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sábado, 14 de octubre de 2017
ELECCIONES EN CATALUÑA ¿PARA QUÉ?
Lo realista es comprender que, en el horizonte divisable, el desenlace más verosímil de este conflicto es un no desenlace.
Haríamos bien en ir metabolizando la idea de que el problema de Cataluña
no tiene una solución viable a corto plazo. El seísmo ha dinamitado los
pilares del equilibrio del 78 y, como sucede en las catástrofes
naturales, todo lo que se haga en esta fase aguda del conflicto será paliativo, pero no curativo.
Quizá debamos incorporar la idea de que el tiempo forma parte de la solución. No se tome esto como una invitación a la paciencia o a la pasividad mariana:
se ha llegado a este punto de destrucción porque muchos han hecho
muchas cosas mal durante muchos años, y habrá que invertir la ecuación
para tener esperanza. Si se hace todo bien a partir de ahora, quizá la
próxima generación pueda ver una Cataluña normalizada dentro de España y
reconciliada consigo misma. Mientras tanto, lo realista es comprender
que, en el horizonte divisable, el desenlace más verosímil de este
conflicto es un no desenlace; más bien cabe esperar que en los próximos
meses el lío se haga aún más intrincado y doloroso.
Por un lado, hacemos frente a una emergencia de legalidad constitucional.
Este es el desafío urgente, imperativo e inaplazable. Cada día que pasa
con una parte del Estado declarada en rebeldía contra el Estado mismo,
la democracia se desmorona a pedazos.
El
dilema es el siguiente: lo que es preciso hacer para resolver la crisis
de legalidad probablemente agudizará la crisis de convivencia
Por otra parte, tenemos una cuestión de convivencia institucional y social, entre España y Cataluña y también –sobre todo– dentro de Cataluña.
Este es el problema de largo aliento histórico, el permanente, el que
se ha infectado y está pudriendo el organismo entero de la nación.
El
dilema es el siguiente: lo que es preciso hacer para resolver la crisis
de legalidad probablemente agudizará la crisis de convivencia. Y no es
razonable buscar solución a esta sin restablecer previamente el imperio de la ley, porque equivaldría a convalidar una situación inasumible para una democracia y dar por liquidado el Estado de derecho.
(Reuters)
Si
me permiten la licencia, es como si tuviéramos una infección grave,
acompañada de una enorme inflamación que impide actuar sobre el órgano
contaminado. Primero hay que cortar la inflamación (la crisis de legalidad) para empezar a desinfectar (la crisis de convivencia).
Lo
malo es que este caso sabemos que el antiinflamatorio agravará la
enfermedad de base; y no queda otra reacción responsable que apechugar
con ello. Mirar a la realidad de frente y atender a la emergencia aunque
ello dificulte aún más la operación posterior, sin empeñarnos en buscar
falsas puertas de salida.
Una puerta falsa es la creencia de que esto se resuelve con una convocatoria electoral en Cataluña. Porque uno de los rasgos que definen el estado actual del conflicto es que no hay condiciones para realizar una votación –sea referéndum o elecciones– que todas las partes reconozcan.
No han llegado hasta aquí para claudicar y terminar convocando sumisamente las duodécimas elecciones de la Comunidad Autónoma
Albert Rivera sostiene que se debe aplicar el 155 para convocar elecciones autonómicas. ¿Quién haría esa convocatoria? Se supone que el Gobierno de España, tras haber privado de esa competencia al actual Govern de la Generalitat.
Es
impensable que los independentistas aceptaran unas elecciones
convocadas por Rajoy al amparo del artículo 155, con la Generalitat
intervenida. Aun suponiendo que tal cosa fuera constitucionalmente
viable, con toda seguridad llamarían a boicotearlas, no presentarían candidaturas ni reconocerían al Parlament que resultara de ellas. Lo que abocaría a una situación venezolana, con dos parlamentos disputándose la legitimidad: el elegido en 2015 y el del 155.
También se maneja la posibilidad de que sea Puigdemont quien convoque.
Me parece una ingenuidad asombrosa suponer que el mando rebelde
retrocederá voluntariamente hasta ese punto. No han llegado hasta aquí
–abolir el Estatuto, hacer un referéndum ilegal, firmar una declaración
de independencia– para claudicar y terminar convocando sumisamente las
duodécimas elecciones de la Comunidad Autónoma.
Aun
considerando que hubiera unas elecciones validadas por todos, ¿qué nos
hace pensar que de ellas resultaría una mayoría parlamentaria distinta?
Si llaman a elecciones, serán, en el fondo y en la forma, las constituyentes de la república catalana que prevé su ley de transitoriedad.
Lo que obligaría a los partidos constitucionales a denunciarlas y a que
el Tribunal Constitucional las suspendiera. Ellos clamarían ante al
mundo que el Estado opresor les ha prohibido votar dos veces y estaríamos en el mismo callejón sin salida, con las posturas aún más enconadas.
En cualquiera de los dos casos serían las elecciones de una mitad de Cataluña contra la otra, de un poder contra otro poder, tachadas de ilegítimas desde su raíz.
Aun
considerando la hipótesis poco verosímil de que hubiera unas elecciones
validadas por todos, ¿qué nos hace pensar que de ellas resultaría una
mayoría parlamentaria distinta a la actual? Y si se reprodujera la misma
relación de fuerzas, ¿qué habríamos avanzado? Al contrario, los independentistas se sentirían ratificados por las urnas y volverían a la carga aún con mayor fuerza.
Claveles y una urna simulada colocados ante la Conselleria de Exteriores tras el 20-S. (EFE) Lo
que pasa es que la herida ha causado tal destrozo que incluso el
instrumento democrático por excelencia, que son las elecciones, ha
quedado temporalmente inhábil como solución de consenso. Todos sabemos
que antes o después –me temo que más tarde que pronto– habrá una mesa de negociación. Uno de los primeros objetivos de esa negociación será precisamente crear condiciones de confianza y
reconocimiento mutuo que permitan convocar unas elecciones que todas
las partes puedan reconocer y aceptar. En el clima actual, precipitarlas
solo serviría para exacerbar el enfrentamiento en beneficio de quienes
quieren que todo estalle.
Es más, mientras no se resuelva la
crisis de legalidad tampoco hay condiciones para iniciar una negociación
que sea operativa. Una negociación se define por el punto de partida y el de llegada.
Los independentistas solo admiten un punto de llegada, que es la
independencia; y mediante imposiciones de hecho, tratan de aproximar el
punto de partida al de llegada para acortar el trayecto. Pero el Gobierno y las fuerzas constitucionales no
pueden aceptar otro punto de partida que la situación anterior al 6 de
septiembre, y descartan que el punto de llegada sea la independencia.
Hasta que alguno de esos extremos no se clarifique, las llamadas a la
negociación son o cínicos recursos retóricos o escapatorias estériles de una realidad que no sabemos manejar.
Hasta
que alguno de esos extremos no se clarifique, las llamadas a la
negociación son o cínicos recursos retóricos o escapatorias estériles
El 155 es una fatalidad inevitable,
pero no es la solución. Esta solo empezará a abrirse paso, si es que
ocurre, cuando quienes han iniciado la sublevación se convenzan de que
en la aritmética de la política el 50% de 100 es más que el 100% de 50.
Mientras tanto, podemos seguir buscando atajos y contándonos milongas para conciliar el sueño, o digerir la dura realidad de que las cosas tienen aún que empeorar para que puedan empezar a mejorar. Me consuelo llamándolo pesimismo productivo.
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