La figura del político tiene mala prensa, y estamos tentados de decir que con razón. Pero debemos hacer un esfuerzo por revalorizarla
Mientras vivimos con unánime inquietud en
toda España las vicisitudes a las que “el procès” nos está arrastrando
se hacen públicas diferentes opciones para corregir o atenuar los graves
inconvenientes que ahora son, por fin, evidentes hasta para sus más
decididos partidarios. Estamos ya metidos en faena, y no sabemos cómo
acabará la cosa, pero sí sabemos que acabará: al final, la vida sigue. Y
-con permiso de Julio Iglesias- no queremos que siga igual. Algo hemos
sacado en limpio de todo esto.
La
figura del político tiene mala prensa, y estamos tentados de decir que
con razón. Pero debemos hacer un esfuerzo por revalorizarla: presta un
servicio imprescindible a la convivencia y el buen funcionamiento de la
sociedad, y amortigua los tirones desde las bandas. Claro que eso obliga
a contemporizar, a hacer concesiones y renuncias, a tragar a veces
sapos y culebras. Sólo así es posible el entendimiento y la convivencia.
Poco
a poco se ha ganado su prestigio entre nosotros la idea de
“tolerancia”, que suena tan dulce a nuestros oídos: hay que tolerar un
cierto margen de maniobra a la palabra y la acción del político, dejar
cierta holgura para que encaje con su vecino. Al fin y al cabo, de ello
depende la paz y la armonía social que necesitamos todos.
Y, en consecuencia, no acabamos de
tomarnos en serio, hasta el final, su discurso. Sabemos que está
destinado a realizarse a base de dejarse jirones en el camino, y
tendemos a ser indulgentes si, por esas cosas de la política, tiene que
rebasar alguna línea roja: ya se entiende que son maneras de hablar, un
tributo a la galería.
Y así, poco a
poco, vamos haciendo hueco a la falsedad hasta llegar a sentirnos
cómodos con ella, y si alguien nos la señala y la denuncia le hacemos
ver que tiene poca importancia, que en lo que debe fijarse es en el
objetivo que persigue el personaje en cuestión, y pelillos, a la mar. El
camino está ya preparado para aceptar, finalmente, la mentira pura,
deliberada, que luego, a fuerza de repeticiones, acaba siendo aceptada
como verdad y se levantan sobre ella programas y doctrinas. Programas y
doctrinas que son, naturalmente, castillos en el aire, y acaban, como
estamos viendo ahora, en nada bueno para nadie.
Este es el peligro de cruzar indiferentemente “líneas rojas”. Se nos olvida que la tolerancia se refiere sólo a lo malo -no toleramos lo
bueno-, y que hay cosas ante las que debemos ser intolerantes. O, para
decirlo con palabras que no provoquen rechazo, hemos de tener
tolerancia-cero.
Hay cosas máximamente
respetables ante las que no es posible seguir tragando sapos y culebras,
y la más respetable de ellas es la realidad: cuando alguien nos pide
que la sustituyamos por lo que él nos cuenta es el momento de darle la
espalda. No se pueden hacer concesiones a expensas de la verdad, el
precio que se paga es siempre altísimo. Cuando rastreamos el origen de
cualquiera de los graves conflictos que salpican la Historia siempre
descubrirnos una falsificación de la verdad, cuando no una mentira
deliberada: en los Balcanes, en las Guerras Mundiales, en la nuestra
Civil,…
Hemos convivido pacíficamente
durante años con la labor de zapa de una mentira programática llevada
adelante con constancia e implacablemente, y esto a lo que ahora
asistimos no es más que su consecuencia natural: la quiebra de la
estabilidad y de la armonía social, el envenenamiento de la convivencia,
la abolición de la espontaneidad, la intrusión del recelo, de la
sospecha, del miedo: en suma, el encorsetamiento de la libertad, la vida
en falso.
Es necesario señalar y
excluir la mentira: no es aceptable convivir con ella. No es algo
comparable con el error: al error tenemos derecho, es posible -es
inevitable-, y se puede convivir con él, siempre que lo reconozcamos y
estemos dispuestos a rectificar oportunamente. Pero con la mentira no
puede haber transigencia: el mentiroso deforma conscientemente la
realidad y opta por una actitud hostil, dañina: nos ataca. Por eso debe
ser señalado. No merece nuestra atención, hay que desacreditarlo
inmediata e inapelablemente.
Se da por
sentado que todo el mundo miente. No es verdad. Pero sí es verdad que
hoy existen grupos, partidos, publicaciones, que mienten por sistema,
que han hecho de la mentira una forma de instalación en el mundo. Su
sombra se proyecta con una eficacia desconocida, alentada por una
aceptación social cómplice y acrítica.
No
perdamos la esperanza. Las personas son, en su mayor parte, decentes.
Les gusta lo bueno y lo distinguen de lo malo, prefieren lo mejor a lo
menos bueno y reconocen la bazofia aunque se les presente aliñada. Puede
ser que, alguna vez, pasiva y resignadamente, acaben por aceptarla,
pero no se entregan a ella. Son capaces de sentir admiración por lo que
es admirable y lo repugnante les provoca rechazo. No siempre se atreven a
alzar la voz entre el griterío que les rodea, pero reconocen el fulgor
de la verdad y perciben con claridad la hostilidad de la mentira.
No hay más defensa contra el mentiroso que aislarlo, dejarlo al margen, “pasar de él”. ¿Merece la pena seguir
dedicando nuestra atención y nuestro tiempo al que ha probado ya que
miente? No podemos poner nuestra vida en manos de quien la desprecia. No
podemos ser solidarios con quien pretende que las nuevas generaciones
ignoren quiénes son, de dónde vienen, en qué época han nacido y de qué
recursos disponen para vivir una vida a la altura de su tiempo.
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