/RICARDO y REY
La tarde del 27 de octubre de 2017 pasará a la historia de España como la consumación de la farsa que remeda la tragedia de octubre de 1934. En esta ocasión, un Parlament secuestrado por las fuerzas golpistas, advertidas hasta la náusea de las consecuencias de sus actos, declaró unilateralmente la independencia y proclamó la república catalana sin mirar atrás para comprobar si les seguía la cordura, la legalidad o el apoyo exterior. Ninguna de esas razones les seguía ya desde hacía tiempo. Pero no les importó.
En las últimas horas no pocos bienintencionados mediadores pusieron a la prudencia en su persecución, pero el separatismo siempre ha corrido más rápido. Ni Puigdemont ni sus irreductibles socios iban a privar a sus fanatizados seguidores de la prometida -aunque efímera- explosión de júbilo callejero. No estaban ya para reparar ni en los derechos de la oposición, ni en la voz de la mayoría social allí representada, ni en el más elemental sentido del honor y la decencia. Ni siquiera tuvieron grandeza para dar la cara en el momento del voto fraudulento, que emitieron en secreto.
En otra sesión de baja estofa, propia de la ética patibularia que alienta en las falsas sonrisas del rodillo independentista, los conjurados liderados por Forcadell exhibieron la habitual mezcla de doblez, cobardía y mezquindad. Impusieron su designio cainita en un hemiciclo semivacío, con la mitad opositora ausente, humillada por enésima vez, mientras la otra mitad cantaba satisfecha de la brutalidad jurídica con que pretendidamente inauguraban un nuevo estado europeo. Pero Europa se avergüenza de su obra, la Cataluña expoliada clama por el restablecimiento de sus derechos y el retorno de la riqueza perdida y toda España hierve de indignada ante el espectáculo de una agresión sin precedentes a la democracia, la ley y la razón.
Quizá el precedente más ajustado a lo acontecido este viernes lo ofrezca el 23 de febrero de 1981. Con las salvedades de que ni Tejero aspiraba a la fractura de la Nación, sino a tomar el poder sobre toda ella, ni trató de amparar su disparate en mandatos o leyes paralelas que diluyeran su mostrenca responsabilidad a tricornio descubierto. En lo que habrán de parecerse ambos golpes, si es que el Estado no quiere perder para siempre el respeto a sí mismo y el respeto de los demás aliados internacionales, es en el desenlace. España ha de salir de este trance dramático como entonces: con la democracia reforzada y con los golpistas juzgados.
El Gobierno dispone de los medios necesarios para ello. El Senado le habilitaba para aplicar en toda su extensión el artículo 155. Pero Rajoy, influido por sus socios constitucionalistas, ha optado por un uso meramente electoral del 155. Más allá de los ceses producidos, todos ellos absolutamente pertinentes por su manifiesta deslealtad, desde este periódico hemos defendido siempre que la finalidad del 155 no era la mera convocatoria de elecciones sino el restablecimiento íntegro del respeto a la Constitución. Tarea que en un mes y medio es imposible acometer. Da la impresión de que el Estado no estaba seguro de poder ejercer su autoridad en Cataluña y Rajoy ha preferido una intervención relámpago que devuelva enseguida la responsabilidad a los catalanes. Pero dudamos de que las urnas de diciembre resuelvan la correlación de fuerzas en favor del constitucionalismo. Y tampoco está claro que las siglas independentistas acepten concurrir a unos comicios convocados por Rajoy, lo cual abriría un horizonte letal de duplicidades institucionales.
Bienvenida sea en todo caso la firmeza demostrada por Pedro Sánchez, que contrasta con la bochornosa complicidad de un Podemos vendido con descaro al separatismo, pese a las advertencias de la purgada Bescansa. Tampoco fue el día más brillante de Montilla ni de Francesc Antich, ex presidente balear, devorados irremediablemente por sus fantasmas. Esperamos de la Fiscalía que no dilate la persecución de los delincuentes, cuyo delito se ha producido a la vista de todos los ciudadanos. El tiempo y la decisión de los tribunales no debe sufrir la interferencia del ejercicio político, y los culpables de flagrante rebelión deberán responder ante el juez.
Esperamos de Rajoy toda la contundencia precisa para desactivar las trampas que tenderán los rebeldes. La destitución fulminante de todo el Govern marca un principio de esperanza, pero no ocultamos las dudas ante un proceso electoral incierto. El Estado se lo juega todo en el envite de restituir la ley. Necesitará la fuerza, dadas las dimensiones de la rebelión, pero esa fuerza es legítima. Todo el pueblo español empuja detrás de ella.
Esto último es importante. Los españoles no asistimos como espectadores a la lucha entre un presidente y unos ministros por encauzar un territorio hostil. Los españoles estamos directamente concernidos por una delicada operación de Estado de la que depende nuestra soberanía, nuestro bienestar, la posibilidad de una recesión contracíclica motivada por la inestabilidad política. A todos nos interesa que el 155 tenga éxito. Pero nos va mucho más que el bolsillo: nos va el corazón, cuyos afectos están inextricablemente cosidos por parentesco y amistad a nuestros compatriotas de Cataluña; y nos va la memoria, que frente a las patrañas divisivas del nacionalismo nos recuerda cada hito de un camino de cinco siglos recorrido paso a paso con los catalanes. Seguiremos recorriéndolo juntos.
EDITORIAL de EL MUNDO
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