Los líderes políticos en un debate electoral del pasado mes de abril.
EFE
Como casi todo el mundo que me conoce un poco sabe, soy
capitán de la Marina Mercante, un oficio antaño propio de aventureros
intrépidos y de gente del común condenada a vagar por las cuatro
esquinas para ganarse la vida. Mi primer viaje como piloto me llevó a
bordo de un petrolero desde las costas de Libia a Portland, Maine, en
los Estados Unidos, atravesando en pleno mes de enero ese temible
Atlántico Norte capaz de poner los pelos de punta al más aguerrido. Fue
mi prueba de fuego, uno de esos temporales fuerza 9 en la escala Beaufort,
con olas de 20 metros en trenes de a tres que conforman lo que llamamos
“mar montañosa” que, al romper, se transforma en “mar confusa” hasta
que el orden de esas moles de agua vuelve a restablecer su imponente
ritmo trino. Como tercer oficial, me correspondía guardia en el puente
de 8 a 12, pero aquella mañana el capitán y el primer oficial estaban a
mi lado. El silencio podía cortarse entre el fragor del oleaje. Advertí
que estaban tan asustados como yo. ¿Cómo afronta un barco cargado con
60.000 toneladas de petróleo un temporal de esa clase? El capitán ordena
reducir máquina a “poca avante” y pide al marinero que maneja el timón
que ponga rumbo al viento para recibir los trenes de olas por una de las
amuras formando un ángulo de 20 grados entre la proa y la dirección de
la tormenta. A eso los marinos lo llaman, lo llamamos, “ponerse a la
capa”, y de ahí lo de “capear el temporal”. Se trata de aguantar hasta
que pase lo peor, poniendo el barco a resguardo de esfuerzos
estructurales extremos que podrían ponerlo en peligro. Aguantar y rezar
para que una avería no nos deje sin máquina, porque en tal caso
quedaríamos a merced de las olas.
La experiencia
someramente descrita me parece una casi perfecta metáfora para describir
la situación por la que atraviesa nuestro querido país. España es ahora
mismo un barco que se ha quedado sin máquina en plena tormenta, un
navío de gran tonelaje al pairo y sin rumbo, zarandeado por uno de las
mayores tempestades de su historia reciente. Una gran borrasca que
combina factores externos (Brexit,
proteccionismo comercial, eclosión de nacionalismos y populismos,
pérdida de cualquier referente liberal -entendido ello como una
filosofía de vida más que como una forma de gestionar la Economía- y
otras cuestiones que sería largo enumerar aquí) con problemas internos,
el más grave de los cuales es la situación en Cataluña. Prisionera de un
nacionalismo supremacista y xenófobo desde hace décadas, Cataluña es
hoy un territorio sin ley del que ha desaparecido el Estado y cualquier
signo de democracia entendida como garantía de seguridad y ejercicio de
libertad. La añorada Barcelona donde estudié Náutica en mi primera
juventud vive hoy bajo la bota de una masa levantisca de extrema
izquierda a quien en la sombra maneja el propio presidente de la Generalitat
y su guardia de corps, gente toda perteneciente a la elite de una
derecha reaccionaria. Una masa de revolucionarios de salón corta
carreteras, paraliza transportes, cierra universidades y agrede con la
cara tapada a unas fuerzas del orden que actúan con la mano atada a la
espalda por culpa de un Gobierno de la nación, ahora en funciones, que
se niega a aplicar la Ley para no perjudicar sus expectativas
electorales.
Urge construir un proyecto colectivo para las próximas décadas. ¿Cómo queremos que sea España en el 2050?
Nunca, desde el final de la Guerra Civil,
fue la situación española tan delicada. Nunca el futuro tan en el
alambre. Nunca tan cierto el riesgo de balcanización y de pérdida de la
libertad y el progreso que desde la muerte del dictador ha garantizado
la Constitución del 78. Nunca tan evidente, tan dolorosamente cierta,
esa carencia de auténticos hombres de Estado capaces de tomar el toro
por los cuernos sin partidismos y enmendar el rumbo de la nave mediante
los pactos de Estado que la situación reclama con urgencia. España como
barco a la deriva. Soy hijo de un pequeño agricultor de Tierra de Campos
crecido en el ejemplo de honradez y trabajo que me legó mi progenitor.
Trabajando de sol a sol, mis padres formaron una familia feliz, sacaron
adelante ocho hijos en aquella España pobre de los cuarenta y los
cincuenta, y agrandaron su precario patrimonio comprando tierras de
labor sobre la base de no gastar nunca una peseta más de lo que
ingresaban. Con el rechazo al endeudamiento convertido en norma de vida,
algo que sin duda conocen los españoles que hoy peinan canas y que
nuestra clase política parece haber olvidado. Siempre honrando la
palabra dada a la hora de vender la cosecha, con la simple rúbrica de un
apretón de manos. Siempre con la austeridad como regla de oro, la
certidumbre de que había que trabajar duro para salir adelante y la
esperanza, el convencimiento de que aquellas penurias merecían la pena
porque luchábamos por un futuro mejor. Éramos pobres, pero teníamos un
proyecto de vida.
Necesidad de un proyecto de futuro
Que
es precisamente lo que se echa de menos en esta España rica y hastiada.
La España que reclama derechos pero rechaza obligaciones, la sociedad
muelle acostumbrada a que papá Estado le resuelva la vida desde la cuna a
la tumba, que ignora el sacrificio, desdeña el esfuerzo y desprecia a
quien arriesga tiempo y dinero invirtiendo con la intención de crear
riqueza. La España del siglo XXI en la que
tantas veces resulta tan difícil reconocerse. La España carente de un
proyecto de futuro colectivo. Un país en el que no se ha abordado una
sola reforma digna de tal nombre desde finales de 2012, reformas que hoy
se reclaman con urgencia tanto en el terreno de lo económico como de lo
político y social. Un país con un Estado del bienestar difícilmente
financiable a largo plazo por culpa de una estructura territorial que es
fuente de corrupción y de gasto incontrolado. Un país vampirizado por
unas elites regionales decididas a mantener a capa y espada su Estadito
propio, porque prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de un león
capaz de defender con ventaja los intereses colectivos en el mundo
globalizado de hoy.
A pesar de la intensidad de la tormenta que hoy nos acongoja, estoy seguro que este país va a salir adelante, seguro de que vamos a ser capaces de superar la tempestad
Empeñados en mirarnos el ombligo de las pequeñas miserias
diarias, España está perdiendo la batalla del futuro. Nadie piensa aquí
en el largo plazo; todo el mundo opera con las luces cortas del más
agraz oportunismo y del personalismo más ramplón. El reparto del
trabajo, por ejemplo. Las máquinas que antes apretaban tornillos de
forma mecánica, nunca mejor dicho, en una factoría de automóviles, ahora
ya son capaces de trabajar con autonomía gracias a la inteligencia
artificial. La revolución del robot capaz de pensar. Dentro de diez años
probablemente no haya taxistas, ni conductores de metro, ni de
autobuses, y gran parte de los empleos del sector servicios habrán
desaparecido. ¿Cómo vamos a afrontar un cambio que en su radicalidad
amenaza nuestra forma de vida actual? ¿Cómo vamos a repartir el escaso
trabajo del futuro en una sociedad dispuesta a vivir más años? ¿Qué
queremos hacer de España? Nuestro país necesita recuperar algo de
aquella ilusión que en la dura postguerra tenía por arrobas. El anhelo
de un proyecto. Urge construir un proyecto colectivo para las próximas
décadas. ¿Cómo queremos que sea España en el 2050? ¿Qué queremos hacer
con nuestro futuro? ¿Qué país aspiramos a dejar en herencia a nuestros
nietos dentro de 30 o 40 años? Y esa es la gran tarea a la que de grado o
por fuerza debemos convocar a nuestra clase política, más allá de sus
pequeñas miserias diarias.
A pesar de la intensidad de
la tormenta que hoy nos acongoja, estoy seguro que este país va a salir
adelante, seguro de que vamos a ser capaces de superar la tempestad y
poner la nave colectiva rumbo a un futuro mejor. Capaces de seguir
creciendo económicamente y de acabar de una vez por todas con las
fuerzas centrífugas propagadoras de la división y el odio entre
españoles. Capaces de hacer efectiva la democracia en Cataluña
con la fuerza de la Ley. Formamos parte de uno de los mejores países
del planeta, un país visitado por millones de turistas cada año que
disfrutan de nuestro estilo de vida, nuestra alegría de vivir, nuestra
laboriosidad, nuestros profesionales de primer nivel en cada faceta de
la economía, pero también de nuestro patrimonio cultural, nuestra comida
y nuestro sol. Un país al que le gusta disfrutar y también trabajar,
obligado ahora a pensar en cómo abordar los retos del futuro. El empeño
consiste en hacer que nuestra clase política sea capaz de acompañar los
ritmos de esa gran sociedad que es la española. Mucho podremos hacer en
esa dirección dentro de una semana, al colocar nuestro voto en las
urnas. En ese empeño, en la idea de contribuir con nuestro granito de
arena a la construcción de ese proyecto de futuro, estará siempre un
medio liberal y de progreso como Vozpópuli. Ese es el reto de quienes hacemos este diario, una apuesta en la que no podemos fallar.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
Nota. Este
texto sirvió de base para la salutación final que el director de este
medio dirigió el miércoles 30 de octubre a los participantes en el debate económico organizado por Vozpópuli.
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