Ada Colau
EFE
En el mismo corazón de Barcelona, la
plaza de Cataluña, los turistas no dan crédito a sus ojos ante el penoso
espectáculo que se ofrece a la vista de todos. Un grupo heterogéneo
acampa, arrasando el césped, llenando la glorieta de basura, hace más de
tres meses. Es la Barcelona del proceso, del neo pijerío progre.
Manteros, separatistas y ratas
La entrada a la estación del Metro de la plaza de
Cataluña está colapsada por manteros, que venden sus productos ilegales
adquiridos ilegalmente y en la más completa ilegalidad. La policía
municipal pasa frente a ellos como si fuesen invisibles. Tienen órdenes
expresas emanadas del ayuntamiento de no tocarles un pelo. Que los
impuestos que pagan los comerciantes de la zona sean de los más altos de
la ciudad da lo mismo. Ada Colau ha
decidido que, pobrecitos, hay que protegerlos de ese capitalismo salvaje
y represor que a ella le permite levantarse un sueldo de más de cien
mil pavos al año. Los ama tanto que hasta les ha montado un sindicato.
Que muchos de ellos sean violentos, atropellen a gente – yo mismo he
visto como se llevaron por delante a un matrimonio de edad en las
escaleras de la estación- o formen parte de conocidas bandas de
delincuencia organizada carece de la menor importancia. Y ojo con
afearles la conducta, porque te cruzan la cara quedándose tan anchos,
seguros como están de su total impunidad. Han llegado a agredir
físicamente a los mismos agentes de la autoridad. Claro que para eso
están los concejales de las CUP, que se personan en las dependencias
sanitarias cuando hay follón para coaccionar a los profesionales de la
sanidad y obligarles a que digan que los heridos manteros lo han sido
por la policía. Igualito que los miles de lesionados el pasado 1-O.
En
ese recorrido de la mugre podemos llegarnos hasta esa plaza, que
siempre fue un lugar apacible al que llevar a los más pequeños para que
diesen de comer a las palomas, donde veremos a varias personas con
tiendas de campaña, banderas separatistas, cartones, carritos de
supermercado repletos de basura, chinches y basura. Son una extraña
mezcolanza de homeless, separatistas y vividores.
Los independentistas, digámoslo todo, son campistas urbanos a tiempo
parcial. Su lema “Acampada por la República” no ha tenido mucho éxito
entre los suyos que, obviamente, prefieren dormir cómodamente en sus
camas, calentitos y al abrigo de la intemperie. Dicen que llevan sesenta
y tantos días ahí – bueno, se organizan en turnos, ustedes ya me
entienden – reivindicando lo que se votó en aquel referéndum de opereta,
defendiendo la democracia, la tierra, el retorno de los exiliados, la
libertad de los presos políticos y bla bla bla.
A
diferencia de los CDR, Comités de Defensa de la República, estos héroes
de la independencia carecen de apoyo porque, seamos sinceros,
reivindicación y jabón no deberían estar reñidos, siendo los neo
convergentes gentes de orden y ducha diaria. No hay más que ver a Elsa Artadi
para darse cuenta que los champús de pelo, el gel de baño aromático, el
perfume caro o los abrigos de más de mil euros son su principal seña de
identidad. No es criticar, es referir, porque a la que te acercas a ese
campamento te invade un olor a humanidad que tumba de espaldas. Nada
que ver con los aromas que emanan de la bancada de Junts per Catalunya
en el Parlament, embriagadora, sutil mezcla de Loewe Quizás, Eau de Cartier u Omnia de Bulgari, por citar solo tres perfumes de los que usan las diputadas separatistas.
Poco
se compadece tanta suciedad e incivismo con la idea de república, salvo
que esta sea de chinches, ratas, enfermedades, porros e indigencia
cruda, descarnada, que hiere a la vista y no parece molestar ni a
procesistas ni a podemitas, que la toleran, la auspician, la promueven.
Qué tristeza de ciudad.
Si hablan catalán, son de los nuestros, aunque sean pobres
Alberto Fernández Díaz,
presidente del Grupo Popular en el ayuntamiento barcelonés, no ceja en
sus peticiones a la alcaldesa para que acabe con manteros, vendedores
ilegales, ponga orden en las calles y acabe con ese campamento insalubre
que parece una pústula en la piel de Barcelona. No le hace caso ni
Dios, claro, porque ya sabemos que los del PP son malísimos, lo peor de
lo peor, y vayan ustedes a saber que oscuras maquinaciones se trae entre
manos Alberto pidiendo que las calles que transitamos los barceloneses,
nuestros mayores, nuestros hijos, sean, como mínimo, seguras, limpias y
estén en orden.
Que se infrinja la misma ordenanza
municipal al tolerar todo esto no le importa un higo ni a Colau ni a los
suyos. Que dé una pésima imagen de la Ciudad Condal a los turistas, aun
menos. Que aquello sea una especie de Calcuta en miniatura, incluso
puede que les haga gracia. Aunque esa gracia no se plasme en nada más,
porque los indigentes que allí también se han congregado no han sido
visitados ni una sola vez por los servicios sociales municipales.
Digamos que entre ellos hay gente que padece heridas infectadas,
enfermedades contagiosas, desnutrición, adicción a drogas. Pero a los
podemitas repantingados en sus butacones de privilegio todo eso les
parece una minucia. Que, al lado de la plaza, en otra muy cercana, la de
Salvador Seguí, la gente se meta chutes de jaco, defeque, se masturbe o
fornique como bestias tampoco debe ser relevante para la podemita
concejal del distrito de Ciutat Vella, Gala Pin, ex ocupa.
Ya
lo ven, es al derechoso, al terrible, al monstruoso Alberto a quien le
inquieta toda esa gente, más allá de ordenanzas y legalidad, mientras
que a los capitostes del rojerío mundial no se les mueve ni una ceja.
Qué cosas. Porque uno podría llegar a aceptar lo que aquí, a fuerza de
verse, hemos llegado a considerar, si no normal, al menos cotidiano.
Que, por vía de ejemplo, en edificios de la Generalitat, como el Palau
Moya, sito en plenas Ramblas, figure una enorme pancarta que en inglés
advierte a los foráneos que el gobierno español asesina a la democracia y
exilia a los gobernantes legítimos, o que en la balconada del mismísimo
ayuntamiento se exhiba un lazo amarillo en solidaridad con los presos
golpistas. Pero que se desatienda a gente sin vivienda, sin medios, que
vive en la calle y se arrima a los de la estelada esperando así poder
sacarse una comida diaria, ni que sea, es señal de que hemos tocado
fondo en la sociedad catalana.
Los separatistas allí instalados comparten un bocata o una botella de coca cola con los pobres. “Pobrets, parlan català”,
decía una jovencita de barrios burgueses que acude allí en busca de
vaya usted a saber que redención, igual que debían hacer sus abuelas
asistiendo a las sesiones de las Pías Damas del Ropero. Pobrecitos,
hablan catalán. Claro, eso ya los redime de cualquier otra culpa. Que se
queden siendo pobres, eso sí, porque nosotros ya les daremos una dádiva
cuando sea procedente, no sea que se lo vayan a gastar todo en vino.
Insistimos,
que eso lo haga la derechona de verdad, la de Pedralbes, la de los
Pujol y los Carulla, es predecible. Pero que hagan lo mismo los que se
reclaman como antorcha de revoluciones, vanguardia del proletariado y
adalides de la clase obrera es repugnante. Son los Comuns el mejor y más
eficaz aliado en la trama separatista, teniendo con ésta un punto en
común: ambas ideologías, la separatista y la comunista, se arrogan el
derecho a detentar la verdad de manera única e indiscutible. Así pues,
si hay pobres sin atender no será culpa ni del ayuntamiento ni de sus
responsables, la culpa será de Montoro, de Rajoy, de Rivera, del heteropatriarcado, del capitalismo salvaje y la OTAN. O, visto desde el lado de los de Puigdemont,
de una España de rapiña que le roba a Cataluña. En fin. Si estos son
los progresistas, los buenos, los que han de salvarnos a todos, apaga y
vámonos.
Menos mal que el de derechas es Alberto.
MIQUEL GIMÉNEZ Vía VOZ PÓPULI
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