Tras
chuparse uno la diaria ración de la “pasión de catalanes” –por ahora, no
hay día sin este condumio- y recibir las recetas de los sábelotodo de
tertulias y mentideros para volverlo digerible –cada cual se envanece de
tener la piedra filosofal que es la suya tan sólo-, escuché a uno de
ellos -llegado ayer mismo del ojo del huracán-, de los que de ordinario
me atraen por su perspicacia y tino, decir que, ante lo que allí está
pasando, “cuesta medir las palabras para no desbarrar”.
Como estoy de acuerdo con la idea, me he dicho que hoy -por higiene mental y descanso del agobio- he de llevar mis reflexiones a otras vertientes de la actualidad –preocupantes sin duda y de gran calado y proyección, pero menos truculentas y, por eso, más fáciles de entender y sobre todo de explicarlas en una sociedad civilizada del s. XXI. Ninguna cabe en la cabeza, pero lo de aquí y ahora roza, además, lo grotesco si no fuera demencial e ininteligible en varios de sus aspectos.
-Ayer era noticia. En Las Vegas, un salvaje, disparando a mansalva -desde un hotel próximo- sobre los asistentes a una gala musical, dejaba un saldo macabro de 59 muertos y cientos de heridos. Una masacre en toda regla, indigerible aunque sea en un país cuya cultura de las armas al alcance de cualquiera cohabita sorprendentemente con su liderazgo en la cultura universal y en la defensa de los derechos humanos. No lo olvidemos. A mitad del s. XVIII, antes que la Revolución francesa proclamase su lista de los derechos del hombre y del ciudadano, ya el Estado de Virginia se adelantaba en proclamarlos.
Pero como la paradoja forma parte del vivir y este hecho alerta e interpela –o puede hacerlo- a todo el que se interese algo por el revés de las apariencias, me place hoy –al aire de la masacre- echar la vista algo más allá del rifle del francotirador de Las Vegas. Yihadista o no, desesperado o no, psicópata o desnortado -importa menos todo eso a mi ver-, el hecho y la sustancia del mismo son 59 muertos y varios cientos de heridos. Y eso espeluzna.
Desde hace un tiempo -en septiembre comencé- estoy releyendo y, más que leer, meditando -con pausa y glosa al canto- un libro que ya he citado en días pasados- sobre la peliaguda, inveterada y hasta endiablada cuestión de la presencia del mal sobre la tierra y sus causas o raíces.
Es tema de siempre. Ya San Agustín, portento de inteligencia y saber. en el s. IV, andaba en quebraderos de cabeza con él. Y Voltaire –gran ilustrado aunque fuera gran sectario a la vez- argumentaba contra Dios con ocasión del gran terremoto de Lisboa, en 1755.
Tema viejo, como digo, que –a pesar del tiempo y del progreso- no ha cedido un ápice de actualidad, sino todo lo contrario. El mal –y ¡qué males!!!- sigue vigente, a pesar del progreso y del orgullo o las ínfulas del super-hombre: ciclones mortíferos y reiterados; terremotos; riadas, cada vez mayores, de famélicos y depauperados en busca del paraíso; la catástrofe ecológica mundial amenazando la supervivencia del hombre; el arma nuclear -en manos de muchos- amenazando lo mismo, aunque a plazo presumiblemente más corto; los genocidios modernos, peores -cada uno de ellos- que todos los antiguos juntos; las matanzas de todos los días, las salvajadas de todos los momentos…
Si no me equivoco, recuerdo que Benedicto XVI, al salir del “campo” nazi, en Aushwicht, llevándose las manos a la cabeza, se preguntaba a sí mismo dónde estaría Dios en aquellos momentos.
Es natural que, si se admite un Dios infinitamente bueno y poderoso, cualquiera se pregunte -ante males tan feroces e inexplicables- por qué los tolera Dios,; por qué no suelta su fuerza y fulmina de golpe a los malvados y hace justicia en el acto. Como es natural, de parecido modo, que quienes niegan a Dios o se pirran por hacerlo pregunten a los creyentes “dónde está vuestro Dios”.
Al terminar hoyla la lectura de este libro –muy enriquecedora por cierto y aleccionadora para mí y mis creencias católicas-, no me resisto a volcar unas glosas breves sobre su capítulo final con algunas conclusiones sacadas por el autor. Podría recrearme en otras cosas del mismo igualmente aleccionadoras -otra vez será si la ocasión lo pide-, pero es mucha tela para este corto vestido.
El final del libro pone a la vista varias ideas y asertos incluso:
- El porvenir de la humanidad está en un vilo y corre un riesgo continuo y creciente.
- Se dan –ahora mismo- muchas cosas que aterran a las personas conscientes. Hay angustia generalizada, ese temor indeterminado, que desasosiega y quita la paz interior.
- Sin embargo “c’est ainsi une promesse”. No se ha muerto del todo la esperanza, porque si, por un lado, el miedo crece y se ha mundializado, las alarmas saltan así mismo en todo el planeta tierra y, si se quiere luchar, hay posibilidades.
El autor –tras las preguntas y la fina y seria crítica con que va respondiendo, a lo largo de la obra, a los que, maltratados por el mal, gritan fuerte e increpan a todo y a todos, incluso a Dios -a Dios sobre todo-; a los que se horrorizan ante los males de nuestro tiempo de “progreso” –qué risa!!!, si se piensa a dónde llevan ciertos “progresos” inverecundos-…, a todos ellos les dice que hay razones para gritar, para rebelarse y revolverse; que se grite.
Como estoy de acuerdo con la idea, me he dicho que hoy -por higiene mental y descanso del agobio- he de llevar mis reflexiones a otras vertientes de la actualidad –preocupantes sin duda y de gran calado y proyección, pero menos truculentas y, por eso, más fáciles de entender y sobre todo de explicarlas en una sociedad civilizada del s. XXI. Ninguna cabe en la cabeza, pero lo de aquí y ahora roza, además, lo grotesco si no fuera demencial e ininteligible en varios de sus aspectos.
-Ayer era noticia. En Las Vegas, un salvaje, disparando a mansalva -desde un hotel próximo- sobre los asistentes a una gala musical, dejaba un saldo macabro de 59 muertos y cientos de heridos. Una masacre en toda regla, indigerible aunque sea en un país cuya cultura de las armas al alcance de cualquiera cohabita sorprendentemente con su liderazgo en la cultura universal y en la defensa de los derechos humanos. No lo olvidemos. A mitad del s. XVIII, antes que la Revolución francesa proclamase su lista de los derechos del hombre y del ciudadano, ya el Estado de Virginia se adelantaba en proclamarlos.
Pero como la paradoja forma parte del vivir y este hecho alerta e interpela –o puede hacerlo- a todo el que se interese algo por el revés de las apariencias, me place hoy –al aire de la masacre- echar la vista algo más allá del rifle del francotirador de Las Vegas. Yihadista o no, desesperado o no, psicópata o desnortado -importa menos todo eso a mi ver-, el hecho y la sustancia del mismo son 59 muertos y varios cientos de heridos. Y eso espeluzna.
Desde hace un tiempo -en septiembre comencé- estoy releyendo y, más que leer, meditando -con pausa y glosa al canto- un libro que ya he citado en días pasados- sobre la peliaguda, inveterada y hasta endiablada cuestión de la presencia del mal sobre la tierra y sus causas o raíces.
Es tema de siempre. Ya San Agustín, portento de inteligencia y saber. en el s. IV, andaba en quebraderos de cabeza con él. Y Voltaire –gran ilustrado aunque fuera gran sectario a la vez- argumentaba contra Dios con ocasión del gran terremoto de Lisboa, en 1755.
Tema viejo, como digo, que –a pesar del tiempo y del progreso- no ha cedido un ápice de actualidad, sino todo lo contrario. El mal –y ¡qué males!!!- sigue vigente, a pesar del progreso y del orgullo o las ínfulas del super-hombre: ciclones mortíferos y reiterados; terremotos; riadas, cada vez mayores, de famélicos y depauperados en busca del paraíso; la catástrofe ecológica mundial amenazando la supervivencia del hombre; el arma nuclear -en manos de muchos- amenazando lo mismo, aunque a plazo presumiblemente más corto; los genocidios modernos, peores -cada uno de ellos- que todos los antiguos juntos; las matanzas de todos los días, las salvajadas de todos los momentos…
Si no me equivoco, recuerdo que Benedicto XVI, al salir del “campo” nazi, en Aushwicht, llevándose las manos a la cabeza, se preguntaba a sí mismo dónde estaría Dios en aquellos momentos.
Es natural que, si se admite un Dios infinitamente bueno y poderoso, cualquiera se pregunte -ante males tan feroces e inexplicables- por qué los tolera Dios,; por qué no suelta su fuerza y fulmina de golpe a los malvados y hace justicia en el acto. Como es natural, de parecido modo, que quienes niegan a Dios o se pirran por hacerlo pregunten a los creyentes “dónde está vuestro Dios”.
Al terminar hoyla la lectura de este libro –muy enriquecedora por cierto y aleccionadora para mí y mis creencias católicas-, no me resisto a volcar unas glosas breves sobre su capítulo final con algunas conclusiones sacadas por el autor. Podría recrearme en otras cosas del mismo igualmente aleccionadoras -otra vez será si la ocasión lo pide-, pero es mucha tela para este corto vestido.
El final del libro pone a la vista varias ideas y asertos incluso:
- El porvenir de la humanidad está en un vilo y corre un riesgo continuo y creciente.
- Se dan –ahora mismo- muchas cosas que aterran a las personas conscientes. Hay angustia generalizada, ese temor indeterminado, que desasosiega y quita la paz interior.
- Sin embargo “c’est ainsi une promesse”. No se ha muerto del todo la esperanza, porque si, por un lado, el miedo crece y se ha mundializado, las alarmas saltan así mismo en todo el planeta tierra y, si se quiere luchar, hay posibilidades.
El autor –tras las preguntas y la fina y seria crítica con que va respondiendo, a lo largo de la obra, a los que, maltratados por el mal, gritan fuerte e increpan a todo y a todos, incluso a Dios -a Dios sobre todo-; a los que se horrorizan ante los males de nuestro tiempo de “progreso” –qué risa!!!, si se piensa a dónde llevan ciertos “progresos” inverecundos-…, a todos ellos les dice que hay razones para gritar, para rebelarse y revolverse; que se grite.
Pero les
añade que Dios grita con ellos, que va de su brazo en la revuelta y la
rebeldía. Y sobre todo que Dios sufre con ellos, “parce qu’il n’est pas tout-puissant, ne veut pas l’être; s’il l’était, nous ne serions pas des hommes”. El hombre, para ser hombre, ha de ser libre y así viene de Dios. Dios quiso al hombre libre y respeta su palabra.
Y a los
que gritan contra Dios por el terremoto o los ciclones o el
recalentamiento del planeta, o la masacre de Las Vegas ayer, y hoy se
sienten desconcertados y confusos ante los males, habría que
preguntarles si Dios es quien suelta los humos de las fábricas y
contamina la atmósfera; o si se dedica a levantar urbanizaciones en lo
que fue un día cauce de los rios; o si Dios roba terrenos al mar para
satisfacer ganancias; o si Dios es quien permite que cualquier loco
norteamericano pueda tener –legalmente- un arsenal de armas en su
domicilio y hasta ir armado por la calle.
No. Dios hizo al hombre libre y respeta “su” palabra de Dios. Dios le impuso al hombre que “creciera”, que se desarrollara; y, para crecer y desarrollarse, le dio facultades a semejanza de las suyas: para saber distinguir el mal del bien, lo justo de lo injusto, lo decente de lo degradante; para enterarse de lo que es el átomo y sus consecuencias negativas; para discernir lo que puede deshumanizar en la manipulación genética y otras cosas que el progreso puede hacer y hace, aunque sea forzando la naturaleza. Por eso y más, no echemos a Dios culpas que Dios no tiene.
Al final el libro, el autor apuesta por la esperanza, indicando a los que sufren o gritan desconcertados ante los males esa vía del acceso a Dios levantándose hacia él desde los males que causa, a fin de cuentas, la libertad irresponsable y alocada del hombre.
Es fácil –y hasta socorrido para algunos negadores suyos- cargar las culpas sobre Dios, o decir que no es bueno con nosotros, o cargarse con ello de razones para negarlo.
Esto lleva al autor a poner título de esperanza a su libro: “Dieu, malgré tout”. Dios, a pesar de todo. A pesar del misterio, creo. A pesar de las dudas, creo. A pesar de quienes se ríen de los que creen o los juzgan o fachas o pobrecitos enanos, creo.
Jacques Duquesne –autor del libro- trata de enseñar a buscar la esperanza en medio de la maldad provocada por los abusos de la libertad por parte del hombre; y a pedir a Dios que, a pesar de todo, a pesar de ser esencialmente omnipotente y no querer ejercer de ello, de momento, por su palabra de Dios, no se canse de habernos hechos libres.
¿Cambiarán los Estados Unidos su legislación asquerosa sobre la libertad omnímoda de poseer armas de fuego? Seguramente no, aunque ahora mismo esté soliviantada la mayor parte de aquella sociedad.
¿Cesarán de subir los humos a la atmósfera? Tampoco.
¿Querríamos un Dios rastrillando losl mares, cada mañana, para limpiarlos de los plásticos con que lo contaminamos a diario?
¿De qué nos quejamos entonces?
Ya se sabe que echar la culpa a Dios o al gallego es cosa corriente pero bastante plebeya.
Dios sobre todo y a pesar de todo.
Dios no es ni un Profesor de filosofía o matemáticas, como lo quiso ver Aristçoteles; ni un comerciante o trapicheador, al que hemos de darle para que él nos dé; ni una incógnita total para los hombres, aunque nos falte vocabulario –es normal- para encararnos con “lo divino, como dijera L. Blomm.
No. Dios hizo al hombre libre y respeta “su” palabra de Dios. Dios le impuso al hombre que “creciera”, que se desarrollara; y, para crecer y desarrollarse, le dio facultades a semejanza de las suyas: para saber distinguir el mal del bien, lo justo de lo injusto, lo decente de lo degradante; para enterarse de lo que es el átomo y sus consecuencias negativas; para discernir lo que puede deshumanizar en la manipulación genética y otras cosas que el progreso puede hacer y hace, aunque sea forzando la naturaleza. Por eso y más, no echemos a Dios culpas que Dios no tiene.
Al final el libro, el autor apuesta por la esperanza, indicando a los que sufren o gritan desconcertados ante los males esa vía del acceso a Dios levantándose hacia él desde los males que causa, a fin de cuentas, la libertad irresponsable y alocada del hombre.
Es fácil –y hasta socorrido para algunos negadores suyos- cargar las culpas sobre Dios, o decir que no es bueno con nosotros, o cargarse con ello de razones para negarlo.
Esto lleva al autor a poner título de esperanza a su libro: “Dieu, malgré tout”. Dios, a pesar de todo. A pesar del misterio, creo. A pesar de las dudas, creo. A pesar de quienes se ríen de los que creen o los juzgan o fachas o pobrecitos enanos, creo.
Jacques Duquesne –autor del libro- trata de enseñar a buscar la esperanza en medio de la maldad provocada por los abusos de la libertad por parte del hombre; y a pedir a Dios que, a pesar de todo, a pesar de ser esencialmente omnipotente y no querer ejercer de ello, de momento, por su palabra de Dios, no se canse de habernos hechos libres.
¿Cambiarán los Estados Unidos su legislación asquerosa sobre la libertad omnímoda de poseer armas de fuego? Seguramente no, aunque ahora mismo esté soliviantada la mayor parte de aquella sociedad.
¿Cesarán de subir los humos a la atmósfera? Tampoco.
¿Querríamos un Dios rastrillando losl mares, cada mañana, para limpiarlos de los plásticos con que lo contaminamos a diario?
¿De qué nos quejamos entonces?
Ya se sabe que echar la culpa a Dios o al gallego es cosa corriente pero bastante plebeya.
Dios sobre todo y a pesar de todo.
Dios no es ni un Profesor de filosofía o matemáticas, como lo quiso ver Aristçoteles; ni un comerciante o trapicheador, al que hemos de darle para que él nos dé; ni una incógnita total para los hombres, aunque nos falte vocabulario –es normal- para encararnos con “lo divino, como dijera L. Blomm.
El famoso
silencio de Dios sòlo es silencio para los de la doble ceguera que
delataba el clásico; la de los ven donde no hay y de los que no ven
dionde hay. Como dice un salmo Dios habla desde el trueno y la
tormenta;pero sobre todo habla por medio del Hombre-Dios o Dios que se
hace hombre para evangelizar a Dios y decir a los hombres de él lo
necesario y suficiente para poder buscarle y encontrarle de verdad.
Dieu malgré tout. Jacques Duquesne -su autor- merece ser leìdo, pensado y reflexionado a partir de su libro.
Dieu malgré tout. Jacques Duquesne -su autor- merece ser leìdo, pensado y reflexionado a partir de su libro.
Y seguiré rezando todas las mañanas aquello que Concha Sierra me dijo que ella –gran mujer, gran jurista y muy buena cristiana- rezaba todos los días de su vida: al levantarse y dar las gracias por la vida y el sol: “Señor, no te canses nunca de haberme hecho libre. Te lo pido por favor. No ejerzas tu omnipotencia”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO Vía el blog CON MI LUPA
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