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jueves, 14 de noviembre de 2019

Iglesia, cristianos, cristiandad y reino de Dios (6): sistema, concupiscencia y rechazo


Opinión

Josep Miró i Ardèvol


Nuestra sociedad, especialmente en Europa, presenta concreciones morales muy buenas. El sistema público del bienestar es una de ellas, el apego por el imperio de la ley y el Estado de derecho es otra, y ambas constituyen un estadio elevado de civilización. Pero ni es inmune a su deterioro, ni se escapa de un gran pecado que lo va poseyendo todo y tiene fuerza para destruirlo todo.

Porque la razón que hoy mueve el sistema bajo el que vivimos, lo que llamamos sociedad liberal, es la práctica organizada y estructural de la concupiscencia. Entendámonos, ella siempre ha acompañado a la condición humana a lo largo de la historia, pero sobre todo como pecado individual, pero ahora se ha transformado en la razón colectiva, el hiperbien que lo guía todo.

La concupiscencia es la pasión desbordada por la posesión del otro, de las cosas, de la creación, del propio Jesucristo, de Dios, para satisfacer o justificar el deseo desbordado, sin cauce, de nuestro yo. Es la forma estructural de egoísmo hedonista que se manifiesta en la cultura de la desvinculación.

San Pablo lo formuló así en su Carta a los Romanos: "El deseo de la carne es muerte; en cambio el deseo del Espíritu, vida y paz. Por ello, el deseo de la carne es hostil a Dios, pues no se somete a la ley de Dios; ni puede someterse. Los que están en la carne no pueden agradar a Dios" (Rom 8, 6-8).

Lo que nos dice no es nada extraño porque resuena en todo el Evangelio. Es algo bien conocido y abundantemente tratado. Lo que sucede es que en la gran mayoría de ocasiones se aborda solo desde la perspectiva individual, que es necesaria y primordial, pero para nada suficiente cuando nos encontramos, como es el caso, ante una estructura de pecado sobre la que ya nos advirtió Juan Pablo II en Solicitudo rei socialis.  Esta encíclica emplea nada menos que diez veces esa expresión y llega a decir que no se puede alcanzar una comprensión profunda de la realidad sin hablar de «pecado» y «estructuras de pecado»

Los anatemas de Jesús fueron siempre colectivos (con la única excepción del caso de Herodes). Se dirigieron a «esta generación» (Mt 11,16-19; 12,39-45; 16,4; Mc 8,38; Lc 11,49-51; 17,25; y par.), a los «escribas y fariseos» (cfr. Lc 11,17-54 y par.), a los «ricos» (Mt 19,23-24; Lc 6,24; y par.), a los «gobernantes» (Mt 20,25; y par.), etc.

Las estructuras de pecado hacen viable que la práctica de una determinada virtud se vuelva imposible para quienes viven en un ambiente donde nadie la valora ni ejercita, o peor, es percibida en términos negativos. ¿Qué valor se otorga hoy al celibato, a la abstinencia sexual como convicción de amor, a Dios, a un posible y futuro marido o mujer? Ninguno. ¿O el sacrificio autoimpuesto del ayuno por razones religiosas?

Existen pecados que para cometerse necesitan de la complicidad compartida de muchas personas, y de una organización que lo haga posible. La trata de mujeres y la prostitución es uno de estos casos, como lo es el del comercio de la droga.

La Congregación para la Doctrina de la Fe definió las estructuras como «el conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas que los hombres encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida económica, social y política. Aunque son necesarias, tienden con frecuencia a estabilizarse y cristalizar como mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana, paralizando con ello o alterando el desarrollo social y generando la injusticia. Sin embargo, dependen siempre de la responsabilidad del hombre, que puede modificarlas, y no de un pretendido determinismo de la historia».

Pero su existencia no exime totalmente la responsabilidad personal. El pecado personal es necesario para que la estructura subsista. El problema grande sucede cuando es la propia noción pecaminosa, personal y de aquella estructura, la que desaparece. Como dijo San Juan Pablo II, «la táctica que usaba y usa el maligno consiste en no revelarse»; de manera que el hombre se sienta en un cierto sentido libre del pecado y al mismo tiempo esté más sumido en él.

A pesar de la entidad intelectual de la doctrina social de la Iglesia, existe en nuestro contexto un déficit educativo de los cristianos en relación con las estructuras de pecado, que también contribuye al déficit político y limita la capacidad de juicio cristiano

Nuestra sociedad genera estructuras de pecado porque su sistema moral se basa en gran medida en la concupiscencia. En la posesión de dinero, de satisfacción sexual o de orgullo de uno mismo. Está al albur de sus deseos sin cauce porque considera que solo ellos lo realizan. Es la desvinculación, que conduce a la sociedad de la anomía.

Es una estrella de la literatura actual como Kristen Roupenian, que alcanza su fama con un cuento sobre el Me Too, quien reconoce que “es peligroso ignorar que no controlamos nuestros deseos”. Ignoramos que el pecado estructural está instalado en medio de los motores de nuestra sociedad. La película Joker y los aplausos que ha concitado es un ejemplo de ello, de un malestar tan intenso que incluso recompensa a la maldad si actúa como rebelde.

La estructura de pecado subyace en nuestra crisis gravísima de futuro, encarnada: en el invierno demográfico y la emergencia ambiental; en la combinación de larga esperanza de vida y vidas cada vez más solas y aisladas; en las graves consecuencias del envejecimiento, por falta de natalidad, sobre los fundamentos del sistema público del bienestar; en el deterioro de la familia como estructura socialmente valiosa que desarrolla funciones sociales imprescindibles, a causa de la fragilidad de las relaciones de pareja, objetivamente correlacionadas con la brutal disminución de los matrimonios católicos.

Es el escándalo de la sociedad de la desigualdad, no solo la vituperada de las grandes fortunas económicas, sino de la que explica el papel cuché de los ultrarricos progresistas, donde política y farándula se mezclan y exhiben sin recato su opulencia. La desigualdad que castiga a las rentas inferiores, que ha deteriorado el ascensor social, y que también jibariza a la clase media.

Es el poder imparable de las grandes empresas tecnológicas de la red, el Silicon Valley que primero se ha apoderado de los datos de nuestras vidas, ante nuestra pasividad, y acabará dominado la última frontera, la conquista del espacio sideral de la mano de Jeff Bezos (Amazon), Richard Branson (Virgin) o Elon Musk (PayPal, Tesla). Y así, por estas y más razones, habrá cada vez más grandes empresas por encima de cualquier otra razón colectiva que no sea la de su deseo.

Pero para que todo este entramado exista son necesarios los paraísos fiscales y la ingeniería fiscal dedicada a la evasión legal, pero no legítima, de impuestos. Alemania pierde cerca del 30% del impuesto de sociedades por esta causa, Estados Unidos el 18%, y España el 13%.

Y junto con todo ello, el deterioro de la dignidad del trabajo. En la ciudad de Nueva York, sus famosos taxis amarillos están en riesgo de desaparecer por la competencia desigual de Uber y Lyft. Los verdaderos autónomos o los asalariados con derechos son sustituidos por una legión de falsos autónomos. Ya se reconoce sin pudor en los medios académicos que los contratos fijos están pasando a la historia, y al mismo tiempo hay cada vez más economistas que consideran que el capitalismo se está devorando a sí mismo y debe reformarse, un propósito que nunca acaba de llegar. De ahí que todo este gran malestar dé alas a lo que llamamos populismo, pero la desigualdad no explica todo el sinsentido. Hay como una pulsión autodestructiva en todo esto, y el afloramiento no siempre consciente del pecado personal y colectivo.

Si no regeneramos todo esto, no evitaremos el gran naufragio social, que muchos países viven en Europa -y la situación española es una buena muestra-, América del Norte con Estados Unidos y México, y el resto de América.

Y no hay otra alternativa global que no sea el cristianismo, como respuesta perfecta que articula lo personal y lo colectivo. Pero no está nada claro que el Pueblo de Dios hoy, en demasiados lugares -España es uno de ellos- no se esté comportando como en aquel momento crucial hizo el pueblo elegido con Jesucristo: rechazó realizar su reino. El reino de Dios.


                                                                                       JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL
                                                                                       Publicado en Forum Libertas.


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