España, un país moderno, con talento humano innegable y con buenas
condiciones objetivas, se hunde en la mediocridad porque sus
instituciones, su política y su sector público, no actúan de elemento
tractor, sino de freno de mano
Una imagen de la bandera de España.
EFE
Una nueva bandera, cándida,
resplandeciente, ha aparecido en el mundo; su lema es: Soberanía de la
justicia. Sigámosla, ella sola es la bandera de la libertad; las otras,
de la esclavitud; ella sola es la bandera del progreso; las otras, de
los partidos”
(Donoso Cortés, Lecciones de Derecho Político, CEC, 1984, p. 26)
La
marca España no atraviesa por buenos momentos. Al menos si ponemos el
foco en su imagen institucional. Recientes acontecimientos, por todos
conocidos, no parecen dar mucho crédito a nuestro sistema político
democrático ni, en particular, al funcionamiento constitucional de los
poderes del Estado. Y no creo que, frente a ese distanciamiento, la
solución sea volver a insistir en que somos unos incomprendidos o
plantear incluso que no tiene sentido estar en la Unión Europea, como
torpemente se ha dejado caer por algún responsable político.
Puede
ser cierto que en algunas de esas reacciones políticas o judiciales de
determinados países europeos resuenen los viejos tics de la superada
leyenda negra que se proyectó sobre España. Y, asimismo, también puede
ser que muchas de esas reacciones se deban, sin duda, a la
desinformación o a la manipulación sobre la naturaleza real de lo que
realmente pasó o lo que sencillamente nunca se supo explicar cabalmente.
A todo ello ha ayudado, no me cabe la menor duda, la pésima gestión política y los errores de bulto cometidos por el Gobierno central,
tras los cuales, por cierto, nadie ha presentado dimisión alguna. Pero
no me interesa ahora hurgar en esa herida, que puede ser profunda, sino
poner de relieve que detrás de esas percepciones que se destilan desde
varios rincones europeos se advierten, nos guste más o nos guste menos,
las enormes limitaciones que el sistema institucional construido en 1978
presenta, así como la incapacidad de la clase política, de toda ella
sin excepción, para renovar ese desgastado modelo y adecuarlo al momento
histórico que nos toca vivir. Lo dijo de forma explícita Montesquieu, en su reconocida obra El espíritu de las Leyes:
“Un Estado puede cambiar de dos maneras: o porque la constitución se
corrige o porque se corrompe”. Y creo que estamos yendo por el segundo
camino.
El nuestro es un país donde el clientelismo exacerbado y la sociedad del favor (los amigos políticos) siguen siendo las ruedas que mueven el molino principal de la vida pública
España tiene un sistema democrático joven, pero una
historia político-constitucional cargada de sombras. De eso hay que ser
plenamente conscientes. No cansaré al lector con referencias de autores
clásicos, por lo demás, muy leídos por las élites de determinados
países, donde se pone el acento una y otra vez en los innumerables
déficits o lacras que, en determinados momentos históricos, la política
en España tenía (Adam Smith, Stuart Mill, Carlos Marx, Max Weber
o el propio Montesquieu, entre otros). Y, entre esas lacras, hay
algunas que siguen todavía hoy omnipresentes en nuestra escena política
y, en cierto modo, en el imaginario colectivo de un débil demos.
Se trata de un país donde el clientelismo exacerbado (con raíces
principalmente locales y autonómicas) y la sociedad del favor (los
amigos políticos) siguen siendo las ruedas que mueven el molino
principal de la vida pública (también los Presupuestos y, hoy por hoy,
hasta las Universidades), junto con un corporativismo fuertemente
arraigado en la alta Administración del Estado (que domina la política y
está presente asimismo en los consejos de administración de una parte
de las grandes empresas, como ha estudiado recientemente Ángel Saz Carranza)
y un igualitarismo sindical trasnochado en el resto del sector público.
Así, sigue siendo válida, a pesar de todo lo que ha llovido, la
gráfica definición de Joaquín Costa: “La libertad se había hecho papel, sí, pero no se había hecho carne” (Oligarquía y caciquismo). No se puede describir mejor una democracia formal. Sin sustancia.
En
efecto, nuestro sistema institucional tiene una crisis de credibilidad
innegable. Y si no la quieren ver, sigan con los ojos tapados. Los
diferentes índices internacionales que miden la calidad de los
gobiernos, la transparencia o la percepción de la corrupción, constatan
año tras año (“erre que erre”) que España se hunde cada vez más en ese
tipo de ranking, mientras que otros países de nuestro entorno, a quienes
siempre nos gusta mirar por encima del hombro, nos superan con creces
(por ejemplo, Portugal; por buscar uno próximo). Ellos han hecho reformas, nosotros nos hemos contentado con pintar la fachada.
España un país moderno con un tejido empresarial en algunos ámbitos
dinámico e innovador, con talento humano innegable y con buenas
condiciones objetivas, se hunde en la mediocridad porque sus
instituciones públicas, su política y su sector público, no actúan de
elemento tractor, sino de freno de mano.
España se hunde cada vez más en los rankings que miden la calidad de las democracias, mientras que países a los que miramos por encima del hombro nos superan con creces
Las instituciones de la España constitucional se han
construido con unos mimbres muy precisos, donde el liberalismo
doctrinario ha tenido su peso dominante. Desaparecido de la escena
francesa en la Revolución de 1848, como reconoció Luís Díez del Corral en su imprescindible obra (El liberalismo doctrinario,
CEC, 4ª ed., 1984), esa corriente política hincó sus raíces en la
España de mediados y finales del XIX, proyectándose hasta inicios del
siglo XX. Y ha reverdecido en momentos puntuales del régimen de 1978,
pero “disfrazado”. Hasta llegar a nuestros días. Lo cierto es que, bajo
esas premisas, el principio de separación de poderes siempre ha sido
algo ajeno a la cultura constitucional hispana. Y, en estos momentos,
ese “equilibrio de poderes” que añoraba Julián Marías en plena transición, se ha convertido en pío deseo. Como expuse en su día (Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones,
Marcial Pons/IVAP, 2016), “España es un país sin frenos”, el poder
político, a pesar de la densidad de instituciones de control o
supervisión, actúa en España sin apenas cortapisas, pues todas esas
instituciones de vigilancia están sencillamente capturadas por la lógica
gubernamental o partidista, ya sea en el centro como en la periferia (y
de esto no se libra ninguna Comunidad Autónoma,
ni siquiera la más irredenta en estos momentos, lugar donde el
clientelismo y la ocupación grosera de las instituciones campa a sus
anchas). Y esto alcanza también al Poder Judicial, cuya independencia
proclamada enfáticamente por la Constitución, se ve empañada por un
perverso sistema de nombramientos en la cúpula judicial, así como por
una colonización política por parte del Gobierno de turno (pues no es
solo de ahora) de tal poder, algo que nadie al parecer quiere corregir
realmente. También en este punto, GRECO nos sacó los colores. Y eso se
lee en Europa. No es gratis.
Sigue siendo válida la gráfica definición de Joaquín Costa: “La libertad se había hecho papel, sí, pero no se había hecho carne”. No se puede describir mejor una democracia formal, sin sustancia
Así las cosas, no creo que quepan más opciones. O nos
tomamos en serio realmente las instituciones y apostamos por una
renovación profunda no solo del modelo formal sino de su funcionamiento
real y efectivo, o terminaremos por derrumbar todas y cada una de las
piezas institucionales de nuestro ya destartalado sistema. Y no le den
más vueltas, no hay otra vía que despolitizar y profesionalizar
radicalmente las altas esferas de las Administraciones Públicas, del
Poder Judicial, del Tribunal Constitucional, del sistema universitario,
de los organismos de control o de las autoridades independientes, así
como de todas las instituciones autonómicas y locales, también de su
sector público institucional (“la cueva de Alí Babá”). Y ello requiere
un Pacto de Estado de todas las fuerzas políticas sin excepción. Que la Política abandone su afán colonizador
y actúe en aquellos espacios donde lo hace en todas las democracias
avanzadas. Ni más ni menos. Pero además, aquí cabe añadir otro
importante reto: que la política deje, además, ese enfermizo sectarismo
que, atado a una miopía política encadenada al ciclo electoral, se
manifiesta una y otra vez en cualquiera de sus expresiones, y que se
plasma –tal como también recordó en su día Marías- en tres enormes
patologías aún muy presentes en la vida política (España inteligible,
Alianza, 2014): “a) Dividir el país en dos bandos (o en más, en nuestro
caso); b) Identificar al ‘otro con el mal’; y c) Eliminarlo
políticamente, quitarlo de en medio”. Esa es la
locura cainita que siempre ha estado anclada en el funcionamiento
político de este país y que, para desgracia de todos, aún sigue en pleno
apogeo. Nada se ha aprendido.
RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO Vía VOZ PÓPULI
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