En España ha sido un tabú y es hora de quitárnoslo de encima
Protesta de profesores contra las acusaciones de adoctrinamiento. JOSEP LAGO (AFP)
Era inevitable: a cada reclamación nacionalista seguía la exigencia general en el resto de España de evitar agravios con otras comunidades. Administrativos, políticos y simbólicos. Si una comunidad decía en su reformado estatuto ser “una nación” y reclamaba gestionar más IRPF, la vecina no se quedaba atrás y lo exigía también, en una mezcla confusa entre el temor a una merma de recursos y el ultraje emocional. No importaba que uno se definiera como socialista, conservador, liberal e incluso antinacionalista, el caso es que si el vecino con chapela o barretina pedía X, tú no eras menos. No eras nacionalista, pero tampoco tonto. El café para todos, aunque prefirieras té.
Si esto tuvo sentido alguna vez –y lo tuvo–, ha dejado de tenerlo. La sana competición federalista hace muchos años que está pervertida en España, donde no transcurre por los cauces del disenso técnico sino por la “alerta temprana” ante lo que hace o pide el nacionalismo catalán o vasco. Se recuerda estos días el papel de los andaluces en nuestra descentralización, que presionaron para evitar discriminaciones en los primeros años de nuestra democracia recobrada para darnos una autonomía equiparable a la de las nacionalidades históricas. Caricaturas interesadas aparte, el paso de Andalucía del subdesarrollo al bienestar europeo en apenas una generación avala esta actitud. La causalidad o la correlación será más fuerte o más débil, pero el paso del sur de España a la modernidad se dio con esta descentralización. Por eso es comprensible que, ante un cuestionamiento (nacionalista o jacobino) de este esquema, el gobierno andaluz, el extremeño o el castellano-manchego, saquen los anticuerpos.
El PSOE en general, y el andaluz en particular, están orgullosos de este movimiento en pro de una igualdad que hoy se pone en cuestión. Es uno de los logros que reclama con justicia en mítines y discursos, y pocos se han atrevido a cuestionarlo, a izquierda y derecha. El 28 de febrero es el día de Andalucía en conmemoración del referéndum de 1980 que ratificó la vía autonómica de la que disfrutaban las así llamadas nacionalidades históricas. Más de treinta años después, en cambio, el contexto es tan distinto que el PSOE (y, de nuevo, especialmente el andaluz) debería reflexionar sobre la contribución que debe hacer ahora en España. Tanto en su aspecto administrativo como identitario.
En cuanto a las frías competencias y la gestión, si tras cuarenta años de dictadura centralista –y culturalmente homogeneizadora– la descentralización tuvo sentido, ¿no lo tiene en la misma medida que nos replanteemos ahora las ventajas y los inconvenientes de la distribución territorial del poder tras la innegable y ponzoñosa hipertrofia reivindicativa y ultrajada de nuestras subunidades políticas?
En España ha sido tabú el debate sobre potenciales devoluciones de transferencias al Estado. Solo han tenido legitimidad moral y mediática las cesiones de competencias y poderes desde el Estado hacia abajo (autonomías) o hacia arriba (UE), independientemente de estudios y análisis en los que pudiéramos ponderar si convenía que determinada política fuera gestionada por una administración u otra.
Es hora de quitarnos esa limitación intelectual y política de encima, y el PSOE tiene un papel importante que jugar para relegitimar el debate sobre España. El peso de este complejo en gran parte de la izquierda ya no tiene sentido. No podemos limitar nuestro pensamiento al de aquellos que no sólo contra Franco vivían mejor, sino que no saben vivir sin sacar a pasear al fantasma de Franco y están políticamente a gusto en ese marco.
Quizá es momento de hacer ver que hay posiciones políticas centralistas democráticas –tan antifranquista como los que más–, jacobinos que defendemos el federalismo como opción de consenso en una sociedad plural, no como nuestro ideal. La España democrática nunca ha sido inflexible, irreformable e insensible, pero los propios españoles parecemos haber asumido que sí.
No se trata de contraponer un reencontrado nacionalismo español a otro catalán o vasco, sino de contribuir a mantener la gestión pública en marcos completamente ajenos a la inflamación emocional. Y precisamente evitar así el nacionalismo español. Si no se es nacionalista, hay que dejar de imitarlos, empezando por las cosas que reivindicamos. Sería esperable que socialdemócratas, liberales o conservadores que gestionan o influyen en autonomías rechazaran la asunción de cualquier competencia si solo hay beneficios simbólicos para reparar supuestos agravios con el vecino. O que no exigieran definiciones como nación o nacionalidad, aduciendo abiertamente que buscan construir Europa y porque además ya se dispone una nacionalidad de un país democrático. La escalada de agravios político-identitarios con efectos administrativos tiene que terminar, y el debate público volver a la racionalidad (y a la modernidad).
Que lo simbólico es lo esencial en el conflicto queda claro en la irrelevancia de los argumentos objetivos contra el secesionismo. La salida de la UE, el daño económico, el desgarro familiar. Nada funciona, porque contrapone una razón a una emoción, y ni se encuentran. Ceder en lo simbólico –Cataluña como nación, reforma constitucional que lo establezca, blindaje de competencias– pasa por tener claro que en lo político-administrativo nos conduce la razón, y que esto, lejos de ser una tara, es una suerte que tenemos frente a otros. Una región, claro que sí.
ANTONIO GARCÍA MALDONADO* Vía EL PAÍS
Antonio García Maldonado es analista y escritor.
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