"Excéntrico no es hoy quien se complace en invocar a los demonios, sino el que se atreve a rezar a los santos; excéntrico no es el activista del desenfreno, sino el apóstol de la templanza; excéntrico no es el rapsoda chillón de la libertad, sino el juglar discreto de la tradición."
Juan Manuel de Prada
Siempre me ha llamado la atención la
delirante inexactitud con que nuestra época asigna los epítetos. El otro
día escuché llamar (en términos elogiosos) ‘excéntrico’ a un
presentador de televisión que se las ha arreglado para ser siempre el
centro de todas las atenciones, cultivando poses de impertinente; y que,
en fin, se ha erigido en heraldo de todas las paparruchas centrales de
la corrección política y en ametralladora de lugares comunes sistémicos,
convenientemente aderezados de altanería majadera. Y es que hoy
llamamos ‘excéntrico’ a quien antes era denominado, con mayor justeza y
propiedad, ‘cantamañanas’ o ‘soplagaitas’.
Los diccionarios, que tampoco destacan por albergar demasiadas verdades, definen así al excéntrico: «De carácter raro, extravagante». Pero se trata de una definición demasiado brumosa que no acierta a mencionar la causa de esa rareza, que no es (como le ocurre al excéntrico de pacotilla) el postureo ante la galería, sino la necesidad de abandonar el centro. Excéntrico es quien se aparta del redil y elige vivir y pensar en los márgenes, alejado de pensamientos y convenciones gregarias. Un excéntrico, en fin, es lo que buscaba Diógenes, aquel filósofo de la Antigüedad que en cierta ocasión salió al Ágora de Atenas portando una lámpara a plena luz del día. «¿Qué buscas, Diógenes?», le preguntaban los atenienses, con burlona perplejidad. «Busco un hombre», respondió Diógenes, impertérrito, mientras se afanaba en vano por encontrarlo. «Pero la ciudad está llena de hombres», le opusieron los curiosos, vencidos por la hilaridad; a lo que él contestó, huraño: «Busco a un hombre de verdad, uno que viva por sí mismo»; esto es, alguien que no se hubiese dejado uncir al yugo del pensamiento sistémico. Diógenes, por cierto, constituye un ejemplo de excentricidad radical y militante: vivía en un tonel, defecaba en la vía pública y a los jóvenes fatuos que se acercaban para molestarlo les lanzaba ladridos y zarpazos, como se supone que debe hacer –aunque sólo sea por respeto a las etimologías– un filósofo cínico.
Frente a este modelo de excentricidad radical se ha impuesto en nuestra época un modelo de excentricidad autocomplaciente y falsorra que no sólo no se revuelve contra la ‘centralidad’ de su tiempo, sino que la encarna orgullosamente, adornada con sus alamares de estridencias y aspavientos. Nada que ver con la excentricidad radical de Diógenes, a quien sus contemporáneos tomaban por loco y destemplado (como ha ocurrido siempre con los auténticos excéntricos). Al excéntrico de nuestro tiempo le basta con adoptar poses de ‘maldito’, a imitación devaluada de aquellos artistas que en otro tiempo asumían actitudes provocadoras o irreverentes –Nerval paseando una langosta por la calle, Baudelaire tiñéndose el pelo de verde– para escupir su desprecio a la sociedad filistea. Pero ya en aquellas poses de ‘maldito’ había una semilla de traición –una sustitución del meollo por la cáscara– a la excentricidad de Diógenes. Luego esa traición se volvería caricaturesca en personajes más próximos en el tiempo que convirtieron la excentricidad en charlotada, en un mero épater le bourgeois no exento de fines crematísticos. Las patochadas a veces fascinadoras y a veces atorrantes de Salvador Dalí constituirían un ejemplo notorio de esta excentricidad paródica.
Así hasta llegar a nuestra época terminal, que llama ‘excéntrico’ a cualquier lacayo sistémico, con tal de que se peine como si lo hubiese lamido una vaca o vista de modo estrafalario. Aunque sólo sea por distanciarse de esta patulea, conviene rescatar el peinado con raya y vestir con corrección viejuna. Y, a continuación, hay que decir y hacer exactamente lo contrario de lo que ellos hagan y digan; y hay que repensar todas aquellas cosas que ellos han dejado de pensar, por considerarlas nefandas e impensables. Pues excéntrico no es hoy quien se complace en invocar a los demonios, sino el que se atreve a rezar a los santos; excéntrico no es el activista del desenfreno, sino el apóstol de la templanza; excéntrico no es el rapsoda chillón de la libertad, sino el juglar discreto de la tradición; excéntrico, en fin, no es el niño pijo que se apunta a todas las ideologías patrocinadas, sino el que de todas abomina, con ese magnífico y radical desparpajo con que Diógenes defecaba en la vía pública.
Por supuesto, a este auténtico excéntrico nuestra época no lo llamará así. Con la delirante inexactitud con que asigna los epítetos preferirá dedicarle con los vituperios más terribles. Pero, como nos enseñaba el poeta, hay insultos que son «formas amargas del elogio».
Los diccionarios, que tampoco destacan por albergar demasiadas verdades, definen así al excéntrico: «De carácter raro, extravagante». Pero se trata de una definición demasiado brumosa que no acierta a mencionar la causa de esa rareza, que no es (como le ocurre al excéntrico de pacotilla) el postureo ante la galería, sino la necesidad de abandonar el centro. Excéntrico es quien se aparta del redil y elige vivir y pensar en los márgenes, alejado de pensamientos y convenciones gregarias. Un excéntrico, en fin, es lo que buscaba Diógenes, aquel filósofo de la Antigüedad que en cierta ocasión salió al Ágora de Atenas portando una lámpara a plena luz del día. «¿Qué buscas, Diógenes?», le preguntaban los atenienses, con burlona perplejidad. «Busco un hombre», respondió Diógenes, impertérrito, mientras se afanaba en vano por encontrarlo. «Pero la ciudad está llena de hombres», le opusieron los curiosos, vencidos por la hilaridad; a lo que él contestó, huraño: «Busco a un hombre de verdad, uno que viva por sí mismo»; esto es, alguien que no se hubiese dejado uncir al yugo del pensamiento sistémico. Diógenes, por cierto, constituye un ejemplo de excentricidad radical y militante: vivía en un tonel, defecaba en la vía pública y a los jóvenes fatuos que se acercaban para molestarlo les lanzaba ladridos y zarpazos, como se supone que debe hacer –aunque sólo sea por respeto a las etimologías– un filósofo cínico.
Frente a este modelo de excentricidad radical se ha impuesto en nuestra época un modelo de excentricidad autocomplaciente y falsorra que no sólo no se revuelve contra la ‘centralidad’ de su tiempo, sino que la encarna orgullosamente, adornada con sus alamares de estridencias y aspavientos. Nada que ver con la excentricidad radical de Diógenes, a quien sus contemporáneos tomaban por loco y destemplado (como ha ocurrido siempre con los auténticos excéntricos). Al excéntrico de nuestro tiempo le basta con adoptar poses de ‘maldito’, a imitación devaluada de aquellos artistas que en otro tiempo asumían actitudes provocadoras o irreverentes –Nerval paseando una langosta por la calle, Baudelaire tiñéndose el pelo de verde– para escupir su desprecio a la sociedad filistea. Pero ya en aquellas poses de ‘maldito’ había una semilla de traición –una sustitución del meollo por la cáscara– a la excentricidad de Diógenes. Luego esa traición se volvería caricaturesca en personajes más próximos en el tiempo que convirtieron la excentricidad en charlotada, en un mero épater le bourgeois no exento de fines crematísticos. Las patochadas a veces fascinadoras y a veces atorrantes de Salvador Dalí constituirían un ejemplo notorio de esta excentricidad paródica.
Así hasta llegar a nuestra época terminal, que llama ‘excéntrico’ a cualquier lacayo sistémico, con tal de que se peine como si lo hubiese lamido una vaca o vista de modo estrafalario. Aunque sólo sea por distanciarse de esta patulea, conviene rescatar el peinado con raya y vestir con corrección viejuna. Y, a continuación, hay que decir y hacer exactamente lo contrario de lo que ellos hagan y digan; y hay que repensar todas aquellas cosas que ellos han dejado de pensar, por considerarlas nefandas e impensables. Pues excéntrico no es hoy quien se complace en invocar a los demonios, sino el que se atreve a rezar a los santos; excéntrico no es el activista del desenfreno, sino el apóstol de la templanza; excéntrico no es el rapsoda chillón de la libertad, sino el juglar discreto de la tradición; excéntrico, en fin, no es el niño pijo que se apunta a todas las ideologías patrocinadas, sino el que de todas abomina, con ese magnífico y radical desparpajo con que Diógenes defecaba en la vía pública.
Por supuesto, a este auténtico excéntrico nuestra época no lo llamará así. Con la delirante inexactitud con que asigna los epítetos preferirá dedicarle con los vituperios más terribles. Pero, como nos enseñaba el poeta, hay insultos que son «formas amargas del elogio».
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en XL Semanal.
Publicado en XL Semanal.
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