El artículo 155 se ha hecho célebre. Pero en buena medida porque se le ha dado un tinte dramático, cuando es un presupuesto constitucional. Lo dijo el catedrático García de Enterría
En un esclarecedor artículo publicado en 1983 sobre las relaciones entre las comunidades autónomas y el poder estatal, el profesor García de Enterría recomendaba “desdramatizar” la aplicación del artículo 155
de la Constitución. Enterría veía en ese artículo un instrumento
“normal y ordinario” de la supervisión estatal, como lo es, por ejemplo,
la “alta inspección” en materia de educación, una competencia exclusiva
del Estado.
El artículo 155, por lo tanto, y según sostenía, no
era un “remedio excepcional reducido a las situaciones de ruptura o de
grave crisis política”. Es por eso que consideraba que la “desdramatización” del artículo 155 estaba “en su propio contexto”, toda vez que si el Estado es el responsable de la supervisión, también lo es de los mecanismos correctores.
Y diversas sentencias del TC han dejado claro que la verificación de
los actos de las CCAA es una competencia plenamente constitucional del poder estatal.
Rajoy activa el 155 al requerir a Puigdemont que aclare si declaró ayer la independencia
Nadie
le hizo caso al profesor Enterría. Hasta el punto de que el artículo
155 se ha convertido en los últimos años en un monstruo de dos cabezas.
Unos piensan que está pensado para sofocar el autogobierno de las comunidades autónomas —en el marco de esa recentralización autonómica de la que habló Puigdemont en el Parlament— y otros lo ven como el bálsamo de Fierabrás
que todo lo arregla. O lo que es peor, muchos echan mano del viejo
aforismo: muerto el perro (la autonomía de Cataluña), se acabó la rabia.
Lo cierto, sin embargo, es que el artículo 155, por su carácter coercitivo, propio de los sistemas federales
o cuasi federales (como el español), no puede solucionar los problemas y
tampoco está pensando para ello, sino que, a lo sumo, los hiberna
mientras dure la coacción-intervención —total o parcial— sobre una
comunidad autónoma por parte del poder estatal. Entre otras cosas,
porque la propia Constitución se limita a expresar que el Gobierno
“podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquella [la comunidad autónoma concernida] al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”.
Parece
evidente que la expresión 'interés general' es plenamente aplicable en
el caso de Cataluña, toda vez que lo que pase allí afectará al conjunto
de España. Pero cosa muy distinta es adivinar lo que quiso decir el
constituyente cuando habló de “adoptar las medidas necesarias” para resolver el conflicto. O lo que es lo mismo, qué alcance pueden tener las decisiones del Gobierno.
Aquí el legislador introdujo una clara discrecionalidad que
solo el Constitucional ha matizado con algunas sentencias que parten de
un mecanismo previo: el requerimiento puede ser impugnado por la
comunidad destinataria (Cataluña) por la vía de un conflicto de
competencias ante el Tribunal Constitucional.
Los requerimientos
Es decir, que Puigdemont, paradójicamente, puede apelar ahora al Tribunal Constitucional —como establece el artículo 59 de su ley orgánica— para pedirle opinión jurídica sobre el doble requerimiento que le ha enviado ya el presidente del Gobierno,
y que le conmina a derogar todas las normas y leyes relacionadas con la
independencia con un plazo límite fijado para el 19 de octubre.
Y esto es así porque la Constitución deja bien claro que el artículo 155 se activa cuando un Gobierno autonómico hace caso omiso
de “dichas obligaciones” expresamente citadas. Y eso supone definir
claramente qué compromisos se han incumplido. No basta, por lo tanto,
con esgrimir un argumento tan genérico como es citar el interés general
derivado del incumplimiento flagrante de la Constitución, y más en concreto del artículo dos, que habla de la unidad de España, sino que hay que decir qué leyes se han violado y cuándo. Por lo tanto, un requerimiento no se limita a una pregunta, sino que debe ser motivado.
De ahí que sean dos y no uno los requerimientos, aunque en un mismo
formato. El primero pretende aclarar si hay independencia, y el segundo,
si se han adoptado las medidas necesarias para su derogación inmediata.
¿Y cuáles son esas “medidas necesarias”
que puede tomar el Estado para volver a la legalidad? Según García de
Enterría, la Constitución, por las razones que fueran, no ha querido
tasarlas, pero parece claro, sostenía el profesor de derecho público,
“que no cabrá la disolución de órganos autonómicos o la revocación de
sus cargos”, y ello porque el párrafo segundo del 155
precisa que “para la ejecución de las medidas (…), el Gobierno podrá dar
instrucciones a todas las autoridades” de la comunidad afectada. Es
decir, la autonomía debería seguir vigente aun cuando el Gobierno la interviniese, como ya ha hecho, por ejemplo, con las cuentas de la Generalitat. El ministro Montoro controla todos los movimientos, pero en ningún caso ha anulado la autonomía.
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Como ha recordado el constitucionalista Germán Gómez Orfanel,
catedrático de la Complutense, cuando se aprobó el artículo 155 se
incorporó la exigencia de que la mayoría absoluta tuviera que producirse
en el Senado, supuestamente el órgano territorial del Estado, y en
contra del modelo alemán (que le sirve de inspiración) se decidió que se aplicaría cuando la acción de un Gobierno autonómico “atente gravemente al interés general de España”.
Además,
el Parlamento se decantó por un criterio genérico frente a la enmienda
del Grupo Popular, que aludía al empleo de medidas concretas como la suspensión de órganos de la región o la designación de un gobernador general.
O la del Grupo Vasco, que preveía expresamente un recurso ante el
Tribunal Constitucional. Sin embargo, en el Senado prosperó,
precisamente, la enmienda del Grupo Entesa dels Catalans, incluyendo la
exigencia de un requerimiento previo al presidente de la comunidad
autónoma afectada.
El margen que tiene Rajoy para imponer medidas
coercitivas no es, en ningún caso, ilimitado. Está sujeto a
restricciones. Como sostiene el catedrático Gómez Orfanel, el
fundamento de la intervención del Estado debe ser “garantizar el
cumplimiento de la Constitución y las leyes, así como proteger el
interés general”. Por ello, asegura, debe impedirse que las medidas que
se adopten sean empleadas para alterar las estructuras constitucionales, toda
vez que sería un contrasentido que, para defender la Constitución por un
lado, se la atacase por otro.
Y es por eso que la medida más extrema sería la suspensión o, incluso, la disolución
de la comunidad autónoma de forma provisional, como sucedió en el caso
del Ayuntamiento de Marbella por los graves delitos de corrupción. Otra
cosa distinta es la disolución o suspensión de órganos autonómicos. O,
incluso, la convocatoria de elecciones autonómicas, cuestión que abriría
un vivo debate constitucional sobre el artículo más célebre de la Carta
Magna. La proporcionalidad vuelve a ser la clave.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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