En el caso de que tuvieran que celebrarse unas terceras elecciones serían de tipo constituyente, y significaría que el régimen y la Constitución de 1978 han fracasado
Pedro Sánchez y Pablo Casado, en un encuentro en Moncloa. (Reuters)
Las encuestas, el debate a cinco,
la campaña y la proyección prospectiva de todo ello arroja una
hipótesis imposible para la gobernación del Estado. No habrá forma de
componer mayorías de gobierno si no es con una generosidad estadista que
en nuestro país es una rara virtud cívica. En palabras de Antonio Machado,
que recoge Paul Preston en las primeras líneas de su nueva obra ('Un
pueblo traicionado', Editorial Debate), "en España lo mejor es el
pueblo". Y lo peor, salvo en algunos paréntesis históricos, sus clases dirigentes.
Disponemos ahora de unos representantes políticos de acreditada escasa
talla en los atributos que se predican de los buenos líderes. O en otras
palabras: el siniestro político español les viene grande y, seguramente, nos abocarán —ya lo hicieron tras el 28 de abril— a una situación imposible.
Si
la sedicente solución a un Congreso fragmentado y sin capacidad de
acuerdo fuese convocar unas nuevas elecciones tras las del próximo
domingo, caería el régimen constitucional de 1978 como
en Francia feneció la IV República (1958) y en Alemania naufragó la
entonces ejemplar Constitución de Weimar (1933). Hay aparentes
soluciones que son mucho peores que el problema que pretenden resolver, y
barajar —sea como mera hipótesis de trabajo— una nueva convocatoria
electoral resultaría, de hecho, sobre un escándalo político, la sentencia de muerte del sistema.
10-N: pese a la gran metedura de pata, vote constitucional
Porque esa incapacidad de acuerdo estadista se produciría en un momento histórico decisivo: cuando, desde el independentismo y el nacionalismo (catalán aquel, vasco este) se proponen fórmulas de disolución de los fundamentos constitucionales
(el régimen se basa en "la indisoluble unidad de la Nación española",
siendo "la forma política del Estado español la Monarquía
parlamentaria") y, al tiempo que desde una nueva extrema derecha se
propugna la supresión del Estado autonómico previsto en la Carta Magna
(que garantiza "el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones" que integran España).
Añádase
a la potencia parlamentaria de estas fuerzas extremistas antagónicas
—porque lo son para unos o para otros, en mayor o en menor medida— la
marginalidad constitucional en la que deambula el populismo de izquierdas representado por Unidas Podemos
(partidario del derecho de autodeterminación, militantemente
antimonárquico y ansioso por la apertura de un proceso constituyente) y
la prevista pulverización del espacio político de Ciudadanos un partido que, gestionado irresponsablemente por Albert Rivera, tuvo en su mano forzar a Pedro Sánchez a conformar un Ejecutivo de centro-izquierda respaldado por 180 diputados.
Y un argumento añadido no menos importante: los poderes arbitrales del Jefe del Estado (artículo 99 de la Constitución)
para proponer un candidato a la presidencia del Gobierno son, dado el
uso constitucional con el que se han ejercido, puramente formales y
transformarlos ahora en operativos provocaría el histerismo extremista.
Hay
que dar por supuesto que el PSOE y el PP, ante la eventualidad de un
fin de régimen, reaccionarían con un cierto instinto de supervivencia
mediante mecanismos de acuerdo que en este momento no es posible
concretar. Pero el drama sería que la abstención "patriótica" del PP
no fuera suficiente para investir a Pedro Sánchez, si el PSOE fuese la
fuerza más votada, y se requiriese de los conservadores una actitud
todavía más proactiva. Cabría otro escenario: que las tres derechas (PP,
Vox y Cs) sumasen holgadamente más que PSOE y Unidas Podemos
y aquellas reclamasen para sí el gobierno, lo que tampoco consentirían
ni los socialistas ni el amplio grupo de nacionalistas e
independentistas (estará integrado por una cuarentena de escaños) que se
sentarán en el Congreso de los Diputados. Y una tercera opción: que
Sánchez se líe la manta a la cabeza y acuerde el Gobierno con UP y los separatistas. El resultado sería el mismo: el colapso constitucional.
Las recetas contra el bloqueo político si todo sigue igual tras el 10-N: no hay que ir lejos
¿Remedios? Están inventados: gobiernos de gran coalición o de concentración nacional
y grandes pactos parlamentarios transversales, fórmulas indicadas para
situaciones de emergencia. Como la que se está produciendo,
indiscutiblemente, en España. Si tampoco ninguna de esas modalidades
excepcionales se aceptase se convocarían unas terceras elecciones,
pero serían ya constituyentes porque el régimen de 1978 habría
fracasado. Saldría de ellas un mandato para un proceso de elaboración de
una nueva Constitución o para la reforma radical de la actual.
º
Concentrar
el voto en los partidos vertebrales del sistema —en la medida en que
los nuevos han sido ideológica y estratégicamente fraudulentos y han
mejorado al bipartidismo en capacidad destructiva y en inanidad
política— se percibe como una solución de abajo a arriba
que protagonizaría ese pueblo que para Antonio Machado "era lo mejor de
España" y que como escribe Preston ha sido "traicionado" en estos dos
últimos siglos de su historia, retrotrayéndonos a algo tan corrosivo
como el pesimismo noventayochista. Ahí, justo ahí, en ese estado de
ánimo es en el que nos encontramos.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS Vía EL CONFIDENCIAL
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