"La caridad del corazón o interior es la caridad que todos podemos ejercitar, es universal. Es concretísima. Se trata de comenzar a mirar con ojos nuevos las situaciones y a las personas con las que vivimos. ¿Qué ojos? Si es sencillo: ¡los ojos con los que querríamos que Dios nos mirara a nosotros!."
Raniero Cantalamessa
Éxodo 22, 20-26;
1 Tesalonicenses 1,5c-10;
Mateo 22, 34-40
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Añadiendo las palabras «como a ti mismo», Jesús nos ha puesto delante de un espejo al que no podemos mentir; nos ha dado una medida infalible para descubrir si amamos o no al prójimo. Sabemos muy bien, en cada circunstancia, qué significa amarnos a nosotros mismos y qué querríamos que los otros hicieran por nosotros. Jesús no dice, si se presta atención bien: «Lo que el otro te hace a ti, házselo tú a él». Esto sería aún la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por diente». Dice: lo que tú querrías que el otro te hiciera a ti, házselo tú a él (Cf. Mt 7,12), que es bien distinto.
Jesús consideraba el amor al prójimo como «su mandamiento», aquél en el que se resume toda la Ley. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos como yo os he amado» (Jn 15,12). Muchos identifican todo el cristianismo con el precepto del amor al prójimo, y no carecen de razón. Pero debemos intentar ir un poco más allá de la superficie de las cosas. Cuando se habla de amor al prójimo la mente va enseguida a las «obras» de caridad, a las cosas que hay que hacer por el prójimo: darle de comer, de beber, visitarle; en resumen, ayudar al prójimo. Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficencia viene la benevolencia; antes que hacer el bien, viene el querer bien.
La caridad debe ser «sin fingimiento», esto es, sincera (literalmente «sin hipocresía», Rm 12,9); se debe amar «con corazón puro» (1P 1,22). Se puede de hecho hacer la caridad y la limosna por muchos motivos que nada tienen que ver con el amor: para adornarse, para pasar por benefactores, para ganarse el paraíso, hasta por remordimiento de conciencia.
Mucha caridad que hacemos a países del Tercer Mundo no está dictada por el amor, sino por remordimiento. Nos damos cuenta de la escandalosa diferencia que existe entre nosotros y ellos y nos sentimos en parte responsables de su miseria. ¡Se puede carecer de caridad incluso al «hacer caridad»! Sería un error fatal contraponer entre sí el amor del corazón y la caridad de los hechos, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores hacia los demás para encontrar en ello una excusa a la propia falta de caridad activa y concreta.
Si encuentras a un pobre hambriento y tiritando de frío, decía Santiago, ¿de qué le sirve si le dices: «¡Pobrecillo, ve, caliéntate, come algo!», pero no le das nada de lo que necesita? «Hijos», añade San Juan, «no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18). No se trata por lo tanto de devaluar las obras exteriores de caridad, sino hacer que éstas tengan el fundamento en un genuino sentimiento de amor y de benevolencia.
La caridad del corazón o interior es la caridad que todos podemos ejercitar, es universal. No es una caridad que algunos –los ricos y los sanos– sólo pueden dar y los otros –los pobres y los enfermos– sólo recibir. Todos pueden darla y recibirla. Además es concretísima. Se trata de comenzar a mirar con ojos nuevos las situaciones y a las personas con las que vivimos. ¿Qué ojos? Si es sencillo: ¡los ojos con los que querríamos que Dios nos mirara a nosotros! Ojos de disculpa, de benevolencia, de comprensión, de perdón...
Cuando esto sucede, todas las relaciones cambian. Caen, como por milagro, todos los motivos de prevención y hostilidad que impedían amar a cierta persona y ésta nos empieza a aparecer por lo que es en realidad: una pobre criatura que sufre por sus debilidades y sus limitaciones, como tú, como todos. Es como si la careta que los hombres y las cosas se han puesto se cayera y la persona se nos apareciera por los que verdaderamente es.
1 Tesalonicenses 1,5c-10;
Mateo 22, 34-40
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Añadiendo las palabras «como a ti mismo», Jesús nos ha puesto delante de un espejo al que no podemos mentir; nos ha dado una medida infalible para descubrir si amamos o no al prójimo. Sabemos muy bien, en cada circunstancia, qué significa amarnos a nosotros mismos y qué querríamos que los otros hicieran por nosotros. Jesús no dice, si se presta atención bien: «Lo que el otro te hace a ti, házselo tú a él». Esto sería aún la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por diente». Dice: lo que tú querrías que el otro te hiciera a ti, házselo tú a él (Cf. Mt 7,12), que es bien distinto.
Jesús consideraba el amor al prójimo como «su mandamiento», aquél en el que se resume toda la Ley. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos como yo os he amado» (Jn 15,12). Muchos identifican todo el cristianismo con el precepto del amor al prójimo, y no carecen de razón. Pero debemos intentar ir un poco más allá de la superficie de las cosas. Cuando se habla de amor al prójimo la mente va enseguida a las «obras» de caridad, a las cosas que hay que hacer por el prójimo: darle de comer, de beber, visitarle; en resumen, ayudar al prójimo. Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficencia viene la benevolencia; antes que hacer el bien, viene el querer bien.
La caridad debe ser «sin fingimiento», esto es, sincera (literalmente «sin hipocresía», Rm 12,9); se debe amar «con corazón puro» (1P 1,22). Se puede de hecho hacer la caridad y la limosna por muchos motivos que nada tienen que ver con el amor: para adornarse, para pasar por benefactores, para ganarse el paraíso, hasta por remordimiento de conciencia.
Mucha caridad que hacemos a países del Tercer Mundo no está dictada por el amor, sino por remordimiento. Nos damos cuenta de la escandalosa diferencia que existe entre nosotros y ellos y nos sentimos en parte responsables de su miseria. ¡Se puede carecer de caridad incluso al «hacer caridad»! Sería un error fatal contraponer entre sí el amor del corazón y la caridad de los hechos, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores hacia los demás para encontrar en ello una excusa a la propia falta de caridad activa y concreta.
Si encuentras a un pobre hambriento y tiritando de frío, decía Santiago, ¿de qué le sirve si le dices: «¡Pobrecillo, ve, caliéntate, come algo!», pero no le das nada de lo que necesita? «Hijos», añade San Juan, «no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18). No se trata por lo tanto de devaluar las obras exteriores de caridad, sino hacer que éstas tengan el fundamento en un genuino sentimiento de amor y de benevolencia.
La caridad del corazón o interior es la caridad que todos podemos ejercitar, es universal. No es una caridad que algunos –los ricos y los sanos– sólo pueden dar y los otros –los pobres y los enfermos– sólo recibir. Todos pueden darla y recibirla. Además es concretísima. Se trata de comenzar a mirar con ojos nuevos las situaciones y a las personas con las que vivimos. ¿Qué ojos? Si es sencillo: ¡los ojos con los que querríamos que Dios nos mirara a nosotros! Ojos de disculpa, de benevolencia, de comprensión, de perdón...
Cuando esto sucede, todas las relaciones cambian. Caen, como por milagro, todos los motivos de prevención y hostilidad que impedían amar a cierta persona y ésta nos empieza a aparecer por lo que es en realidad: una pobre criatura que sufre por sus debilidades y sus limitaciones, como tú, como todos. Es como si la careta que los hombres y las cosas se han puesto se cayera y la persona se nos apareciera por los que verdaderamente es.
RANIERO CANTALAMESSA Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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