El estudio de Auschwitz es un deber moral para cualquiera que hoy trate de ejercer el oficio de hombre
Ni Robert Antelme era judío ni el lugar que describe se llama, sobre los mapas, Auschwitz. Pero Auschwitz no es un lugar. Es la cartografía de lo más oscuro en la mente humana: el placer de administrar dolor y muerte; de administrar, en el límite, el nombre de lo humano; de excluir de él a cuantos sentencia sólo bestias. Los lugares se llaman Dachau, Buchenwald, Birkenau… Auschwitz es un espacio anímico: el espacio del mal en la mente de ese hablante predador que somos. Y es, por ello, el único interrogante metafísico verdaderamente serio.
En una noche de abril de 1944, exhausto en el tránsito entre dos de esos campos de animalizar humanos y exterminarlos luego sin coste anímico, Robert Antelme se pregunta qué vería allí un espectador si las luces se encendiesen. «Si de pronto la sala se iluminase, se vería un revoltijo de harapos a rayas, de brazos encogidos, de codos puntiagudos, de manos malvas, de pies inmensos; bocas abiertas hacia el techo, rostros de huesos cubiertos de piel negruzca con los ojos cerrados, calaveras, formas semejantes que ya no cesarán de parecerse, inertes y como colocadas sobre el fango de un estanque». Ni siquiera animales. Cosas, residuos de cosas. Vertedero. En descomposición.
No es Auschwitz lo que está en Madrid ahora, saturando con su dolor la Sala de Exposiciones del Canal. Auschwitz no es representable: su dimensión teológica -la del hombre que suple a Dios y por él decide de vida, de humanidad y de muerte- no es reductible a escena. Pero es necesario poner esos fríos residuos, ese almacén de basura y de ceniza ante los ojos de todos y sacudir la indiferencia de quienes creen saber y nada saben. El estudio de Auschwitz -o, si preferimos dejar de lado la metáfora, el estudio de la Shoá, del exterminio de seis millones de hombres a los que se catalogó como no humanos- es un deber moral para cualquiera que hoy trate de ejercer el oficio de hombre sin saberse aplastado por la vergüenza de lo que haber sido hombre en el siglo XX ha sido.
Auschwitz consuma lo humano. Es ésa la certeza que nos aterra. Y que hace que no sepamos, en rigor, qué decir ante la enormidad de la Shoá, del exterminio. Thomas Mann daba fórmula amarga a ese pánico de constatar hasta qué punto Hitler fue hermano nuestro. De no ser así, de ser un monstruo venido de otra galaxia, un monstruo en el cual nada de nosotros reconociéramos, ninguna angustia nos generaría su historia. No nos angustia la «crueldad» de un terremoto o de un tifón. No es «nuestra» su capacidad devastadora. No tiene dimensión moral, por tanto. La Shoá es algo que cualquier humano podría haber hecho. Y que cualesquiera humanos volverán a hacer. Porque los predadores matan, sin más límite que el que les ponen sus recursos técnicos. Y porque los predadores hablantes hacen templo sagrado, religión, del dominio y maestría de esas técnicas. Y sólo saberlo puede ponernos al abrigo de ser sus instrumentos.
Las cifras nada dicen de lo más hondo. Seis millones de civiles que volaron en humo y en ceniza. Nada dicen del envite: sufrir primero, hasta que nada en ellos trasluciera ya lo humano. Esa verdad susurra en los versos de Paul Celan: «La muerte es un Maestro Alemán, su ojo es azul. / Él te alcanza con bala de plomo, su blanco eres tú… / Nos regala una fosa en el aire, / juega con las serpientes y sueña la muerte. Es un Maestro Alemán».
Ved lo que puede hacer un hombre: lo que no puede ser visto con los ojos. Sólo. Y pensad. Si es aún posible. Pensad en vosotros.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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