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miércoles, 20 de noviembre de 2019

La construcción del Reino como necesidad histórica




Me gustaría tener la capacidad de situar un escenario histórico delante de los ojos de todos aquellos que de una u otra forma se consideran cristianos, de los que sin serlo no manifiestan rechazo, e incluso de quienes, rechazando el cristianismo, no se niegan a reflexionar sobre sus razones y naturaleza.

El escenario sería aquel que hubiera acaecido si la redención del mundo no se hubiera forjado mediante la sangre de Jesús, sino por la aceptación pletórica de su buena nueva.

¿Qué hubiera sucedido si cuando Jesús desarrolla su mensaje en lo que conocemos como Sermón de la Montaña, es decir, cuando es el propio Jesús quien afirmaba que el Reino estaba cerca?


El Señor Guardini


Guardini, en “El Señor”, dedica unas páginas magníficas a exponer esta posibilidad y la causa por la que se fundó y cómo entonces deviene la necesidad de redención mediante el sacrificio del propio Jesús.


¿Pero si la acogida por el pueblo se hubiera producido, qué hubiera sucedido? Guardini no dice que entonces la potencia de la fe, del espíritu de Dios encarnado en los hombres, lo habría transformado todo dando lugar a otra existencia humana, a otro mundo sin salir de la realidad natural del mundo. Lo que apunta el teólogo alemán es al logro de una existencia más feliz y armónica entre nosotros y hacia la naturaleza creada, porque si bien los peligros naturales, las catástrofes, los terremotos, las inundaciones, hubieran seguido igual, los daños cometidos entre nosotros y hacia la naturaleza habrían desaparecido. Las guerras, la violencia en todas sus manifestaciones, la opresión… todo hubiera resultado muy distinto. 

El Reino se habría establecido si los hombres hacia los que se había dirigido el mensaje lo hubieran acogido por la fe. Esta es una cuestión fundamental. Acogido no solo por unos cuantos, sino por la gran mayoría, y de forma destacada por sus dirigentes, sus élites.
Pero esto no sucedió porque los hombres libremente lo rechazaron, y las élites lo llevaron al extremo de condenar a muerte a quien lo proponía. Y entonces la redención pasó a ser de sacrificio y testimonio.

De este escenario se desprenden dos evidencias:


Dios quiere que se realice su Reino en la humanidad. Esta afirmación no tiene nada de original. Se lo pedimos cada día –no sé con cuánta conciencia- en cada Padre Nuestro “venga a nosotros tu Reino”; a nosotros tu pueblo, el pueblo de Dios, que se reúne para servirte en tu Asamblea, la Ecclesia. Pero los cristianos parece que eludimos ese mandamiento, esa necesidad en su dimensión colectiva y la dejamos reducida a una serie de actos individuales.

Para ello, los profesionales de la cuestión le dan vueltas hasta complicar lo evidente. Es como si nos viniera grande, como si amáramos una vida pequeña en lugar de ser portadores de la única gran transformación de la humanidad. En el mejor de los casos, en lugar de asumirlo como encarnación en la vida cristiana, lo desplazamos a la mundanidad de los grandes abstractos universales ilustrados, o a una interioridad sin proyección, sin comunión, haciendo de nosotros un reino de individuos aislados, o una comunidad cerrada de perfectos que no busca transformar la ciudad de los hombres para que caminen hacia la ciudad de Dios.

La construcción del Reino solo es posible conociendo y cumpliendo con la voluntad del Padre, “venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Esta voluntad es la verdad, es necesaria y superior a toda necesidad imaginada por el hombre, y a su vez posee el don de su libertad. Somos libres porque Dios lo ha querido así. Y esa libertad entraña el riesgo de error. Cómo evitar reconducir el error sin merma de la libertad, forma parte de la tarea colectiva de los cristianos en la ciudad de los hombres.

Esa voluntad se expresa en el amor (Juan 15, 9-10) que no es solo emoción o sentimiento sino “acción y verdad” (Juan 3,21 y 2,2). En vínculo, compromiso, deber; en la búsqueda del bien del otro, y de todos los otros; el bien común. Y eso no se logra con actos individuales, porque la colectividad es política. A muchos cristianos les cuesta entender esto. Pero política no significa en primer término adscribirse a una ideología secular, a un partido, abordar la cuestión colectiva desde la perspectiva del Reino. Lo otro, lo ideológico, si es que se da, será una consecuencia que nunca podrá contener en su seno toda aquella dimensión. Será como mucho un medio, un instrumento accidental, que nunca podrá contradecir o imponerse a lo que nos dice Jesús, seguido desde la Tradición y el magisterio, que en este caso concierne especialmente a la doctrina social de la Iglesia

La base nos es conocida: Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Juan 13 34-35).

Así la voluntad de Dios se manifiesta también en la unidad entre sus seguidores y en la unidad de vida, que no solo requiere de nuestras fuerzas sino el don del amor de Dios.

Cumplir esa voluntad que se expresa en el amor y la unidad es la cosa más potente, arriesgada y peligrosa que se puede acometer, sostiene Guardini:

No es en primer término un programa de actividades, sino una fuerza viviente renovada sin cesar”.
Impulsa a enseñar, curar, socorrer, luchar, para que el pueblo de la Alianza acepte creyendo y obedeciendo el reino de Dios.

Lumen gentium, la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II se refiere en diversas ocasiones al Reino de Dios. Señalo dos que son pertinentes a esta reflexión:
Ahora bien, este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo (Mc., 4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc 12, 32) de Cristo, reciben el Reino; la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (Cf. Mc 4, 26-29). … Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo del Hombre, que vino “a servir, y a dar su vida para redención de muchos” (Mc 10, 45) (LG I,5).

Aquí encontramos las dos dimensiones del Reino. La que se realiza en la historia como una semilla, y va creciendo hasta el tiempo final, y la propia persona de Jesucristo.

En 4,31 expone: “A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor”.

El deber cristiano como Pueblo de Dios en relación con su Reino, no puede satisfacerse solo como la consecuencia de un conjunto de testimonios y actos individuales, porque de ser así el Pueblo no se estaría manifestando. Y esa es la debilidad del cristianismo en nuestro país, en Europa, que la institución eclesial asume, si no es que favorece. Todo esto se traduce en la incapacidad para actuar como pueblo, colectivamente en la ciudad de los Hombres, para avanzar hacia el Reino de Dios, que es Jesucristo y sus mandatos, y por consiguiente también la instauración de un orden nuevo, a partir del respeto a la libertad humana.

Y esto nos conduce a recordar lo que ya decía Pío XI en 1925 en Quas primas:
«Ciertamente sería responsabilidad de los católicos preparar y apresurar con su actividad y su trabajo aquel retorno de la sociedad humana a Cristo; pero las más de las veces no parecen estar presentes en la vida social con aquella autoridad de que no deberían carecer los que tienen en su mano la antorcha de la verdad. Esto hay que atribuirlo a la indolencia y timidez de los buenos, que se abstienen de la resistencia, o que resisten blandamente: de donde se sigue necesariamente el que los enemigos de la iglesia actúen con mayor temeridad y audacia».

Preparar, apresurar, construir el Reino de Cristo como acción colectiva de los cristianos constituye un mandato, que con el paso del tiempo parece como si se hubiera renunciado a él.

Sostengo que la razón principal de este déficit conceptual y práctico, está relacionada con la ausencia de una reflexión y acción dirigida a cómo realizarlo. De hecho, existe un correlato semejante con la gran distancia que existe entre el desarrollo teórico de la doctrina social de la Iglesia y el escaso interés en establecer aplicaciones y comprometerse con ellas. Hay en el trasfondo como una contaminación de individualismo liberal, de idea de que en el mejor de los casos la salvación consiste en una multitud de individuos. Pero eso no es posible, porque entonces no existe Pueblo de Dios, ni Iglesia.

La idea de que se construye el Reino solo con obras solidarias es obviamente cierta, pero peligrosamente incompleta, porque cuando vivimos en sociedades que han renunciado a Dios, de hecho, lo proscriben en la vida pública de la Ciudad de los hombres. En este marco de referencia, aquellos actos corren el riesgo de perder su significado, y de llegar a constituir un alivio para el daño que comete la mundanidad sin atacar jamás las causas que lo ocasionan, porque actuar sobre ellas significaría ya empezar a actuar en la construcción del Reino.


Tratar sobre cómo abordar la tarea de construir el Reino en nuestras condiciones concretas puede ser motivo de un nuevo artículo.


                                                            JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL    Vía FORUM LIBERTAS

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