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lunes, 30 de abril de 2018

Cuando Rajoy se metió a arreglar las pensiones… y lo estropeó

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. EFE


No llamó a ningún ministro del ramo. A ninguno de la cosa económica. ¿Para qué? En el arte político de los últimos tiempos, el de la cortedad de miras, todo vale por un puñado de votos. Es la triste moraleja construida por un presidente del Gobierno empeñado en cerrar esta legislatura sin otra tanda de recortes. La condición sine qua non era sacar adelante estos presupuestos. A horca y cuchillo si hacía falta. Lo cierto es que el Gobierno de Mariano Rajoy se la juega con estas cuentas porque las próximas, las legítimas de 2019, tendrán que ser mucho más restrictivas. Asegurarse el Presupuesto en 2018 abre la vía de una posible prórroga el año venidero, ejercicio en el que podrían volverse a convocar elecciones generales. Y es más cómodo y triunfal afrontar las urnas con una buena ración de pan y circo que con otra incómoda tanda de recortes. Todo por lograr el apoyo a los Presupuestos, pensó Rajoy. El presidente, que sin encomendarse al sanedrín económico, perfiló una entrevista secreta con el peneuvista Andoni Ortúzar para darle otro cheque en blanco -aún retumba el famoso cuponazo- a cambio del ‘sí’ vasco a las cuentas públicas. Nada sabían Cristóbal Montoro, Fátima Báñez o el imberbe Román Escolano de la famosa cita. De ello se quejan amargamente en las últimas horas a quienes quieren escucharlo.


El pacto secreto con el PNV para salvar el Presupuesto pasa por anular de facto la reforma de 2013, la que elaboró el mismo Ejecutivo de Rajoy hace ya más de cuatro años y que se basa en dos pilares: el índice de revalorización que sustituyó al IPC y el factor de sostenibilidad que pretende ligar las pensiones a la esperanza de vida. Ahora todo queda en agua de borrajas. El acuerdo suspende temporalmente el nuevo índice de revalorización, vuelve al IPC y retrasa cuatro años la entrada en vigor del factor de sostenibilidad, hasta 2023. Eso asegura al Ejecutivo una legislatura entera sin aplicar su propia reforma. Y el que venga después, que decida. O que arreé.

Si algo han repetido hasta la saciedad los mayores expertos en pensiones estos meses es que las reformas de 2011 y 2013 aseguraban la viabilidad del sistema en el futuro. La combinación de los dos cambios iba a contener el fuerte aumento del gasto que provocará el reto demográfico y a hacer viable uno de los mayores pilares del estado de bienestar español. Pero hoy esta afirmación está herida de muerte. Todo por obra y arte de Rajoy. Para pagar el regalito ligado de la subida del IPC, que costarán unos 1.500 millones y 1.800 millones en 2019, el Gobierno hará algunas propuestas al Pacto de Toledo, como la creación de un impuesto a las grandes tecnológicas cuyos ingresos se destinarán a pagar las pensiones. Una medida que lejos de ser la panacea, no sirve ni de parche. Además, el Gobierno destinará los ahorros en el gasto por el pago de intereses de la deuda y parte de lo que tenía previsto destinar al rescate de las autopistas, puesto que el coste será menor al inicialmente previsto. Igualmente, escuchará otras propuestas del resto de partidos en la Comisión del Pacto de Toledo.
La pérdida de poder adquisitivo de las pensiones no responde a un capricho de los Dioses de Bruselas. Es simplemente la ley adaptando el sistema a la realidad de una demografía, la nuestra, que es cada día que pasa más atroz
El pacto secreto no sólo ha soliviantado a los ministros de la cosa económica. También ha herido susceptibilidades dentro del propio PP. En algunos despachos de Génova abogan por reabrir el pacto para, al menos, no retrasar a 2023 la puesta en  marcha del factor de sostenibilidad. “No hacerlo sería una aberración”, sostiene un dirigente popular. Él, como otros peperos, critican la cortedad de Rajoy al elevar la revalorización del 0,25% fijado por la reforma hasta el IPC. “No debe ser consciente que una subida tan elevada se consolida cada año y es otra fuente importante de tensión al sistema”, asegura. Entre los expertos económicos, Fedea ha defendido en varias ocasiones la posibilidad de blindar solo las pensiones mínimas ligándolas al IPC y mantener el índice de revalorización actual para el resto. Esto costaría un 0,4% al año, algo asumible, mientras que volver a tomar de referencia la inflación para todas las prestaciones obligaría a tomar medidas muy duras para poder financiarlo, como, por ejemplo, subir el IRPF un 35% en 2040.

Pese a que la reforma de 2013 no era la gran salvación, ni mucho menos, sí ponía una realidad matemática en forma de ley. Para calcular el gasto de pensiones tomaba en cuenta dos componentes. Por un lado, el crecimiento de los ingresos de la seguridad social. Si el número de trabajadores y/o los impuestos que estos pagan al sistema aumenta, el sistema tiene más recursos, y las pensiones aumentan. Si no lo hace, o crecen con lentitud, las pensiones crecerán lentamente. Por otro lado, la ley también tiene en cuenta el coste de los pensionistas en base a cuántos años van a estar recibiendo pensiones. Cuanto mayor sea la esperanza de vida a los 65, más difícil será para los trabajadores actuales sostener esos pagos. La fórmula incluye unos cuantos ajustes adicionales (las medias se calculan a 11 años vista, para suavizar el impacto de las recesiones, por ejemplo), pero el efecto final es muy simple: si en España aumenta el número de trabajadores y/o su productividad y con ello las cotizaciones a la seguridad social en proporción al número de jubilados, las pensiones suben. Si esa proporción disminuye, las pensiones bajan. Esa es la aritmética del sistema.

Por tanto, la pérdida de poder adquisitivo de las pensiones no responde a un capricho de los Dioses de Bruselas, entonces. Es simplemente la ley adaptando el sistema a la realidad de una demografía, la nuestra, que es cada día que pasa más atroz. España ha sido uno de los últimos países de la Unión Europea en adoptar un factor de sostenibilidad en este aspecto, ya que nuestros baby boomers llegan más tarde que en el resto del continente y teníamos una población relativamente más joven. La hora de la jubilación de los nacidos en los cincuenta y sesenta ha llegado, sin embargo, y la ratio entre trabajadores y jubilados ha empezado a caer en picado. A esto se añade que los nuevos jubilados cada vez tienen períodos de cotización más elevados, lo que implica mayores contribuciones y pensiones más altas. En paralelo, los trabajadores que empiezan ahora a cotizar lo hacen con unas bases notablemente más bajas que la media del sistema (alrededor de 1.800 euros al mes) y, especialmente, que aquellos que están abandonando o a punto de hacerlo su vida laboral. Una diferencia que los sindicatos llegan a cifrar entre el 35% al 40%. Al cocktail aún le falta la guinda, que llegará en un par de décadas. Será el momento de la jubilación de la generación del 'baby boom'. “La tensión del sistema será máxima entonces”, reconoce alguien que participó en los últimos trabajos del comité de sabios para las pensiones.

Toda esa lógica ha sido despreciada en el nuevo acuerdo de Rajoy con el PNV. Una subida dirigida en un doble plano: el apoyo a los presupuestos y calmar a la calle, a la masa de pensionistas cabreados. Los mismos que seguirán igual de cabreados cuando vean que la subida ligada al IPC, en caso de llegar a concretarse –hay una puerta de atrás si existe acuerdo dentro del Pacto de Toledo para ligarlo al IPC pero con factores correctores- apenas llegará a entornos de 20 euros al mes en la mayoría de los casos. La lógica para hacer sostenible el sistema obliga a lo contrario. A una rebaja del 1%-2% durante, al menos, un par de décadas para que la solidaridad intergeneracional siga existiendo, y los que pagan ahora puedan gozar de una mínima pensión pública en el futuro. ¿Quién se atreve a poner el cascabel a ese gato si la congelación de las pensiones ha sido históricamente un arma electoral arrojadiza en el bipartidismo? Rajoy está visto que no.


                                                                                    MIGUEL ALBA   Vía VOZ PÓPULI

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