Sánchez ha condenado al ostracismo político no ya a la “tercera edad”
del socialismo español, sino a cualquiera que siga creyendo en aquel
apotegma de Ramón Rubial: “Primero el país, después el partido y por
último la persona”
Alfonso Guerra, Rodríguez Ibarra y Joaquín Leguina.
EP
Cada vez que alguien cita en una tertulia a Alfonso Guerra, Rodríguez Ibarra, José Luis Corcuera o Joaquín Leguina
como ejemplos de socialistas congruentes -por citar de entrada a estos
cuatro-, siempre hay un voluntario que se abalanza sobre el micrófono
para decir aquello de “¿y qué?, si no pintan nada”. Se habla, claro
está, de si hay o deja de haber contestación interna al líder de
principios tan mudables que por abrasión han dejado de ser principios.
Por lo común, la discusión acaba con el defensor de otras épocas
admitiendo la tozuda realidad. Están muertos. Nadie replica; ni el
guerrista nostálgico, ni ningún otro tertuliante que por allí pasara, y
mucho menos el que come de la cercanía al PSOE actual.
Y ese es el problema: que nadie replica. Que nadie dice
que, en lo esencial, Guerra e Ibarra siguen diciendo lo que decían hace
treinta años. Que los desleales, los que han desfigurado el pasado hasta
hacer irreconocible aquel PSOE de los González, Lluch, Solana, Barón, De la Quadra-Salcedo o Félix Pons,
son estos de ahora, que un día te dicen que con Podemos por encima de
mi cadáver y al siguiente se llevan a Pablo Manuel Iglesias, que diría
Miguel Ángel Aguilar, a jugar con los mellizos al búnker de La Moncloa; o
que juran ante el túmulo del otro Pablo Iglesias que
jamás harán depender el Gobierno de España del secesionismo para, a
renglón seguido, sentarse a repartir cartas con los que intentaron un
golpe en toda regla contra el Estado constitucional.
Las puertas de Moncloa y de Ferraz están cerradas para los que no se
pliegan a la voluntad arbitraria del líder todopoderoso. Peor que la
burla es el desprecio. No hay réplica. Rodríguez Zapatero mandó el debate interno a las mazmorras; Pedro Sánchez
ha firmado el acta de defunción del contraste de pareceres. El PSOE de
hoy no es un instrumento al servicio de la gente, sino una maquinaria
para la gestión del poder. Da igual si hay que pagar un precio en
términos de credibilidad. Cualquier discrepancia se deposita, para que
sea devorada, en la jaula de la militancia, esa “masa amorfa que no
discurre”, que llegó a decir Ramón Rubial,
pero que proporciona al general secretario la coartada para pasarse por
el arco del triunfo a la Ejecutiva y al Comité Federal (si es que ambos
órganos todavía existen).
Nadie replica, nadie dice que, en lo esencial, Guerra e Ibarra siguen diciendo lo que decían hace treinta años; que los desleales son los que han hecho irreconocible al PSOE
Sánchez no quiere saber nada de Guerra, pero está dispuesto a negociar con los que idearon un plan para cepillarse la soberanía nacional.
A Sánchez le importa muy poco dejar en ridículo a Rodríguez Ibarra y a
todos los que, como el histórico dirigente extremeño, confirmaron
durante la campaña electoral que ellos tampoco podrían dormir con
Iglesias en el Gobierno. Sánchez ha condenado al ostracismo político no
ya a la “tercera edad” del socialismo español, sino a cualquier
espécimen con carné en vigor que siga creyendo en aquel otro apotegma
que dejó dicho Rubial: “Primero es el país, después el partido y por
último la persona”.
El PSC como excusa
Nada está decidido. El objetivo prioritario de Oriol Junqueras no es doblarle el pulso a Sánchez, sino ganar las próximas
elecciones catalanas. De ahí que no pueda darse por hecho el acuerdo con
Esquerra. Someter a Puigdemont en Cataluña
no es tarea fácil ni compatible con un pacto que respete los límites de
la Constitución. Pero si así fuera, si finalmente Sánchez se plegara a
las condiciones impuestas por un condenado por sedición; si, como señala
el manifiesto de “La España que reúne”, se asumieran las exigencias
segregadoras de quienes “constituyen hoy, a lo largo de la Unión Europea
y también en España, la principal amenaza a nuestras libertades” (el
populismo y el nacionalismo), la pregunta que habría que hacerse es si
queda alguien en el Partido Socialista con la dignidad necesaria para
dar un paso al frente, pero en la dirección contraria.
El chiste viene hoy tan a cuento que ha dejado de ser chiste para convertirse casi en necesidad: “Estoy a favor del relevo generacional: por favor, ¡que vuelvan los viejos!”
La pregunta es si los García-Page, Lambán, Fernández Vara, Díaz o Franco están dispuestos a hacer algo más que echarle la culpa a Miquel Iceta. El PSC, el de Maragall, el de Montilla y el de Navarro
lleva décadas defendiendo el concepto de Cataluña como nación en una
España plurinacional. No, el problema no es el PSC, sino que se dejó
solo al PSC, que no hubo nadie que se opusiera a la supervivencia de las
siglas PSOE en Cataluña y que, de ese modo, los socialistas dejaron un
enorme vacío que después nadie ha sabido del todo llenar. El problema no
es que Iceta se atrinchere en el espacio conquistado, sino que,
sobrestimado su peso por la crisis catalana, ha sido el PSC el que ha
acabado por devorar al PSOE, a este PSOE codicioso y deformado.
“España
se encuentra en un momento grave. La gestión del resultado de las
elecciones generales del 10 de noviembre muestra una sociedad a la que
se divide y tensiona por razones estrictamente partidistas más que por
motivos políticos de calado”. Cuando tal afirmación la suscriben
personajes de incuestionable relieve, como Fernando Savater, César Antonio Molina, Francesc de Carreras o Francisco Vázquez,
que alertan de que un pacto PSOE-Podemos apoyado por Esquerra
Republicana de Catalunya “pondría en riesgo nuestras libertades y la
convivencia ciudadana”, la advertencia no debiera echarse en saco roto.
No
recuerdo a quién se lo oí, pero tras los últimos acontecimientos el
chiste viene hoy tan a cuento que ha dejado de ser chiste para
convertirse casi en necesidad: “Estoy a favor del relevo generacional:
por favor, ¡que vuelvan los viejos!”.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario