El PP se suicida. En directo y a la vista de todos. Su capacidad de respuesta por el escándalo Cifuentes ha sido nula. El partido ha dejado de tener pulso y no capitaliza la recuperación
Mariano Rajoy en la Convención Nacional del PP en Sevilla. (EFE)
No es fácil encontrar una situación equivalente. Probablemente, porque no la hay. Un partido en el Gobierno —y el de mayor afiliación— se está suicidando. Sin pudor. En directo y a la vista de todos.
El antecedente más cercano de una autodestrucción semejante ni siquiera es la UCD. El partido de Suárez realmente nunca fue un partido, aunque tuviera apariencia de serlo, sino una asociación mutua de intereses nacida en circunstancias históricas por agrupación de diversas fuerzas para gestionar el cambio político. Pero sus numerosas familias (liberales, democristianos, socialdemócratas, falangistas renovados o simples oportunistas) no respondían a lo que se entiende por un partido, y cuya definición está hoy en profunda revisión.
La vieja estructura caudillista y oligárquica de los partidos está sucumbiendo a los avances de las nuevas realidades sociales y a la difusión de las ideas a través de las redes, lo que explica la aparición de nuevos movimientos políticos (Macron, Movimento 5 Stelle, el propio Trump…) capaces de arrastrar a los viejos partidos hacia el desastre. Entre otras cosas, por la progresiva banalización de la política a través de la televisión, que convierte a la cosa pública en parte de la industria de entretenimiento. Las últimas elecciones alemanas reflejan muy bien este cambio de paradigma. Los dos partidos mayoritarios que han gobernado el país desde 1945, apenas sumaron el 54% de los votos.
El Partido Popular, en este sentido, era una rara avis. Capaz de abarcar un amplio espectro político —desde el centro hasta la derecha extrema del arco parlamentario— nunca vio amenazado seriamente su reinado en ese espacio hasta la aparición de Ciudadanos. O, para ser más exactos, hasta la cuestión catalana, que se ha convertido en la fuente inagotable de votos para el partido de Rivera.
Rajoy, atrapado por su condición de presidente de Gobierno (que exige mesura en la toma de decisiones) y, desde luego, un análisis más sosegado, ha sufrido un fuerte desgaste político por la corrupción de su partido, pero, sobre todo, por lo que sucede en Cataluña desde hace al menos cinco años, lo que ha creado una situación insólita. Carece de incentivos para abordar políticamente la cuestión catalana —y no solo desde el terreno judicial— porque sabe que cualquier movimiento [negociar es ceder] le hundiría electoralmente en favor de Cs; pero, al mismo tiempo, es consciente de que Rivera le ha ganado la posición. Poco puede hacer para recuperarla, sin embargo, más allá de esconderse tras las togas. Lo contrario, sería acelerar su suicidio.
La acción de Gobierno de Rajoy —y no solo el partido— es, igualmente, víctima de esa paradoja. Cataluña ha envenenado hasta tal punto la política española que el Ejecutivo tendrá serias dificultades para aprobar el presupuesto (si finalmente lo consigue). Precisamente, por lo que sucede en Cataluña, que beneficia electoralmente a Ciudadanos, un partido que no tiene ningún incentivo para resolver la crisis catalana. Sabe que su posición intransigente es un flujo continuo de votos.
Eso quiere decir que el PP se ha quedado sin apenas espacio político para poder gobernar atrapado por la crisis catalana, lo que no es solo un drama para el Partido Popular, que no tiene posibilidad alguna de capitalizar electoralmente la creación de empleo, la reducción del déficit o unas políticas más generosas en lo social, sino, por supuesto, para España, que vive atónita a un bloqueo político colosal. Precisamente, en un periodo histórico en el que el mundo se mueve rápidamente al calor de los avances tecnológicos y de la digitalización, que están transformando de forma radical el planeta. En España, por el contrario, su sistema político se sigue mirando al ombligo como si el resto del mundo no avanzara.
El 'escándalo Cifuentes' no ha hecho más que empeorar las cosas. El Partido Popular podía haber aprendido de errores anteriores y, en lugar de refugiarse en el estúpido patriotismo de partido, tan frecuente en todas las formaciones, podría haber convertido la crisis en un acto de ejemplaridad política con una salida digna y no denigrante de la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid, que al final saldrá humillada y por la puerta de atrás. No lo hizo y en su lugar ha optado por arrastrar al partido en su caída.
¿El resultado? Si antes el PP tenía un tapón de envergadura para recuperar votos: la situación de Cataluña, ahora los inquilinos de la calle Génova tienen dos. Y ambos muy serios. Probablemente, por lo que decía Séneca: ningún viento es propicio para quien no sabe a qué puerto encaminarse. O lo que es lo mismo, detrás de un error político casi siempre hay un error intelectual, que casi siempre nace de una visión conservadora de la acción política que tiende a ningunear los cambios sociales. Y Rajoy es, ante todo, un conservador, más que un hombre de derechas.
Aznar era —y aún lo es— un hombre de derechas, pero nunca fue conservador en el sentido clásico del término. Machado lo bautizó magistralmente como el macizo de la raza y Ridruejo, con su extraordinaria capacidad analítica, llegó a la conclusión de que el macizo de la raza era esa España que "respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad". Una España que felizmente va desapareciendo en favor de las nuevas clases sociales urbanas, que son, precisamente, las que dan oxígeno al crecimiento de Ciudadanos.
Esas dificultades para adaptarse a los cambios sociales (como le sucedió al PP en la primera legislatura de Zapatero) solo podía generar un partido sin ese pulso del que hablaba con desgarro Francisco Silvela —lo administrativo ha sustituido a lo político—. El PP es hoy incapaz de reaccionar a algo obvio, y que está a la vista de todos. La estrategia de Ciudadanos pasa por abrasar a fuego lento al Partido Popular dándole tiempo para que se ahogue en sus errores. Y el próximo episodio parece estar cerca.
Si el Gobierno sale derrotado en la votación de las enmiendas de devolución a los presupuestos, en la última semana de abril, el vía crucis hasta las generales de 2020 está asegurado. Hay encuestas, de hecho, que sitúan al PP —que ni siquiera tiene candidatos en la mayoría de las provincias— como la tercera fuerza en Andalucía. Otras encuestas sugieren que es muy probable que pierda la Comunidad de Madrid y Valencia, las dos plazas que anclaron la hegemonía del PP durante décadas.
Perder elecciones, en todo caso, no sería lo peor para el PP. Aunque hoy Cataluña y Mariano Rajoy son el principal activo político de Ciudadanos, lo relevante es que lo que está en juego es su propia supervivencia como partido (como bien sabe el PSOE), debido a la inconsistencia intelectual del sistema político, donde brilla el oportunismo y se echa en falta un fondo ideológico capaz de dar coherencia al parlamento. Y cuya realidad ya se atisbó cuando este país estuvo casi un año sin Gobierno por la ausencia de sentido de Estado de unos y de otros.
No es que el bipartidismo fuera mejor. La pérdida de referentes ideológicos —los clásicos ejes izquierda-derecha— conducen necesariamente a la fragmentación política y al populismo electoral. Los nuevos actores se sienten liberados de representar a sus propias raíces históricas, por lo que la razón de Estado tiende a desaparecer en la medida que lo prioritario es atender los intereses particulares de los colectivos que respaldan a los nuevos partidos.
Va a ser verdad que la democracia de 1978 olvidó los valores civiles y los usos políticos propios de los sistemas que cuentan con una larga tradición de convivencia en libertad. Y de tolerancia cero con la mentira.
Silvela lo dijo con amargura en España sin pulso: "Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla".
CARLOS SÁNCHEZ Vía ELCONFIDENCIAL
El antecedente más cercano de una autodestrucción semejante ni siquiera es la UCD. El partido de Suárez realmente nunca fue un partido, aunque tuviera apariencia de serlo, sino una asociación mutua de intereses nacida en circunstancias históricas por agrupación de diversas fuerzas para gestionar el cambio político. Pero sus numerosas familias (liberales, democristianos, socialdemócratas, falangistas renovados o simples oportunistas) no respondían a lo que se entiende por un partido, y cuya definición está hoy en profunda revisión.
La vieja estructura caudillista y oligárquica de los partidos está sucumbiendo a los avances de las nuevas realidades sociales y a la difusión de las ideas a través de las redes, lo que explica la aparición de nuevos movimientos políticos (Macron, Movimento 5 Stelle, el propio Trump…) capaces de arrastrar a los viejos partidos hacia el desastre. Entre otras cosas, por la progresiva banalización de la política a través de la televisión, que convierte a la cosa pública en parte de la industria de entretenimiento. Las últimas elecciones alemanas reflejan muy bien este cambio de paradigma. Los dos partidos mayoritarios que han gobernado el país desde 1945, apenas sumaron el 54% de los votos.
El Partido Popular, en este sentido, era una rara avis. Capaz de abarcar un amplio espectro político —desde el centro hasta la derecha extrema del arco parlamentario— nunca vio amenazado seriamente su reinado en ese espacio hasta la aparición de Ciudadanos. O, para ser más exactos, hasta la cuestión catalana, que se ha convertido en la fuente inagotable de votos para el partido de Rivera.
Rajoy, atrapado por su condición de presidente de Gobierno (que exige mesura en la toma de decisiones) y, desde luego, un análisis más sosegado, ha sufrido un fuerte desgaste político por la corrupción de su partido, pero, sobre todo, por lo que sucede en Cataluña desde hace al menos cinco años, lo que ha creado una situación insólita. Carece de incentivos para abordar políticamente la cuestión catalana —y no solo desde el terreno judicial— porque sabe que cualquier movimiento [negociar es ceder] le hundiría electoralmente en favor de Cs; pero, al mismo tiempo, es consciente de que Rivera le ha ganado la posición. Poco puede hacer para recuperarla, sin embargo, más allá de esconderse tras las togas. Lo contrario, sería acelerar su suicidio.
Posición intransigente
La acción de Gobierno de Rajoy —y no solo el partido— es, igualmente, víctima de esa paradoja. Cataluña ha envenenado hasta tal punto la política española que el Ejecutivo tendrá serias dificultades para aprobar el presupuesto (si finalmente lo consigue). Precisamente, por lo que sucede en Cataluña, que beneficia electoralmente a Ciudadanos, un partido que no tiene ningún incentivo para resolver la crisis catalana. Sabe que su posición intransigente es un flujo continuo de votos.
El
PP se ha quedado sin espacio para poder gobernar atrapado por la crisis
catalana, lo que no es solo un drama para el partido, sino para España
Eso quiere decir que el PP se ha quedado sin apenas espacio político para poder gobernar atrapado por la crisis catalana, lo que no es solo un drama para el Partido Popular, que no tiene posibilidad alguna de capitalizar electoralmente la creación de empleo, la reducción del déficit o unas políticas más generosas en lo social, sino, por supuesto, para España, que vive atónita a un bloqueo político colosal. Precisamente, en un periodo histórico en el que el mundo se mueve rápidamente al calor de los avances tecnológicos y de la digitalización, que están transformando de forma radical el planeta. En España, por el contrario, su sistema político se sigue mirando al ombligo como si el resto del mundo no avanzara.
El 'escándalo Cifuentes' no ha hecho más que empeorar las cosas. El Partido Popular podía haber aprendido de errores anteriores y, en lugar de refugiarse en el estúpido patriotismo de partido, tan frecuente en todas las formaciones, podría haber convertido la crisis en un acto de ejemplaridad política con una salida digna y no denigrante de la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid, que al final saldrá humillada y por la puerta de atrás. No lo hizo y en su lugar ha optado por arrastrar al partido en su caída.
¿El resultado? Si antes el PP tenía un tapón de envergadura para recuperar votos: la situación de Cataluña, ahora los inquilinos de la calle Génova tienen dos. Y ambos muy serios. Probablemente, por lo que decía Séneca: ningún viento es propicio para quien no sabe a qué puerto encaminarse. O lo que es lo mismo, detrás de un error político casi siempre hay un error intelectual, que casi siempre nace de una visión conservadora de la acción política que tiende a ningunear los cambios sociales. Y Rajoy es, ante todo, un conservador, más que un hombre de derechas.
El macizo de la raza
Aznar era —y aún lo es— un hombre de derechas, pero nunca fue conservador en el sentido clásico del término. Machado lo bautizó magistralmente como el macizo de la raza y Ridruejo, con su extraordinaria capacidad analítica, llegó a la conclusión de que el macizo de la raza era esa España que "respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad". Una España que felizmente va desapareciendo en favor de las nuevas clases sociales urbanas, que son, precisamente, las que dan oxígeno al crecimiento de Ciudadanos.
Esas dificultades para adaptarse a los cambios sociales (como le sucedió al PP en la primera legislatura de Zapatero) solo podía generar un partido sin ese pulso del que hablaba con desgarro Francisco Silvela —lo administrativo ha sustituido a lo político—. El PP es hoy incapaz de reaccionar a algo obvio, y que está a la vista de todos. La estrategia de Ciudadanos pasa por abrasar a fuego lento al Partido Popular dándole tiempo para que se ahogue en sus errores. Y el próximo episodio parece estar cerca.
Si
el Gobierno sale derrotado en los presupuestos, en la última semana de
abril, el vía crucis hasta las generales de 2020 está asegurado
Si el Gobierno sale derrotado en la votación de las enmiendas de devolución a los presupuestos, en la última semana de abril, el vía crucis hasta las generales de 2020 está asegurado. Hay encuestas, de hecho, que sitúan al PP —que ni siquiera tiene candidatos en la mayoría de las provincias— como la tercera fuerza en Andalucía. Otras encuestas sugieren que es muy probable que pierda la Comunidad de Madrid y Valencia, las dos plazas que anclaron la hegemonía del PP durante décadas.
Perder elecciones, en todo caso, no sería lo peor para el PP. Aunque hoy Cataluña y Mariano Rajoy son el principal activo político de Ciudadanos, lo relevante es que lo que está en juego es su propia supervivencia como partido (como bien sabe el PSOE), debido a la inconsistencia intelectual del sistema político, donde brilla el oportunismo y se echa en falta un fondo ideológico capaz de dar coherencia al parlamento. Y cuya realidad ya se atisbó cuando este país estuvo casi un año sin Gobierno por la ausencia de sentido de Estado de unos y de otros.
No es que el bipartidismo fuera mejor. La pérdida de referentes ideológicos —los clásicos ejes izquierda-derecha— conducen necesariamente a la fragmentación política y al populismo electoral. Los nuevos actores se sienten liberados de representar a sus propias raíces históricas, por lo que la razón de Estado tiende a desaparecer en la medida que lo prioritario es atender los intereses particulares de los colectivos que respaldan a los nuevos partidos.
Va a ser verdad que la democracia de 1978 olvidó los valores civiles y los usos políticos propios de los sistemas que cuentan con una larga tradición de convivencia en libertad. Y de tolerancia cero con la mentira.
Silvela lo dijo con amargura en España sin pulso: "Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla".
CARLOS SÁNCHEZ Vía ELCONFIDENCIAL
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