/SEAN MACKAOUI
«Le ha tocado a usted el Sector H: otros invitados». ¿Otros invitados?
Qué decepción, pensé, mientras ascendía los suaves peldaños de mármol de
la escalera principal del Palacio de Oriente. Yo, que me había puesto
un traje rojo con falda de abanico. Yo, que esperaba poder conversar con
las altas autoridades del Estado, hasta con mi ex presidente, el
presidente Rajoy. Mansa, obediente, me dirigí a mi zona: militares, marqueses, un otro, otro otro, la admirable Carmen Iglesias
y... Ah, qué bien, ¡periodistas! Respiré aliviada. No voy tan mal.
Había cruzado la plaza de la Armería bajo un sol inverosímil y con una
misión de primer orden. Probablemente la misma que la de los otros 1.499
invitados, aunque quizá urgida por mi presencia, esa misma mañana, en
los laterales abarrotados de la Castellana y, el 8 de octubre, en la
apoteósica manifestación de Barcelona. Quería averiguar cómo va a
zanjarse el desafío separatista catalán: si con una derrota o una
negociación; si con vencedores y vencidos o en tablas.
En el Salón del Trono, ante quinientas cámaras, la pareja de Cebrián, igual de rumana y alegre que la de Puigdemont, le sonreía al Rey como si fuera un príncipe. Y lo es, claro, en esta historia real con episodios de novela. Uno tras otro, primero en fila india y luego a la española, a codazos en el Comedor de Gala, los invitados felicitaban a Felipe VI por su discurso taumatúrgico en defensa de la nación de libres e iguales. La que estaba desamparada, la que algunos quieren volver a sepultar en el armario con muchas bolitas de naftalina.
Por debajo física e institucionalmente del Rey, las conversaciones discurrían más complejas. Dos opciones serpenteaban entre las élites políticas, jurídicas y económicas. Una la formulaba Alfonso Guerra, con su voz baja pero firme, del pueblo y para el pueblo: «Apliquemos el artículo 155 cuanto antes y con todas sus consecuencias: sustitución del gobierno desleal en pleno, suspensión temporal del Parlament, control de los Mossos d'Esquadra, un hombre fuerte en TV3». Me acordé del Ulster y de Batasuna, qué año el 2002. Y empecé a fantasear con el regreso de Nacho Martín y Juan López a las tertulias de la televisión pública catalana. Y con la incorporación de Ramón de España y Félix Ovejero. Solicitado, también por mí, tras su entrevista con Carlos Alsina, Guerra hilvanaba anécdotas que ilustran la responsabilidad de la izquierda en los orígenes y propagación de la peste nacionalista. Cómo, con todo por estrenar, la democracia un folio en blanco, Santiago Carrillo no se atrevió a seguir su consejo de prodigarse con una pulserita de la bandera de España, esa que desde entonces y hasta ahora ha sido el símbolo del pijo facha. No se me ocurrió recordarle que Carrillo izó la bandera antes de que el PSOE arriase la autodeterminación. A unos pasos, Borrell seguía sin hacer la autocrítica que exigió a los empresarios en su discurso de Barcelona. Tampoco nadie se la pedía. Y la presencia de Zapatero traía efluvios del Salón del Tinell e incluso de Venezuela. Hasta que apareció Pedro Sánchez.
La otra opción frente a la declaración de la República Catalana, la que fue abriéndose paso entre las copas y los canapés, es la del socialismo de alevines -uy, qué rebelde soy, en Palacio sin corbata- y la de la derecha sin escarmentar: pasito a pasito, suave suavecito... Y si puede ser marcha atrás, mejor.
Los ministros arrastraban caras de precipicio. «No es sólo TV3. ¿Tú has oído Radio Nacional en Cataluña? También habría que tomarla». Pero si depende del Estado. «Ah, cierto». Televisión Española tampoco mandó un helicóptero a grabar la manifestación más importante que ha tenido lugar en Cataluña desde 1977: una explosión espontánea de luz y libertad coronada por un canto a la España moderna y a la Barcelona universal. Mario Vargas Llosa llevaba desde 1990 sin dirigirse a la multitud. Pero qué son 30 años en la vida de un gran hombre.
En una esquina, a la sombra, el ministro de Exteriores desmentía su afirmación de la mañana de que no había habido declaración de independencia: «Soy jurista». El lunes estará en Londres; a ver cómo lo explica. Más cerca, el ministro Zoido aguantaba la presión y las preguntas, la procesión y el procés por dentro, la lengua en la mano de tanto mordérsela.
El desleal Trapero comparece este lunes ante la Audiencia Nacional. Sedición es cárcel, cárcel puede ser tumulto y tumulto tendría que ser intervención. El ministro prefiere hablar de los buenos que de los malos o de Millo. Quiere condecorar al agente de la Guardia Civil al que Emilia Landaluce y yo vimos en San Julián de Ramis proteger a un niño de su propio padre. Hará bien.
Más locuaces o más ingenuas, las máximas autoridades judiciales reconocían estar ahora al albur de la política. «Nos piden que no vayamos demasiado fuerte, que ahora no conviene». Otras togas a las que el poder ejecutivo pretende manchar con el polvo del camino. Y qué decir de la oposición: Margarita Robles llegó a pedir al ministro de Justicia que sujetara a los fiscales después de reprobarlo por idéntico motivo.
Ha habido una negociación. En la fiebre palaciega, casi de salida, me lo reconoció una persona que ha participado en las conversaciones secretas. Miembros del Gobierno han estado esta semana en contacto casi permanente con consejeros de la Generalidad. En las horas previas a la esquizofrénica intervención de Puigdemont -declaro pero suspendo- los whatsapps iban y venían: haced una DUI vegetariana y os haremos un 155 light. «Nos pidieron desesperadamente una salida. La necesitan y debemos dársela. No podemos hacer frente a una rebelión popular.» Lo mismo decían los débiles sobre Batasuna.
Y de verdad vais a permitir que el desafío secesionista quede impune. Y estáis seguros de que unas elecciones autonómicas alterarían el actual equilibrio de fuerzas favorable al nacionalismo. Y por qué no convertís esta crisis en la oportunidad para desmontar las estructuras de un nacionalismo xenófobo devenido en régimen. Y, por último, y ya me callo, cómo es posible que hayáis aceptado la falacia fundacional de que la Constitución es el problema y su reforma, la solución. No hubo respuesta en la penumbra.
De pronto, la voz limpia de Ainhoa Arteta. Radiante, orgullosa, la soprano detallaba la versión viral de lo ocurrido hace unos días en el Teatro de la Zarzuela. Al acabar su homenaje a García Lorca, se envolvió en un mantón de Manila, cantó De España vengo, del maestro Pablo Luna y dijo: «Yo tengo 32 apellidos vascos, pero por encima de todo soy española. Y ahora voy a dedicar dos canciones a todos los catalanes que se sienten, como yo lo he estado mucho tiempo, secuestrados ideológicamente». Y les cantó una nana vasca y el Cant dels ocells. «Porque el euskera es una lengua española y el catalán, también».
Fuera del Palacio, en Madrid, en Barcelona, en pueblos ricos y pobres, millones de españoles celebraban su fiesta nacional de una forma inédita. Sin caspa y sin vergüenza. Como ciudadanos que reclaman su legítimo derecho a decir «soy español». Y a decidir en consecuencia.
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO Vía EL MUNDO
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