La Coalición retrasa el ataque final sobre los últimos yihadistas de la capital del 'Califato' para salvar a los escudos humanos del ISIS. Unos centenares resisten en un hospital y un estadio
El Hospital Nacional, último refugio de los combatientes del Estado Islámico en Raqqa, Siria. (Reuters)
Hasta el último segundo han estado los estadounidenses buscando una
salida negociada con el fin de eliminar los cuerpos inertes de civiles
de la simbólica postal final de la derrota del Estado Islámico en el “maligno” centro neurálgico del imperio del mal, la ciudad siria de Raqqa.
Todo el mundo sabe aquí, no obstante, que los gatos de Raqqa no conocen
el hambre. Hace algunas semanas, el poco escrupuloso diario británico
'The Sun' mostraba a algunos de ellos reclinados sobre el cadáver de un
combatiente del Daesh.
Gracias a los esfuerzos realizados por el consejo civil de Raqqa y la coalición internacional liderada por las tropas estadounidenses, varios grupos de civiles han sido evacuados de la zona de combate y puestos a salvo durante las últimas 48 horas, mientras se invitaba a los yihadistas a rendirse. Y todo, sin apenas luz y menos aún taquígrafos sobre lo que pasa en las inmediaciones del hospital donde resisten los últimos combatientes del ISIS. Así ha sido, de hecho, hasta el dia de hoy.
No quieren testigos de las masacres de civiles, ni cadáveres de niños en las portadas de los medios. Por eso, los aliados norteamericanos de la coalición de fuerzas kurdo-árabes (las Fuerzas Democráticas Sirias, SDF) que desde el pasado mes de junio coordinan la operación militar contra la antaño capital del 'Califato' -Raqqa- han impuesto una férrea y obstinada censura a un colectivo -el de los periodistas- secuestrado por la fuerza en las segundas y terceras líneas del frente y condenado a repetir en bucle inagotables tours de guerra entre ruinas postapocalípticas situadas a al menos un kilómetro de las llamadas “zonas 0”, el hospital y el estadio deportivo donde han resistido durante varias semanas los últimos yihadistas -“las ratas”, en el argot local-, parapetados tras un número incierto de civiles que algunos cifraban en varios millares de personas.
Alrededor de 220.000 personas han abandonado la ciudad y se concentran en su periferia o en los campos de desplazados establecidos en la cercana población de Ain Aissa.
La caída de Raqqa es inminente. Cuando limpien las calles de cadáveres y de minas y comiencen las celebraciones, se abrirán las puertas de la zona 0 a la prensa para captar tiros al aire y la orgía de banderas kurdas y árabes. Y todo, bajo un protocolo estricto y bien urdido que a menudo ha convertido a las milicias en actores de reparto en un espectáculo hábilmente producido por el Pentágono. “Dame una foto de la guerra. Posa en aquel agujero con el fusil de asalto”, implora un reportero occidental. “Deja de hacer el 'motherfucker' y saca el maldito AK del alféizar”, le reprende al miliciano el 'comitán' -capitán- de la unidad kurda de las YPG.
En Raqqa, a grandes rasgos, no ha habido mucho tiempo para selfies; desde que a principios del verano las SDF pasado abrieron una brecha en las defensas de la ciudad se apagó la vanidad de los soldados entre disparos RPG, de 'doshka' y de mortero. Vino la realidad a poner las cosas en su sitio. La de verdad, la de la muerte. La del sacrificio real de las fuerzas árabes y kurdas, los cientos de caídos y de heridos que los hummers vienen rescatando cada día en el frente, concretando el horror de esta contienda urbana en miles de guiñapos desmochados.
Las bombas norteamericanas que el miércoles atronaban brutalmente sobre las últimas manzanas de viviendas y posiciones del Estado Islámico cercanas a su ratonera también eran reales, como los harapos ensangrentados y los miembros cercenados que uno encuentra a su paso. Hoy se ha sabido que la viuda blanca británica Sally Jones -la conversa occidental por antonomasia del ISIS- fue 'cazada' por un drone mientras trataba de escapar de Raqqa en compañía de su hijo. La antigua cantante punk estaba preparada para la llamada digital a la yihad pero no para inmolarse. Su hijo de doce años se cuenta entre los muertos.
Que el grueso de los yihadistas no se rendirá se da por hecho. Y aún asi el consejo local de Raqqa y los norteamericanos han tendido la mano a los yihadistas. Solo tienen algo que ofrecer: la vida de los civiles que retienen y que hasta hace unos días sus francotiradores asesinaban cuando osaban escapar. Se sabe que las Fuerzas Democráticas Sirias han logrado liberar a algunos de ellos. Más vidas inocentes a salvo. El resto siguen temblando acurrucados, probablemente desnutridos y aterrados, en algún lugar del hospital y del estadio que los yihadistas utilizaron en su día como cuartel general, lugar de ejecuciones y prisión, respectivamente.
Es una guerra de francotiradores y drones, de golpea y huye a la mezquita. Los yihadistas saben que los norteamericanos se niegan a bombardear los templosLa ciudad ha quedado literalmente reducida a escombros y caminar entre las sombras que proyectan los deformes esqueletos de los edificios es un privilegio histórico, se diría, si se pudiera olvidar por un segundo que hay todavía varios cientos de francotiradores irredentos del Daesh apostados en alguna parte en espera de su muerte. Y de la tuya. Muchos se rendirían si pudieran, pero otros morirán matando. Son los peores, los más peligrosos, arrogantes y fanáticos de entre todos ellos; son los extranjeros -indonesios, chechenos, gentes del Cáucaso y Asia Central. Son los 'hooligans' del club del odio.
“Desde que se hicieron con Raqqa hace ahora cuatro años las ratas han aprendido mucho”, dice un capitán de las SDF. No pocos de los milicianos kurdos y árabes abatidos por las balas del Daesh jamás vieron a uno solo de los yihadistas por las calles, ni pudieron saber nunca por dónde llegó la bala o quién sembró la bomba que los fulminó. Ésta es una guerra de francotiradores y de drones, de coordenadas y morteros, de golpea y huye a la mezquita. La mayor parte de los túneles excavados por estos yihadistas 'adictos' a las drogas -se ha documentado el uso generalizado y masivo de metanfetámina y opiáceos entre los radicales- partían de esos templos, donde acudían después a guarecerse a sabiendas de que los norteamericanos se negaban a golpearlos con sus bombas, debido al negativo impacto simbólico de esas acciones militares sobre la población musulmana a nivel global.
En el interior de una de las mezquitas puede verse la galería vertical por el que los yihadistas se deslizaron furtivamente hace unas horas tras emboscar a una patrulla de árabes. Nadie quería morir aquí. Ni siquiera los radicales del ISIS. Antes de atacar localizaban la posición del enemigo, para abrir después cuatro boquetes en las paredes de la casa donde se hallaban atrincherados con el fin de disparar parapetados a veinte metros del umbral o la ventana. Acto seguido huían por el túnel a la mezquita, que utilizaban de almacén de armas, para burlar al drone gringo que en menos de cuatro o cinco minutos iba a destruir la posición.
Por eso y por algunas otras cosas los suelen llamar ratas. Quizá ahora mismo estén a punto de caer los últimos. Quizá la unidad kurda de Operaciones Especiales esté reventando el umbral del hospital. “Es cuestión de horas de que demos esa orden, pero estamos tratando de salvar a los civiles”, repite el máximo responsable militar kurdo que dirige las unidades de tierra bajo la batuta de las fuerzas aliadas occidentales.
Uno de los españoles voluntarios de las SDF todavía permanecen combatiendo en ese frente. Al combatiente español -gallego, de sobrenombre Arges Artiaga- le intentaron acusar de la muerte de 28 yihadistas tras la primera de sus tres estancias en los frentes de esta guerra. Pero la Audiencia Nacional dijo que no. Sus hermanos en armas creen que la AN hizo muy bien. Su misión aquí consiste en salvar vidas de población no combatiente, en pasar noches extenuantes mirando por el visor de su M16 de francotirador en busca de un ligero movimiento que delate la presencia de un combatiente de Daesh, un almacén de armas o, llegado el caso, la presencia de civiles.
Hablamos durante horas con Artiaga, ora a oscuras, ora entre el petardeo de los generadores de gasóleo que eventualmente alguien enciende. Historias de la guerra y de redención. Muchos cargan aquí con algo. “¡Coche-bomba!”, grita alguien. Y con la rutinaria parsimonia de un soldado con los nervios bien templados, Arges se abrocha su chaleco y sale ahí fuera con su AK y sus balas trazadoras en busca del 'Hiunday' que alguien lanzó contra nosotros.
FERRÁN BARBER Vía EL CONFIDENCIAL
Gracias a los esfuerzos realizados por el consejo civil de Raqqa y la coalición internacional liderada por las tropas estadounidenses, varios grupos de civiles han sido evacuados de la zona de combate y puestos a salvo durante las últimas 48 horas, mientras se invitaba a los yihadistas a rendirse. Y todo, sin apenas luz y menos aún taquígrafos sobre lo que pasa en las inmediaciones del hospital donde resisten los últimos combatientes del ISIS. Así ha sido, de hecho, hasta el dia de hoy.
No quieren testigos de las masacres de civiles, ni cadáveres de niños en las portadas de los medios. Por eso, los aliados norteamericanos de la coalición de fuerzas kurdo-árabes (las Fuerzas Democráticas Sirias, SDF) que desde el pasado mes de junio coordinan la operación militar contra la antaño capital del 'Califato' -Raqqa- han impuesto una férrea y obstinada censura a un colectivo -el de los periodistas- secuestrado por la fuerza en las segundas y terceras líneas del frente y condenado a repetir en bucle inagotables tours de guerra entre ruinas postapocalípticas situadas a al menos un kilómetro de las llamadas “zonas 0”, el hospital y el estadio deportivo donde han resistido durante varias semanas los últimos yihadistas -“las ratas”, en el argot local-, parapetados tras un número incierto de civiles que algunos cifraban en varios millares de personas.
Alrededor de 220.000 personas han abandonado la ciudad y se concentran en su periferia o en los campos de desplazados establecidos en la cercana población de Ain Aissa.
"Dame una foto de la guerra"
La caída de Raqqa es inminente. Cuando limpien las calles de cadáveres y de minas y comiencen las celebraciones, se abrirán las puertas de la zona 0 a la prensa para captar tiros al aire y la orgía de banderas kurdas y árabes. Y todo, bajo un protocolo estricto y bien urdido que a menudo ha convertido a las milicias en actores de reparto en un espectáculo hábilmente producido por el Pentágono. “Dame una foto de la guerra. Posa en aquel agujero con el fusil de asalto”, implora un reportero occidental. “Deja de hacer el 'motherfucker' y saca el maldito AK del alféizar”, le reprende al miliciano el 'comitán' -capitán- de la unidad kurda de las YPG.
En Raqqa, a grandes rasgos, no ha habido mucho tiempo para selfies; desde que a principios del verano las SDF pasado abrieron una brecha en las defensas de la ciudad se apagó la vanidad de los soldados entre disparos RPG, de 'doshka' y de mortero. Vino la realidad a poner las cosas en su sitio. La de verdad, la de la muerte. La del sacrificio real de las fuerzas árabes y kurdas, los cientos de caídos y de heridos que los hummers vienen rescatando cada día en el frente, concretando el horror de esta contienda urbana en miles de guiñapos desmochados.
Las bombas norteamericanas que el miércoles atronaban brutalmente sobre las últimas manzanas de viviendas y posiciones del Estado Islámico cercanas a su ratonera también eran reales, como los harapos ensangrentados y los miembros cercenados que uno encuentra a su paso. Hoy se ha sabido que la viuda blanca británica Sally Jones -la conversa occidental por antonomasia del ISIS- fue 'cazada' por un drone mientras trataba de escapar de Raqqa en compañía de su hijo. La antigua cantante punk estaba preparada para la llamada digital a la yihad pero no para inmolarse. Su hijo de doce años se cuenta entre los muertos.
Raqqa, antes y después del ISIS: “Era una ciudad laica, llena de cultura y fiesta”
Las vidas de los yihadistas por civiles
Que el grueso de los yihadistas no se rendirá se da por hecho. Y aún asi el consejo local de Raqqa y los norteamericanos han tendido la mano a los yihadistas. Solo tienen algo que ofrecer: la vida de los civiles que retienen y que hasta hace unos días sus francotiradores asesinaban cuando osaban escapar. Se sabe que las Fuerzas Democráticas Sirias han logrado liberar a algunos de ellos. Más vidas inocentes a salvo. El resto siguen temblando acurrucados, probablemente desnutridos y aterrados, en algún lugar del hospital y del estadio que los yihadistas utilizaron en su día como cuartel general, lugar de ejecuciones y prisión, respectivamente.
Es una guerra de francotiradores y drones, de golpea y huye a la mezquita. Los yihadistas saben que los norteamericanos se niegan a bombardear los templosLa ciudad ha quedado literalmente reducida a escombros y caminar entre las sombras que proyectan los deformes esqueletos de los edificios es un privilegio histórico, se diría, si se pudiera olvidar por un segundo que hay todavía varios cientos de francotiradores irredentos del Daesh apostados en alguna parte en espera de su muerte. Y de la tuya. Muchos se rendirían si pudieran, pero otros morirán matando. Son los peores, los más peligrosos, arrogantes y fanáticos de entre todos ellos; son los extranjeros -indonesios, chechenos, gentes del Cáucaso y Asia Central. Son los 'hooligans' del club del odio.
“Desde que se hicieron con Raqqa hace ahora cuatro años las ratas han aprendido mucho”, dice un capitán de las SDF. No pocos de los milicianos kurdos y árabes abatidos por las balas del Daesh jamás vieron a uno solo de los yihadistas por las calles, ni pudieron saber nunca por dónde llegó la bala o quién sembró la bomba que los fulminó. Ésta es una guerra de francotiradores y de drones, de coordenadas y morteros, de golpea y huye a la mezquita. La mayor parte de los túneles excavados por estos yihadistas 'adictos' a las drogas -se ha documentado el uso generalizado y masivo de metanfetámina y opiáceos entre los radicales- partían de esos templos, donde acudían después a guarecerse a sabiendas de que los norteamericanos se negaban a golpearlos con sus bombas, debido al negativo impacto simbólico de esas acciones militares sobre la población musulmana a nivel global.
Solos en el frente
En el interior de una de las mezquitas puede verse la galería vertical por el que los yihadistas se deslizaron furtivamente hace unas horas tras emboscar a una patrulla de árabes. Nadie quería morir aquí. Ni siquiera los radicales del ISIS. Antes de atacar localizaban la posición del enemigo, para abrir después cuatro boquetes en las paredes de la casa donde se hallaban atrincherados con el fin de disparar parapetados a veinte metros del umbral o la ventana. Acto seguido huían por el túnel a la mezquita, que utilizaban de almacén de armas, para burlar al drone gringo que en menos de cuatro o cinco minutos iba a destruir la posición.
Por eso y por algunas otras cosas los suelen llamar ratas. Quizá ahora mismo estén a punto de caer los últimos. Quizá la unidad kurda de Operaciones Especiales esté reventando el umbral del hospital. “Es cuestión de horas de que demos esa orden, pero estamos tratando de salvar a los civiles”, repite el máximo responsable militar kurdo que dirige las unidades de tierra bajo la batuta de las fuerzas aliadas occidentales.
Uno de los españoles voluntarios de las SDF todavía permanecen combatiendo en ese frente. Al combatiente español -gallego, de sobrenombre Arges Artiaga- le intentaron acusar de la muerte de 28 yihadistas tras la primera de sus tres estancias en los frentes de esta guerra. Pero la Audiencia Nacional dijo que no. Sus hermanos en armas creen que la AN hizo muy bien. Su misión aquí consiste en salvar vidas de población no combatiente, en pasar noches extenuantes mirando por el visor de su M16 de francotirador en busca de un ligero movimiento que delate la presencia de un combatiente de Daesh, un almacén de armas o, llegado el caso, la presencia de civiles.
Hablamos durante horas con Artiaga, ora a oscuras, ora entre el petardeo de los generadores de gasóleo que eventualmente alguien enciende. Historias de la guerra y de redención. Muchos cargan aquí con algo. “¡Coche-bomba!”, grita alguien. Y con la rutinaria parsimonia de un soldado con los nervios bien templados, Arges se abrocha su chaleco y sale ahí fuera con su AK y sus balas trazadoras en busca del 'Hiunday' que alguien lanzó contra nosotros.
FERRÁN BARBER Vía EL CONFIDENCIAL
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