Los intelectuales de nuestra época se han especializado en reorientar la realidad de modo que sus lecturas sean favorables al orden existente. Son cada vez más conservadores.
Una imagen del Foro de Davos de 2017. Un buen resumen de cómo cierran los ojos a la realidad. (EFE)
Una de las ideas que con más insistencia se divulgan como solución a
nuestros problemas es la del aumento de la productividad, un factor
clave para que las empresas resulten competitivas y, en consecuencia,
puedan tener empleos de buena calidad y satisfactoriamente retribuidos.
Existe consenso en el mundo político y en el económico de que es el
horizonte principal hacia el que deberíamos orientarnos, y una gran
mayoría de expertos ratifica con datos esa creencia. Desgraciadamente, la vida va por otro lado. Sirvan un par de aspectos típicos de nuestra cotidianidad para entender cuál es el problema.
Varios conocidos me han transmitido últimamente sus quejas referidas a empresas de servicios por la mala calidad de los mismos. La explicación que (en privado) daban sobre estas disfunciones los responsables intermedios de las firmas era que sus empleados contaban con salarios bajos y solían tener la certeza de que serían despedidos al acabar su contrato temporal, con lo que la motivación era escasa. No es extraño, pues, que ese descontento acabase siendo percibido por los clientes: se trata de una mano de obra que cuando aprende a realizar con eficiencia su tarea tiene que abandonarla, y que siempre está preguntándose si llegará a fin de mes y cuál será su siguiente trabajo. En ese contexto, la productividad es necesariamente baja.
El segundo ejemplo viene de Francia, pero tiene mucha relación con lo que pasa en nuestro país. Según asegura el diario 'Le Monde', la contratación de mayores de 50, lo que llaman el empleo sénior, ha crecido durante los últimos años, aunque con la contrapartida de una gran precariedad. Algo similar ocurre en España, donde no es extraño encontrarte con trabajadores de más de 45 años —que habían salido del mercado laboral y tenían difícil el reingreso— que han acabado colocándose en puestos de menor categoría o peor pagados o ambas cosas. Lo cual también es una gran idea para aumentar la productividad: a la gente que tiene años de experiencia la ignoras, la desprecias, y luego la colocas allí donde su conocimiento no tiene ninguna posibilidad de aportar valor.
Lo lógico sería que los expertos, ante situaciones de esta clase, señalasen con insistencia que ese no es el camino, pero no lo hacen. La mayoría de ellos desprecian estos elementos, y quienes se atreven a sugerir que los salarios deben ser satisfactorios y que los empleos deben tener continuidad son ignorados. Pero en realidad este no es el asunto. Que para que las cosas funcionen los salarios deben ser buenos es algo que las élites ya saben, pero no quieren modificar un sistema que les resulta rentable. Lo que en realidad echo de menos es que los expertos señalen de modo claro esta contradicción, que consiste en afirmar que se persigue una meta mientras se ponen todas las bases para ir justo por el camino contrario.
No ocurre solo en el trabajo: las quejas de las élites europeas sobre el auge de los nacionalismos es otro buen ejemplo. Desde su perspectiva, el gran problema de Europa es ese repliegue conservador sobre el territorio y la identidad que desprecia los avances que el comercio, las sociedades abiertas y la perspectiva global han traído: un mundo reaccionario que empuja para hacernos regresar a un pasado oscuro. Pero alguien debería decirles que ese regreso solo es posible porque su sistema, el que las élites han construido, está dejando muchos perdedores por el camino, y es natural que estos se rebelen porque no es esperable otra cosa. Si pones todas las piedras para que algo suceda, es muy probable que acabe ocurriendo. Eso sí, después nadie asume responsabilidades, y señalan a voz en grito que “han sido los rusos: ellos están detrás de esto”.
No. Alguien tiene que decirles que muchos de los males con los que deben lidiar, y que aseguran que son un problema, están causados por las acciones económicas y políticas desarrolladas por las élites. Y que si quieren que se terminen, la primera medida es actuar de otra manera. Y ese alguien debería ser, desde luego, el entorno intelectual, tanto el de los expertos como el proveniente de la cultura. Sin embargo, no es así: muchos de estos intelectuales coinciden, por interés, por origen o por convicción, con las ideas de ese mundo al que deberían contrapesar.
En realidad, este entorno se ha especializado (y con los economistas y los politólogos ortodoxos en primer lugar) en reorientar la realidad: todos coinciden en que nuestro mundo funciona razonablemente bien, que su orden es justo y que el reparto social de posiciones es el adecuado; y, como mucho, añaden alguna idea para que en el futuro todo vaya mejor o señalan que sus conclusiones son las bases adecuadas para futuras investigaciones.
Así se llega a situaciones paradójicas. Si se argumenta que el declive de la clase media occidental y el empobrecimiento de las capas trabajadoras son causas evidentes de las transformaciones políticas de los últimos años, nos dirán que no es así: la culpa es de la posverdad, de los viejos resentidos que votan al Brexit o de los seguidores de Trump, que no son de clase trabajadora sino reaccionarios de toda la vida. Y que, en última instancia, nunca hemos estado mejor, porque el número de personas de clase media es hoy mayor que nunca y jamás ha habido tan pocos pobres, algo de lo que deberíamos alegrarnos y que subraya las bondades de la globalización.
Es el tipo de argumentos absurdos y estúpidos que sirven al propósito de tranquilizar al poder, pero no para dar cuenta de lo que ocurre. La clase media europea ha descendido y, a cambio, ha crecido fundamentalmente la asiática, sobre todo la china. Ignoro por qué eso es motivo de celebración: hemos perdido poder adquisitivo, nuestro nivel de vida es peor y eso ha beneficiado a los chinos.
¿Dónde está la buena noticia? Si me quedase con la mitad de las rentas de los intelectuales que defienden estas tesis y luego argumentase que deberían alegrarse porque yo soy más rico y ellos no, seguramente no estarían tan de acuerdo. Sin embargo, no tienen reparo en exhibir sin pudor esas tesis cuando no les afectan a ellos. Y la cosa se complica cuando uno entiende hasta qué punto el capital y la tecnología que se han regalado a China (solo para que las élites occidentales ganen más dinero) han convertido al gran país asiático en una enorme potencia económica cuyo auge perjudicará a Europa.
La esencia de los estudios y de las obras de estos intelectuales consiste en ratificar lo que el poder piensa. Pueden hablar de innovación, de disrupción, de las bondades de la tecnología, de la necesidad de conservar el orden político existente para no caer en el caso y de la urgencia de las reformas en el ámbito económico, especialmente en el laboral, para no seguir cayendo, pero su idea central es que el orden establecido es el correcto, que lo que hacen las élites es la mejor de las opciones posibles y que cualquier intento de cambiar eso está abocado al desastre. Y si eso no funciona, entonces aparecen los rusos como mecanismo conspiranoico para encubrir los errores.
Este tipo de comportamiento palmero es exactamente lo contrario de lo que el mundo intelectual ha de aportar a la sociedad. Los expertos en economía, salud, periodismo, política o sociología se deben en primer lugar a las reglas de su oficio y no a los intereses de las élites, sean estas políticas o económicas. Algunos de estos intelectuales gozan de una protección que les debería permitir conservar su independencia y poseen los suficientes conocimientos como para aportar una opinión fundada. Quizá sean los menos, pero es muy importante que reaparezcan hoy, porque resulta prioritario reconstruir una esfera del pensamiento que sea capaz de reorientar sus disciplinas (y a las mismas élites) hacia la realidad. Es imprescindible salir de este mundo ficticio que los expertos han ayudado a crear.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Varios conocidos me han transmitido últimamente sus quejas referidas a empresas de servicios por la mala calidad de los mismos. La explicación que (en privado) daban sobre estas disfunciones los responsables intermedios de las firmas era que sus empleados contaban con salarios bajos y solían tener la certeza de que serían despedidos al acabar su contrato temporal, con lo que la motivación era escasa. No es extraño, pues, que ese descontento acabase siendo percibido por los clientes: se trata de una mano de obra que cuando aprende a realizar con eficiencia su tarea tiene que abandonarla, y que siempre está preguntándose si llegará a fin de mes y cuál será su siguiente trabajo. En ese contexto, la productividad es necesariamente baja.
Es frecuente en España que personas de más de 45 años regresen al mercado laboral en puestos de menor categoría y mal pagados
El segundo ejemplo viene de Francia, pero tiene mucha relación con lo que pasa en nuestro país. Según asegura el diario 'Le Monde', la contratación de mayores de 50, lo que llaman el empleo sénior, ha crecido durante los últimos años, aunque con la contrapartida de una gran precariedad. Algo similar ocurre en España, donde no es extraño encontrarte con trabajadores de más de 45 años —que habían salido del mercado laboral y tenían difícil el reingreso— que han acabado colocándose en puestos de menor categoría o peor pagados o ambas cosas. Lo cual también es una gran idea para aumentar la productividad: a la gente que tiene años de experiencia la ignoras, la desprecias, y luego la colocas allí donde su conocimiento no tiene ninguna posibilidad de aportar valor.
Dices una cosa, haces otra
Lo lógico sería que los expertos, ante situaciones de esta clase, señalasen con insistencia que ese no es el camino, pero no lo hacen. La mayoría de ellos desprecian estos elementos, y quienes se atreven a sugerir que los salarios deben ser satisfactorios y que los empleos deben tener continuidad son ignorados. Pero en realidad este no es el asunto. Que para que las cosas funcionen los salarios deben ser buenos es algo que las élites ya saben, pero no quieren modificar un sistema que les resulta rentable. Lo que en realidad echo de menos es que los expertos señalen de modo claro esta contradicción, que consiste en afirmar que se persigue una meta mientras se ponen todas las bases para ir justo por el camino contrario.
Cuando llegan los problemas, nadie asume responsabilidades: señalan a voz en grito que “han sido los rusos”
No ocurre solo en el trabajo: las quejas de las élites europeas sobre el auge de los nacionalismos es otro buen ejemplo. Desde su perspectiva, el gran problema de Europa es ese repliegue conservador sobre el territorio y la identidad que desprecia los avances que el comercio, las sociedades abiertas y la perspectiva global han traído: un mundo reaccionario que empuja para hacernos regresar a un pasado oscuro. Pero alguien debería decirles que ese regreso solo es posible porque su sistema, el que las élites han construido, está dejando muchos perdedores por el camino, y es natural que estos se rebelen porque no es esperable otra cosa. Si pones todas las piedras para que algo suceda, es muy probable que acabe ocurriendo. Eso sí, después nadie asume responsabilidades, y señalan a voz en grito que “han sido los rusos: ellos están detrás de esto”.
Los intelectuales
No. Alguien tiene que decirles que muchos de los males con los que deben lidiar, y que aseguran que son un problema, están causados por las acciones económicas y políticas desarrolladas por las élites. Y que si quieren que se terminen, la primera medida es actuar de otra manera. Y ese alguien debería ser, desde luego, el entorno intelectual, tanto el de los expertos como el proveniente de la cultura. Sin embargo, no es así: muchos de estos intelectuales coinciden, por interés, por origen o por convicción, con las ideas de ese mundo al que deberían contrapesar.
Todos
coinciden en que nuestro mundo funciona razonablemente bien, que su
orden es justo y que el reparto social de posiciones es el adecuado
En realidad, este entorno se ha especializado (y con los economistas y los politólogos ortodoxos en primer lugar) en reorientar la realidad: todos coinciden en que nuestro mundo funciona razonablemente bien, que su orden es justo y que el reparto social de posiciones es el adecuado; y, como mucho, añaden alguna idea para que en el futuro todo vaya mejor o señalan que sus conclusiones son las bases adecuadas para futuras investigaciones.
Los viejos resentidos
Así se llega a situaciones paradójicas. Si se argumenta que el declive de la clase media occidental y el empobrecimiento de las capas trabajadoras son causas evidentes de las transformaciones políticas de los últimos años, nos dirán que no es así: la culpa es de la posverdad, de los viejos resentidos que votan al Brexit o de los seguidores de Trump, que no son de clase trabajadora sino reaccionarios de toda la vida. Y que, en última instancia, nunca hemos estado mejor, porque el número de personas de clase media es hoy mayor que nunca y jamás ha habido tan pocos pobres, algo de lo que deberíamos alegrarnos y que subraya las bondades de la globalización.
Hemos perdido poder adquisitivo, nuestro nivel de vida es peor y eso ha beneficiado a los chinos. ¿Dónde está la buena noticia?
Es el tipo de argumentos absurdos y estúpidos que sirven al propósito de tranquilizar al poder, pero no para dar cuenta de lo que ocurre. La clase media europea ha descendido y, a cambio, ha crecido fundamentalmente la asiática, sobre todo la china. Ignoro por qué eso es motivo de celebración: hemos perdido poder adquisitivo, nuestro nivel de vida es peor y eso ha beneficiado a los chinos.
¿Dónde está la buena noticia? Si me quedase con la mitad de las rentas de los intelectuales que defienden estas tesis y luego argumentase que deberían alegrarse porque yo soy más rico y ellos no, seguramente no estarían tan de acuerdo. Sin embargo, no tienen reparo en exhibir sin pudor esas tesis cuando no les afectan a ellos. Y la cosa se complica cuando uno entiende hasta qué punto el capital y la tecnología que se han regalado a China (solo para que las élites occidentales ganen más dinero) han convertido al gran país asiático en una enorme potencia económica cuyo auge perjudicará a Europa.
Todo está OK
La esencia de los estudios y de las obras de estos intelectuales consiste en ratificar lo que el poder piensa. Pueden hablar de innovación, de disrupción, de las bondades de la tecnología, de la necesidad de conservar el orden político existente para no caer en el caso y de la urgencia de las reformas en el ámbito económico, especialmente en el laboral, para no seguir cayendo, pero su idea central es que el orden establecido es el correcto, que lo que hacen las élites es la mejor de las opciones posibles y que cualquier intento de cambiar eso está abocado al desastre. Y si eso no funciona, entonces aparecen los rusos como mecanismo conspiranoico para encubrir los errores.
Este tipo de comportamiento palmero es exactamente lo contrario de lo que el mundo intelectual ha de aportar a la sociedad. Los expertos en economía, salud, periodismo, política o sociología se deben en primer lugar a las reglas de su oficio y no a los intereses de las élites, sean estas políticas o económicas. Algunos de estos intelectuales gozan de una protección que les debería permitir conservar su independencia y poseen los suficientes conocimientos como para aportar una opinión fundada. Quizá sean los menos, pero es muy importante que reaparezcan hoy, porque resulta prioritario reconstruir una esfera del pensamiento que sea capaz de reorientar sus disciplinas (y a las mismas élites) hacia la realidad. Es imprescindible salir de este mundo ficticio que los expertos han ayudado a crear.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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