
Rothschild, como se sabe, fue el primer banquero de la City que supo que Napoleón había sido derrotado en aquella crucial batalla gracias a tan rupestre medio de comunicación. Cuando Nathan conoció de primera mano que el 'sire' había fracasado ante el duque de Wellingtony el mariscal von Blücher, comandante del ejército prusiano, comprendió que la historia de Europa sería distinta desde aquel 18 de junio de 1815.
El príncipe de las tinieblas no es Rothschild, pero quiere serlo. Tiene, casi, su misma astucia, pero no juega con su dinero, sino con el de otros
Tras conocer la noticia, Rothschild vendió acciones en la Bolsa de Londres para dar una señal falsa, tan falsa como la falsa moneda, de que Inglaterra se había postrado ante Francia, lo que provocó un desplome en la City del precio de los bonos británicos. Pero cuando la noticia verdadera –la derrota de Napoleón– llegó a Londres por los conductos oficiales, Rothschild ya había tenido tiempo suficiente para comprar todo lo que se le ponía a tiro a precios de derribo. Así es como nació la leyenda de un banquero, pionero de lo que hoy se conocería como información privilegiada con el objetivo de manipular el mercado, aunque en este caso sin utilizar malas artes. Simplemente con ingenio.
El príncipe de las tinieblas no es Rothschild, pero quiere serlo. Tiene, aproximadamente, su misma astucia, pero, al contrario que el primer gran banquero de la City, no juega con su dinero, sino con el de otros. Lo hace por encomienda de gestión. Y así es como se ha construido una leyenda a su alrededor convenientemente silenciada por muchos medios a cambio de información. Y si la información es poder, nada mejor que estar a bien con los intermediarios. Aunque eso obligue a callar. Aunque eso obligue a mirar hacia otro lado.
Al poder lo que le interesa es, sobre todo, disponer para sí de una red clientelar a la que alimentar de forma generosa a cambio de influencia
El virrey de los hoteles de lujo no es el único. Ni por supuesto el más taimado. Es uno más de los cientos de conseguidores que en esta España del siglo XXI pululan por los aledaños del poder sin que nada ni nadie les ponga coto. Sin duda, porque al poder lo que le interesa es, sobre todo, disponer para sí de una red clientelar a la que alimentar de forma generosa a cambio de influencia. A cambio de extender sus redes. El trabajo sucio que lo hagan otros. El pesebre de toda la vida.
Y nada mejor que disponer de una red de conseguidores que, como los antiguos sofistas, alquilan sus servicios a cambio de estar siempre con quien manda. A cambio de influencia.
Una vela a dios y otra al diablo
Son oradores de gran talento, como lo eran los sofistas, que sostenían con desparpajo en cada sitio lo que el poder quería oír. Una cosa y la contraria. Poniendo una vela a dios y otra al diablo. Una candela a Pablo y otra a Mariano. Una a Florentino y otra a Pedro Sánchez. Incluso a Zapatero, que nos ha hecho ricos gracias a su política audiovisual. Si hay que quitar la publicidad a la televisión pública, se quita. Estorba para construir el duopolio. Al fin y al cabo, ¿qué es la ideología?, sino un instrumento para alcanzar el poder. Pura funcionalidad. Puro leninismo de cartón piedra.
Algunos lo llaman picardía o ‘bussines plan’, pero en realidad es el clientelismo de toda la vida desde el tiempo de los romanos. No en vano, sus empresas estarían amenazadas si no fueran sofistas. Aunque eso obligue a editorializar a favor del enemigo. O a imponer consejeros delegados como hombres de paja, simplemente para seguir en el machito.
El regeneracionismo de Joaquín Costa y su ataque brutal contra el clientelismo político, en realidad, es una necesidad tan vieja como el café ‘migao’, que dicen en Andalucía. Los ‘clientes’ romanos, de hecho, eran ciudadanos libres que se ponían bajo la protección de un patrón a cambio de favores mutuos. Y su figura entronca literariamente con la del capo que concede dádivas a sus patrocinados a cambio de un buen servicio. Una especie de besamanos del poder establecido contra el que luchó de forma denodada el aragonés con escaso éxito.
No es el oficio más viejo, pero debe estar entre los diez primeros. Menos en España, donde todo el mundo sabe que el tráfico de influencias forma parte del sistema político sin que ningún Gobierno haya decidido regularlo. Probablemente, porque es mejor vivir en las tinieblas que en el reino de la transparencia. Es más fácil no rendir cuentas que hacerlo. Y solo cuando uno de los dos partidos que han gobernado este país en los últimos 35 años está en la oposición, es cuando alguien recuerda que hay un poder usurpado que se escapa a la ciudadanía. El poder de las tinieblas.
Albert Rivera, con buen criterio, ha pedido que se regule la labor de los 'lobbies', pero, por el momento, ha pinchado en hueso. Para el poder es más fácil y fructífero un vis a
vis a solas con los príncipes de la oscuridad.
En España todo el mundo sabe que el tráfico de influencias forma parte del sistema político sin que ningún Gobierno haya decidido regularlo
Mejor no dar explicaciones que revelar secretos de alfombra –cara y bien mullida– por la que caminar en el palacio de la Moncloa, donde se cuecen las concesiones administrativas y las ‘earmarks’, aquellas morcillas en forma de disposiciones adicionales que se incluyen a última hora en las leyes por ser impopulares y que forman parte del clientelismo político. Al fin y al cabo, como dicen que dijo Bismarck, con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen.
Todo antes que elaborar el registro de lobistas que este país necesita como el comer. Luz y taquígrafos, que decía el clásico.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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