Eduardo Gómez
Escondidas tras las llamaradas que han convulsionado las calles de Barcelona recientemente, continúan latentes dos formas de paganismo que colisionan por imponerse: el culto a la idea de nación, y el culto al Estado nación; en otras palabras, la defensa a ultranza del Estado sin más fin que sí mismo, frente a la defensa a ultranza de la nación sobre el Estado, sin más fin que sí misma. Resulta difícil pensar que esto se hubiera dado en la España cristiana de antaño, que si algo conocía era la primera gran verdad de toda la comunidad: el alma humana no se alimenta de estados, ni de leyes, ni de tabarras positivistas; busca un fin trascendente. La supuesta probidad de las revoluciones decidió justo lo contrario: la política y la espiritualidad debían tomar caminos separados.
La separación de la nación religiosa y la nación política genera un multiverso de individualismo, personalismo y colectivismo absolutamente insoluble. Ninguna patria sobrevive a golpes de decreto sin decretarse lo que realmente une a sus miembros. Tal vez sobrevive el Estado, pero la comunidad se desvanece en una deyección de regiones y masas de individuos sin más raigambre que serenatas políticas como la Constitución y el Estado de derecho, que no otorgan una ápice de autenticidad a la unión entre los hombres. Éstos acaban encontrando el remedio en los basurales del nacionalismo o en cualquier otro basural lisérgico en donde poder repostar la vaciedad común.
El día en que las revoluciones prendieron el trono y apartaron el altar, eliminaron la metapolítica cristiana, bienaventuraron el plebiscito y paganizaron el Estado. Demasiados errores para no pagarlos caros. De aquel sueño hecho pesadilla aún no han despertado sus acólitos, soflamando entre rezos y supersticiones políticas de toda guisa: autodeterminaciones, referendos, diálogos, consensos, pactos de Estado y constitucionalismos varios.
Toda democracia que no tenga como freno la tradición queda condenada ad aeternum a los desenfrenos de la revolución, dado que la voluntad del pueblo, sin tradición que la proteja, es vampirizada por los viles, corrompida por los serviles, destruida por los airados y restaurada por los bucólicos del sufragio universal.
Si algo ha puesto de manifiesto el devenir de Cataluña ha sido que el viento nacionalista sopla más fuerte de lo que pesa la hojarasca de la Constitución, y que el paganismo no se combate con paganismos de menor enjundia sino con el regreso a la savia que convirtió a España en una empresa común de muy altos vuelos: la fe católica, infaustamente reemplazada por las causas individuales compartidas, hechas a imagen y semejanza del sistema métrico decimal.
En España, la nación política, que no es otra cosa que el Estado y sus tinglados subsidiarios, han fagocitado a la nación espiritual con la subsecuente caterva de derechos y libertades pro indiviso, que unen lo que separan y separan lo que unen. No han faltado prestigiosos pensadores de brocha gorda que han parangonado la reivindicación de la España católica con el nacionalismo. Convendría refrescar sus memorias históricas y recordarles que la monarquía cristiana en España no fue nacionalista, sino universalista. Que solo el bien más trascendente unió una vez las almas de los españoles.
Más le hubiera valido a la democracia española haberse dejado custodiar por los depositarios de la fe católica en lugar de amortajarles de manera sempiterna, aplicarles el cloroformo de las mayorías y subvenir el espíritu de trascendencia de los españoles con el sistema métrico nacional.
EDUARDO GÓMEZ Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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