El 3 de mayo de 1968 estalla el último movimiento revolucionario, que está a punto de celebrar su cincuenta aniversario. Gabriel Albiac lo vivió en la trinchera y ha llegado la hora de revisitarlo en su ensayo «Mayo del 68. Fin de fiesta»
Gabriel Albiac - Maya Balanya
Gabriel Albiac tenía 18 años cuando estalla el 68 en París: uno de los grandes mitos culturales y políticos del siglo XX,
que está a punto de cumplir 50 y no sé muy bien si tan campante. Como
Albiac cuenta, «de los supervivientes del 68 muchos acabaron
suicidándose o con crisis epilépticas».
Para él, ha llegado el momento
de revisitar aquel tiempo a través de la reactulización de su ensayo de
1993 «Mayo del 68. Una educación sentimental», que ahora titula «Mayo del 68. Fin de fiesta» (Editorial Confluencias).
-Primera pregunta obligatoria: ¿por qué ese fin de fiesta?
-Desarrollé
una reflexión que sí me preocupaba mucho, y me preocupa mucho en estos
años: hasta qué punto el 68 era la primera etapa del 89, es decir hasta
qué punto la caída a plomo del Este era una consecuencia del 68. Todo se
articula sobre una idea básica, la de que el siglo XX, a lo largo de su
primera mitad, ha vivido bajo el imperio de una teología política, una
teología política que se supone que en algún momento es una religión de
suplencia.
-¿Qué entiende usted por teología política?
-Desde
1917, se produce algo sin precedentes, que es lo que podemos llamar una
religión mundana que opera como la gran religión del siglo; esa
religión del siglo que nace con seguridad desde el propio Lenin, pero
que se configura con Stalin y con todo el sistema de protección de la
URSS, que son los partidos comunistas occidentales, funciona con todos
los modelos de una religión de salvación. Desde finales de los años
sesenta, toda la gente que pensaba con un mínimo de cabeza intuía que
aquello había sido la base, el origen de los mayores desastres del
siglo.
-¿El 68 nace para poner fin al comunismo?
-Al
día siguiente del choque del 3 de mayo, apareció un artículo
larguísimo, de no sé cuántos folios, de un tal Georges Marchais, que en
la época todavía no era secretario general del PC francés, pero que lo
sería después, en el «Diario del Partido Comunista» francés, advirtiendo
que el movimiento que se había desencadenado en el Barrio Latino era de
los enemigos del proletariado y que tenía como objetivo tratar de
destruir al proletariado, a su partido y a su sindicato.
-¿Eran conscientes los estudiantes de la responsabilidad?
-Inicialmente
no, pero pasaron a serlo muy pronto, porque, naturalmente, cuando tú te
encuentras con que los tíos que te sacuden en una manifestación para
que no sigas adelante son el servicio de orden de la CGT, es decir del
sindicato del partido... Inmediatamente te empiezas a plantear algo.
¿Qué mosca les ha picado?
-¿Cómo reaccionan ante esa evidencia?
-Un
desconcierto muy grande. Eso supone que en los años inmediatamente
posteriores la gente anda pegando bandazos. Creo que de esos bandazos,
al final lo que sale es extraordinariamente positivo: la capacidad de
entender que esto que se ha derrumbado no vale la pena volver a
construirlo, y desde ese momento tenemos que pensar que la política no
es un espacio de salvación, sino un espacio de administración de la cosa
pública.
-¿Quiénes son todos esos chicos de 18 años que salen a la calle, cuyos orígenes no son precisamente obreros?
-El
«boom» de la natalidad hace que lleguen masivamente a la universidad
hijos de sectores que entonces nunca habían accedido, de pequeñísima
burguesía, de funcionarios, de profesionales de ínfimo nivel. Y una cosa
importantísima: llegan en masa las mujeres. En el caso francés, las
mujeres habían ido llegando a la universidad desde los años anteriores,
pero en un porcentaje mínimo habían acabado. ¿Por qué? Es una cuestión
estrictamente técnica y que se suele olvidar, pero hay que decirla: los
anovulatorios empezaron a comercializarse en Francia un año y medio
antes del 68. Hasta ese momento, las mujeres llegaban a la universidad,
pero a media universidad... Se produce una rotura completa de las
convenciones que venían asentadas sobre un modelo de una ranciedad
absoluta. Lo terrible es quién era más rancio: ¿De Gaulle o el Partido
comunista francés?
-¿Y quién era más rancio?
-Probablemente,
era más rancio el PC francés. La voladura de esa ranciedad, el
descubrimiento de que todo ese sistema de convenciones era una tomadura
de pelo es un descubrimiento clave.
-Al final, se hace mitología de un fracaso porque el 68 se va al traste.
-El
modo en que perdimos permitió barrer todo el pasado sin construir nada
nuevo. Y barrerlo todo sin construir nada nuevo es la libertad.
-¿Entonces, su legado es más una leyenda o dónde radica su herencia en concreto?
-Es
semilla de todo. Glucksman y su hijo escriben un libro que se llama «El
68 explicado a Nicolas Sarkozy». Dice: usted (referiéndose a Sarkozy)
ha preguntado para qué ha servido el 68. La respuesta más sencilla es
esta: sirvió para que usted pueda ser presidente de Francia. Antes del
68, un emigrante de segunda generación, como es usted, sin haber pasado
por ninguna de las grandes escuelas, como le sucede a usted, y con dos
divorcios a cuestas, no podía ni soñar en hacer carrera política, no le
digo ya ser presidente de Francia. Todos los gestos de la cotidianidad y
de su traslación a la política que vivimos con normalidad no son
intemporales, nacieron ahí.
-¿El 68 hubiera sido lo mismo sin esa iconografía fotográfica que le acompaña?
-No
lo hubiera sido sin dos cosas: las imágenes, por un lado, y la radio,
por otro. Tanto el 68 americano, como el 68 alemán, como el 68 francés
nacen en las organizaciones de solidaridad con Vietnam. Y Vietnam es
ante todo un sistema de imágenes. Nunca ha habido una guerra con tal
esplendor de imágenes.
-Digamos que es una revolución fotogénica.
-Fotogénica
del carajo. La segunda clave es la radio. En el momento en que empieza
el 68, el 3 de mayo, París está invadido por las unidades móviles.
Durante las tres grandes jornadas, los tres grandes viernes, la
comunicación entre el poder y los estudiantes se efectuó a través de las
unidades móviles de radio.
-¿El 68 hubiera sido lo mismo sin la cantidad de intelectuales que allí había por metro cuadrado?
-Nunca
ha habido tal acumulación de talento en París. Es un momento en el que
Sartre y Beauvoir todavía están en ejercicio, Barthes, Foucault y
Deleuze están en su esplendor, y Althusser es prácticamente Dios. Están
todos. En un radio de 50 metros, tú encuentras prácticamente todo lo que
es en ese momento la producción intelectual clave para toda Europa en
los siguientes 20 años.
-¿Y Malraux, el combatiente en la Guerra Civil española que entonces es ministro de Cultura con De Gaulle?
-Malraux
ha vivido el paralelo de los años de entusiasmo juvenil de la Guerra de
España y, a continuación, la caída en el vacío que supone el
descubrimiento del estalinismo. El talento de Malraux cuando cuenta el
68 es contarlo desde el interior de un salón del Ministerio... Riéndose
de sus compañeros de Gobierno, en particular del ministro del Interior,
que no entiende nada y dice que no pasa nada.
-Pero él, como apunta en el libro, asegura que una revolución no se hace con la imagen, sino con armas.
-En algún momento dice algo así como: «Esto no es una revolución, es un ensayo para una película de Eisenstein».
-¿Y Sartre? ¿Está ahí, pero ya es un poco un personaje decadente?
-Decadente
antes de tiempo. Porque el problema con Sartre es que tuvo una vejez
muy prematura, fruto de haberse cuidado muy mal. Como dice: «Me atiborré
de tomar anfetas para escribir la "Crítica de la razón dialéctica" y me
destrocé».
-¿Esos jóvenes del 68 respetan a estos mitos?
-Ellos
consideran, inicialmente, que todos estos son momias Y un día nos
encontramos con que, a través de unos amigos, Beauvoir nos manda el
mensaje de que Sartre y ella querían hablar con nosotros. Nos quedamos a
cuadros. Sartre y Beauvoir eran el Olimpo. Nosotros éramos unos
chavales que no sabíamos nada de nada. La entrevista se produjo en casa
de Beauvoir. Lo que más nos llamó la atención es que los tíos no
intentaron dar un consejo. No hicieron más que preguntas. Y aceptaron
que les contásemos todo, y no intentaron en ningún momento corregirnos.
Sartre era un hombre que había tenido una vida política muy larga y muy
caótica, y que había pasado por un periodo de tolerancia hacia el
estalinismo del que él se lamentó durante toda su vida.
-¿Hoy serían posible revoluciones como esta?
-Tengo
mis dudas sobre el concepto de revolución. La revolución antes de 1789
y, sobre todo, en 1794, no tenía el carácter de acontecimiento
revulsivo, sino, por el contrario, de ciclo de repetición. Revolución es
un concepto caótico a lo largo de todo el siglo XIX, y diría que
cristaliza en la idea salvacionista en el siglo XX, a partir de 1905, y
sobre todo a partir de 1917. Pienso que esa idea salvacionista es la que
salta por los aires entre el 68 y el 89, y sería peligrosísimo que se
recompusiese.
-¿Lo que se vende ahora como revolución?
-Es populismo.
-A las nuevas generaciones que saben poco de casi todo, ¿qué les debería llegar de aquello?
-No creáis nunca en nada. Que es un viejo lema platónico.
-¿Y aquello de la imaginación al poder, es un eslogan real o es una falacia?
-Los
que hemos dedicado parte de nuestra vida al estudio de Spinoza sabemos
perfectamente que la imaginación siempre está en el poder, pero no
precisamente para bien. La imaginación es el sistema de ficciones y de
distorsiones que permiten a un poder perpetuarse sin tener que recurrir a
formas de violencia primaria.
LAURA REVUELTA Vía ABC Libros
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