Estamos ante el derrumbamiento del orden establecido en medio de un caos que nos acompañará por algún tiempo. Si queremos que sea fructífero al final del camino, hay que moderar los desvaríos que provoca
/EVA VÁZQUEZ
Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia, Irán, Hong Kong, Bagdad, India,
Líbano… ¿Está el mundo en llamas? Comparadas a algunas de esas hogueras,
las de Barcelona y las que prenden los chalecos amarillos parecen
pequeñas. En México el gobierno capitula ante la violencia armada de los
narcotraficantes; en Madrid se apresta a negociar las condiciones del
poder con los independentistas a los que ha metido en la cárcel; en
París, en Santiago, en Quito, en Hongkong, en Beirut, el poder da marcha
atrás y abroga leyes y decretos que encendieron las protestas; en
Londres y en Lima, también en La Paz a su manera, el ejecutivo disuelve
al legislativo, o al menos lo intenta. Xi Xing Ping, Putin, Erdogan,
blindan su autoridad dictatorial frente a los reclamos populares. La
calle se levanta contra la corrupción de los políticos, el robo, el
chantaje, la financiación ilegal, el clientelismo, el pillaje y la
desfachatez. Da lo mismo cómo se llamen: Pujol, Maduro, Trump, Bárcenas,
Undargarín, Bolsonaro, PSOE, PP o el príncipe Andrés. Los jóvenes se
enfrentan con piedras y palos a las huestes no siempre organizadas del
poder, pertrechadas de cascos y armaduras; detenidos a miles, heridos a
centenares, muertos a decenas.
Todo sucede casi a la vez en todas partes, y es televisado en directo, gugleado, tuiteado, debatido a gritos por tertulianos narcisistas o impostados influencers que, por lo visto, las más de las veces son en realidad máquinas. Mientras tanto los jóvenes, las mujeres, los indígenas, los pobres, todo aquel que sueña con una identidad reconocible, cuantos se sienten víctimas de la creciente desigualdad, de lo invisible de su sufrimiento, reclaman sus derechos entre ruidos y voces que se adueñan del diagnóstico orwelliano: “la política es una masa de mentiras, evasivas, tonterías, odio y esquizofrenia”.
¿Nos hemos vuelto todos locos? ¿O será más bien que estamos ante un cambio de civilización en el que, como siempre ha sucedido en circunstancias similares, las elites colapsan, las masas se revuelven, decae el antiguo régimen y el nuevo no acaba de nacer?
Lo degradante del debate español actual es la absoluta falta de
contexto que se evidencia en los análisis de la mayor parte de nuestros
líderes, movidos como están por su ridícula ambición y su pertinaz
ausencia de lecturas. No estamos ante una crisis de gobierno sino de
Estado, y esta a su vez se enmarca en una nueva era cuyos emblemas son
la globalización tecnológica y financiera; la desaparición del mundo
bipolar que emergió tras las guerras del pasado siglo; la corrupción de
muchos gobiernos; la multiplicación de las desigualdades y la ausencia
de esperanza en el futuro para las nuevas generaciones. Felipe González
ha descrito el fenómeno como la crisis de gobernanza de la democracia
representativa en el Estado nación. Se trata de eso, pero no solo.
Estamos ante el derrumbamiento del orden establecido en medio de un caos
que no ha hecho sino comenzar y que nos acompañará por algún tiempo
antes de que seamos capaces de edificar una nueva estructura social más
justa e igualitaria. Y el caos es caldo de cultivo favorable a piratas,
idiotas, xenófobos, corruptos, nacionalistas, nostálgicos, envidiosos y
delincuentes. Pero es también la oportunidad de que emerjan nuevas ideas
y proposiciones, un tiempo para la innovación, la búsqueda y el
descubrimiento.
Cierto cuentecillo indio, que dio pie al título de un ensayo mío publicado hace más de cuarenta años, narra la historia de unos invidentes que fueron llevados a presencia de un elefante. Recibieron el desafío de describir qué era aquello utilizando el sentido del tacto. Uno tocó la trompa y dijo: “esto es un tubo”. Otro agarró un colmillo y pensó que se trataba de una estaca. El que asió el rabo supuso que era una cuerda y quien palpó una pata la confundió con un tronco de árbol. El último sentenció al darse de bruces con el cuerpo: “estamos ante un muro”. Las dificultades que tuvieron para reconocer el elefante en su conjunto, calcular sus dimensiones y su peso, no son diferentes a los diagnósticos parciales de los sucesos de nuestro entorno. Como dijera en Madrid este mismo fin de semana Wadah Khanfar, fundador y presidente del Common Action Forum, necesitamos una nueva narrativa que explique la evolución del mundo como es, no como les gustaría que fuera a unos u otros, incapaces de atender a nada que no sea sus propios intereses. La declaración universal de derechos humanos es cada vez menos universal y ante la creciente inseguridad de las poblaciones crecen las tendencias neofascistas y resucitan los mitos del socialismo real. Ya hemos sido testigos de en qué desembocan unas y otros.
En este torbellino global las turbulencias de la política española no impresionan demasiado. Solo es de lamentar el cortoplacismo y la ausencia de criterio que guía a nuestros dirigentes. Es tal la acumulación de sandeces que hemos oído en el pasado reciente; tal la apropiación y malversación de las palabras, tanto o más que la del erario público castigada felizmente por los jueces; tan grande el desprecio a las instituciones por parte de quienes deberían ser sus guardianes y primeros servidores, que la sorna resulta el único recurso para moderar el hartazgo. También en nuestro caso hace falta elaborar esa nueva narrativa que Khanfar reclama para superar los peligros ciertos que acechan a la democracia y a los derechos de todos. Un relato en el que el presente no equivalga a una confrontación entre extremos, defensores de ideologías oníricas y huecas, como si el contrato social básico que nuestra Constitución representa fuera diferente según quien transite por los pasillos de la Moncloa.
Pedro Sánchez tiene derecho a tratar de elaborar un gobierno, pero no
tiene ningún mandato al respecto del pueblo español, y ni siquiera
todavía una propuesta del único que puede hacerla, que es el rey; y no
solo él, pues ha de tramitarla a través de un presidente del Congreso
que debe propiciar las consultas entre las fuerzas políticas y el Jefe
del Estado. Sabemos quién será el vicepresidente de un gobierno que
todavía no existe, pero ignoramos el nombre del candidato o candidata
destinados a ejercer la presidencia de un parlamento que ha de
constituirse en cuestión de días. En una democracia madura no es una
mesa de partidos, ni mucho menos un acuerdo bilateral entre el gobierno
de la nación y el de una comunidad autónoma, por grande que sea, quien
puede decidir el futuro del conjunto de sus ciudadanos. De modo que las
prisas del gobierno en funciones, funciones de las que me temo viene
abusando en demasía, no deben ni pueden sustituir a un debate en la
única sede de la soberanía nacional: el Parlamento.
Si queremos que el caos, el del nuevo desorden mundial o el de la trifulca autonómica hispana, sea fructífero al final de camino, es preciso moderar en lo posible los desvaríos que provoca, reconocer al elefante en su conjunto y no adueñarse solo de una de sus partes. Para ello no hay mejor receta que cumplir la ley y aislar a quienes abiertamente quieren vulnerarla, sean neofranquistas chusqueros o independentistas irredentos. Ambas especies constituyen amenazas ciertas para nuestra convivencia democrática y deberían sufrir aquello que el catecismo definía como pena de daño, consistente en no ver a Dios. La ausencia del poder, sea divino o humano, su indiferencia o lejanía, puede convertirse en el peor de los castigos.
Cualquier aspirante a primer ministro debe por lo mismo dejarse seducir por el auténtico brillo de quien ejerce el mando; no el que reverbera en los pasillos de palacio, sino el que reside en los anales de la Historia. Estoy seguro de que Pedro Sánchez no quiere pasar a ella como un oportunista, aunque tantos le acusen de ello, sino como el gobernante que evitó que España se convirtiera en un Estado fallido frente a la disidencia del separatismo y la amenaza neofascista.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
Todo sucede casi a la vez en todas partes, y es televisado en directo, gugleado, tuiteado, debatido a gritos por tertulianos narcisistas o impostados influencers que, por lo visto, las más de las veces son en realidad máquinas. Mientras tanto los jóvenes, las mujeres, los indígenas, los pobres, todo aquel que sueña con una identidad reconocible, cuantos se sienten víctimas de la creciente desigualdad, de lo invisible de su sufrimiento, reclaman sus derechos entre ruidos y voces que se adueñan del diagnóstico orwelliano: “la política es una masa de mentiras, evasivas, tonterías, odio y esquizofrenia”.
¿Nos hemos vuelto todos locos? ¿O será más bien que estamos ante un cambio de civilización en el que, como siempre ha sucedido en circunstancias similares, las elites colapsan, las masas se revuelven, decae el antiguo régimen y el nuevo no acaba de nacer?
Necesitamos una narrativa que explique el mundo como es, no como les gustaría que fuera a unos u otros
Cierto cuentecillo indio, que dio pie al título de un ensayo mío publicado hace más de cuarenta años, narra la historia de unos invidentes que fueron llevados a presencia de un elefante. Recibieron el desafío de describir qué era aquello utilizando el sentido del tacto. Uno tocó la trompa y dijo: “esto es un tubo”. Otro agarró un colmillo y pensó que se trataba de una estaca. El que asió el rabo supuso que era una cuerda y quien palpó una pata la confundió con un tronco de árbol. El último sentenció al darse de bruces con el cuerpo: “estamos ante un muro”. Las dificultades que tuvieron para reconocer el elefante en su conjunto, calcular sus dimensiones y su peso, no son diferentes a los diagnósticos parciales de los sucesos de nuestro entorno. Como dijera en Madrid este mismo fin de semana Wadah Khanfar, fundador y presidente del Common Action Forum, necesitamos una nueva narrativa que explique la evolución del mundo como es, no como les gustaría que fuera a unos u otros, incapaces de atender a nada que no sea sus propios intereses. La declaración universal de derechos humanos es cada vez menos universal y ante la creciente inseguridad de las poblaciones crecen las tendencias neofascistas y resucitan los mitos del socialismo real. Ya hemos sido testigos de en qué desembocan unas y otros.
En este torbellino global las turbulencias de la política española no impresionan demasiado. Solo es de lamentar el cortoplacismo y la ausencia de criterio que guía a nuestros dirigentes. Es tal la acumulación de sandeces que hemos oído en el pasado reciente; tal la apropiación y malversación de las palabras, tanto o más que la del erario público castigada felizmente por los jueces; tan grande el desprecio a las instituciones por parte de quienes deberían ser sus guardianes y primeros servidores, que la sorna resulta el único recurso para moderar el hartazgo. También en nuestro caso hace falta elaborar esa nueva narrativa que Khanfar reclama para superar los peligros ciertos que acechan a la democracia y a los derechos de todos. Un relato en el que el presente no equivalga a una confrontación entre extremos, defensores de ideologías oníricas y huecas, como si el contrato social básico que nuestra Constitución representa fuera diferente según quien transite por los pasillos de la Moncloa.
Las prisas del gobierno en funciones no deben ni pueden sustituir a un debate en el Parlamento
Si queremos que el caos, el del nuevo desorden mundial o el de la trifulca autonómica hispana, sea fructífero al final de camino, es preciso moderar en lo posible los desvaríos que provoca, reconocer al elefante en su conjunto y no adueñarse solo de una de sus partes. Para ello no hay mejor receta que cumplir la ley y aislar a quienes abiertamente quieren vulnerarla, sean neofranquistas chusqueros o independentistas irredentos. Ambas especies constituyen amenazas ciertas para nuestra convivencia democrática y deberían sufrir aquello que el catecismo definía como pena de daño, consistente en no ver a Dios. La ausencia del poder, sea divino o humano, su indiferencia o lejanía, puede convertirse en el peor de los castigos.
Cualquier aspirante a primer ministro debe por lo mismo dejarse seducir por el auténtico brillo de quien ejerce el mando; no el que reverbera en los pasillos de palacio, sino el que reside en los anales de la Historia. Estoy seguro de que Pedro Sánchez no quiere pasar a ella como un oportunista, aunque tantos le acusen de ello, sino como el gobernante que evitó que España se convirtiera en un Estado fallido frente a la disidencia del separatismo y la amenaza neofascista.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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