El Catolicismo casa mal con la idiosincrasia nacionalista, basada, precisamente en la afirmación de un “nosotros” frente a “ellos”. El nacionalismo, por naturaleza, por impulso de su propia dinámica, es diferenciador
Catolicismo y Nacionalismo, desde un punto
de vista conceptual, haciendo abstracción de su dimensión histórica, en
la medida siempre limitada en que esto es posible, son dos sistemas
(vamos a llamarlos así, en un sentido muy genérico) distintos y, en
algunas cosas, contrarios e incompatibles.
Una
de las médulas más íntimas y esenciales del Catolicismo es su
universalidad radical. De hecho, es la primera vez en la historia del
hombre en que este universalismo se plantea en toda su radicalidad. Hay
magníficas semillas de esta idea ya sembradas en el fértil campo de la
cultura clásica greco-latina. El Estoicismo, la filosofía de Platón y
Aristóteles, la profundidad ética de lo que conocemos de Sócrates: todo
esto está muy bien, pero es el mensaje de Cristo y su misma persona
quien establece la dignidad radical de “todos” (ni judío ni gentil, ni
esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, como dice el famoso texto
paulino) los seres humanos.
Este
universalismo tiene una clara raíz: la común filiación. Todos somos
hijos de Dios y la acción salvífica de Cristo, aunque ubicada en un
punto concreto de la historia, abarca a todos los hombres pasados,
presentes y futuros. También tiene una clara consecuencia: el
Cristianismo no se configura como una religión vinculada a una cultura
(Judaísmo) o a una lengua (Islam), ni siquiera a un libro (se ha dicho
que no es la religión del libro, sino de la Palabra). Tampoco se vincula
a un orden político o social determinado; ni siquiera la democracia,
que parece el sistema más aceptado universalmente, encaja con el
Cristianismo, porque su idea del pluralismo puede derivar hacia una
pendiente donde encontramos el relativismo y, en última instancia, el
nihilismo.
Esta realidad hace que el Catolicismo case
mal con la idiosincrasia nacionalista, basada, precisamente en la
afirmación de un “nosotros” frente a “ellos”. El nacionalismo, por
naturaleza, por impulso de su propia dinámica, es diferenciador. Es más:
tiene en las diferencias (las peculiaridades, las identidades) su razón
de ser. Vistas así ambas partes del binomio, Catolicismo y Nacionalismo
son, en cuanto a actitudes, polos contrarios.
Todo
esto, como digo, si nos movemos en las ideas generales. Sin embargo,
hay que reconocer que este esquematismo ideal se vuelve más complejo
cuando lo sumergimos en las aguas turbulentas de la historia -de una
turbulencia especial, precisamente, en la historia de España-. El
Catolicismo no se desarrolla en una probeta aséptica, al margen de las
impurezas humanas, sino en el mundo y en la historia, donde las pasiones
y flaquezas humanas y la naturaleza misma de las cosas, establecen sus
límites y servidumbres. Y en este torbellino del acontecer histórico el
Cristianismo se ha visto vinculado a distintas posiciones políticas, a
veces contrarias.
Si hablamos de los
nacionalismos vasco y catalán, hay que reconocer un innegable vínculo
histórico con el Catolicismo. Vínculo común, aunque, ciertamente, hay
matices diferenciadores en cada caso. En sus orígenes estos
nacionalismos regionalistas tienen un carácter conservador, con
frecuencia antiliberal y católico. En el caso catalán el catalanismo va
unido a un movimiento “tradicionalista” con figuras tan señeras como el
obispo Josep Torras i Bages que, para Álvaro d´Ors, representa una
postura de equilibrio entre el carlismo antiliberal y el regionalismo
liberal de raíz canovista. Para el obispo de Vic “el regionalismo es una
consecuencia de la ética política cristiana (…) lo que corresponde a
una realidad universal y permanente”. Lo mismo se podría decir del
movimiento Foralista navarro. Recordemos también, a modo de ejemplo, la
interesante figura histórica de Joan Esterich, político, diplomático,
escritor; autor de “La persecución religiosa en España”, para la cual
compuso, a modo de prólogo, Paul Claudel su poema “A los mártires
españoles”. Torras, Esterich y, más reciente, el propio d’Ors, como el
Carlismo, como el Foralismo, representan ese pensamiento
tradicionalista, defensor de insertar al hombre en sus organizaciones
sociales más próximas -familia, municipio, grupo religioso, gremio
profesional y también región-, organismos digamos “naturales”,
preexistentes al Estado. En la concepción liberal, vinculada al
Protestantismo, el hombre en su individualidad, rotas sus raíces con
estas entidades intermedias, queda solo frente al Estado, que se erige
en solitario como el único garante de la legitimidad.
En
el caso vasco, el fundador del nacionalismo euskaldún, Sabino Arana,
presenta unos matices distintos en su Catolicismos y sus ideas pueden
parecer las de un integrista que rechaza a los no euskaldunes como
impíos e inmorales; contagiados de ese progreso liberal que es la madre
de todas las calamidades. Evidentemente, esto es matizable en cada caso y en cada época,
pero es innegable el vínculo histórico entre nacionalismo y
catolicismo. Los dos partidos principales de ambas regiones se definían
como demócratas-cristianos y formaban (por lo menos, formaban hasta no
hace mucho) parte, junto con los grandes partidos del centro-derecha
europeo, de esta internacional.
Cuando
hemos visto las esteladas colgando de los campanarios y a sacerdotes y
obispos tomando claras pociones independentistas, no asistimos a ninguna
novedad, sino a un fenómeno de largo recorrido.
Ahora
bien, si esto pudo tener su explicación (no sé hasta qué punto, su
justificación) en un devenir histórico, ¿hoy no representa una inercia
inaceptable, un volver la cara a la historia, al sentido común y, lo que
es más grave, a los propios principios?.
TOMÁS SALAS Vía FORUM LIBERTAS
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